Duerman ahora…

Según un amigo que me saca año y pico en trajines de padre, la pareja que sobreviva a los primeros meses del bebé sobrevive a todo, advertencia sin dudas alentadora, más cuando todos saben que una mujer embarazada es una bomba hormonal siempre a punto de estallar, un sensible campo de minas sin mapa ni zapador fiable…

Pero nada en la vida es fácil y creo que con amor todo es posible… con amor, con madres todo-terreno y haciéndole caso a esa ristra de recetas y contraindicaciones que todo futuro padre en Siguaraya City recibe antes y durante el embarazo, con un aval más cultural que científico, pero defendido como si fuera santa palabra…

Después del unánime consejo inicial -“duerman ahora”- le cae a uno un aguacero de fórmulas y rituales cuya eficacia nadie ha demostrado, pero tampoco refutado, y uno las sigue por si las moscas, porque nunca está de más. Encima te las dicen con tremenda fe, y si fuera preciso convencerte, te dicen que lo aprendieron de algún abuelo o tataratía, porque “los viejos sí sabían, antes no había tanta tecnología, y mira a dónde ha llegado la humanidad”.

A ver, no se trata de negar el desarrollo gineco-obstétrico y la neonatología, mucho menos el programa materno infantil o la lipidia con amamantar los primeros seis meses, pero indudablemente existen reglas no escritas para el embarazo, joyas del folclor médico nacional, que incluso los más escépticos han seguido alguna que otra vez…

Por ejemplo, dicen que las embarazadas no deben usar cadenas ni cruzar las manos sobre la panza, porque ahorcan al feto, como tampoco deben mirar eclipses o guardarse cosas en el sostén, pues el bebé les nace manchado.

Bajo ningún concepto debe armarse la cuna hasta que el bebito salga del hospital, y una vez en casa tampoco es recomendable mostrarlo mientras duerme, porque le hacen mal de ojo. Por si acaso, si alguien te lo celebra, conjura toda amenaza susurrando por lo bajo “bésale el culito”.

Se dice que el bebé tiene que llorar mucho para que fortalezca sus pulmones, pero tampoco tanto porque se le bota el ombligo. No les toques la mollera porque se ahogan, y si estás amamantando, no le eches las sobras de tu comida a una gata parida, porque te secas. Y así una serie de… no quisiera llamarlas supersticiones… digámosles consejos.

He aprendido mucho de “embarazología” en los últimos meses, aunque ya sabía que los orzuelos salen por negarle un favor a una mujer preñada, y que se curan jalándose el ojo dañado con la mano contraria, por detrás de la cabeza. O poniéndole una peseta calentada por fricción.

Aprendí también que estaba predestinado para mi profesión el día que me cortaron mis primeras uñitas. Supongo que mi madre decidió guardarlas en algún periódico, porque salí periodista. No quiero ni pensar qué habría sido de mi si las hubieran puesto en una Biblia, una novela de Corín Tellado o en una Crítica al Programa de Gotha.

A estas alturas, ya deben imaginarse que disfruto mucho este ajiaco folclórico, que no será milenario, pero sus ingredientes sí lo son. Y no hablo de las cábalas universales –nunca pasar bajo una escalera, no ver a la novia vestida de tal, espejos rotos y sus siete años de mala suerte, o no regalar ni botar la sal – sino de otras muy siguarayenses.

En eso, parafraseando a Liuba, mi abuela fue mi primera escuela. Nunca nos permitía mover solos los sillones, sentarnos con las manos en la cabeza o dejar tijeras sobre la cama, e invariablemente perfumaba a sus nietos haciéndonos una cruz en la frente y la nuca. A ella le debo la costumbre de esperar cada año nuevo con un cubo de agua listo.

Pero tengo otras manías de esas. Digo “solavaya” a los cortejos fúnebres, le amarro los huevos a San Dimas para encontrar algo, evito pasar bajo cualquier valla para que no se me rompan los planes, y me hago cruces con las uñas en toda picada de hormiga.

Claro, no me creo todas estas “verdades”. Con tres matrimonios a retortero, yo soy la prueba viviente de que es mentira que si te barren los pies no te casas. Y a juzgar por mis gastos e ingresos, la mano derecha me pica muchísimo más que la zurda. Nunca me han sonado los oídos, así que supongo que nadie habla de mí, y no cuestiono el amor de mi esposa, aunque cocina sin sal. Y a quienes dicen que si comes platanito fruta después de beber leche te envenenas les pregunto… ¿cómo coño se hace el batido de plátano?

Este terreno es fascinante. Si te golpeas el codo, algo trama tu suegra. Si los frijoles no se ablandan, échale un tenedor de plata. No pongas adornos rotos, que atraen cosas malas. No te pongas bizco, porque si pasa una mosca te quedas así. No mires espejos ni toques perros si truena. Y haciéndote el chivo loco, deja una escoba tras la puerta para que se vayan pronto las visitas indeseadas…

Ya mencioné el orzuelo, pero no es lo único con curas de todo tipo. Ahí está el hipo, que lo “vendes”, lo anulas sorbiendo 10 tragos de agua y aguantando la respiración 10 segundos, o se lo curas a los bebés poniéndoles un masacote de hilo en la frente. A su vez, para tumbar los ojoepescaos es preciso secar algo, da igual unos tajos en un tronco dado, que una babosa clavada sin despedida de duelo. Para el empacho, pasar una toalla o una cinta, o “desprenderlo” sobándose las pantorrillas con las manos enjabonadas.

Esto da para una tesis. Cuando había un rabo de nube, la mujer que crió a mi tío salía al patio con una tijera para “cortarlo”, y del cercano Regimiento villareño disparaban para romper el nefasto lazo entre cielo y tierra. Podrían decir que es oscurantismo de antes, supersticiones retrógradas, pero sé que en pleno siglo XXI hay quien todavía “endulza” enemigos escribiendo su nombre en papel cartucho y congelándolo en miel en lo más oscuro del refrigerador. O guardándose el papelito de marras donde no le dé el sol. Los zapatos, por ejemplo…

Salir de la versión móvil