Durmiendo con el enemigo

Teniendo en cuenta que nací en Santa Clara, mi esposa en Jovellanos y mi bebo en el Vedado, he llegado a la terrible conclusión de que en términos beisboleros estoy durmiendo con el enemigo y criando un traidor. Así de extremista suelo ser…

Sé que es un pésimo momento para salir del closet y confesar mi tortuosa filiación naranja: Villa Clara, la novena que amo y sufro desde niño por culpa de su actual verdugo, ha vuelto a dejarme con ganas. Debería estar acostumbrado, pero no…

El problema es que uno puede cambiar credos, ideologías, gustos, hábitos, mujeres, aires, pero nunca de equipo. No importa cuántas veces reniegues de él, al final acabas perdonándolo, y cada temporada renuevas tu fe en que “este año sí, este es el bueno”.

Uno se toma estas cosas demasiado a pecho, como si tu identidad, tu probidad moral y humana dependiera no de ti, sino del desempeño de unos extraños, que ni te conocen ni se infartan como tú tras una jugada infame, un mal corrin’, un juego perdido.

Ese masoquismo siempre me recuerda la película Historia del Bronx, cuando Sonny le decía al joven Calogero: “Si tu padre no puede pagar el alquiler ve y pídele el dinero a Mickey Mantle a ver qué te dice. No le importas a Mickey Mantle… ¿por qué entonces habría de importarte él?”, filosofaba el mafioso, interpretado por Chazz Palminteri.

Esa es una verdad como un templo. Pero hay cosas más fuertes que la razón, y ya se sabe que nuestra pelota no es lógica, y mucho menos seria…

El béisbol es la religión con más devotos en esta bendita República de la Siguaraya, y cada fiel tiene su propio templo. Mi santuario es el Sandino, un estadio repleto de locos, pregoneros y nostálgicos de aquellos tiempos en que ganamos tres coronas al hilo.

Ver el juego por televisión es más cómodo y barato. Puedes verlo en calzoncillos, ir al baño cuantas veces quieras, merendar, ver la cámara lenta y el único contra sería espantarse la insufrible narración, pero que va… nada se compara con ir al estadio y participar de las griterías, la ola, el sempiterno “arbitrijepuuuuuta”, el pandemonio que desata el jonrón que deja al campo, o el hacerle conteo a un pitcher que explota. Y decir luego “yo estuve ahí”.

Más allá de eso, el estadio también puede ser un aula de antropología, si uno mira no solo al terreno, sino a la fauna habitual. Desde las niñas que se creen mujeres y cogen los pasillos de pasarela, hasta los vendedores de maní, rositas, café, chupa chupa, chiclet y chicharrones de viento. Pero sobre todo hay personajes emblemáticos…

De niño, recuerdo a Cucaracha, un mulato obeso y loco, que como “ampaya” era más infalible y justo que los árbitros profesionales de hoy día. También estaba el Diablo, un tipo que se ponía una capa roja, unos tarros de cartón y con tridente de atrezzo recorría las gradas avivando las pasiones. Al parecer un día Satanás lo poseyó de veras, y mató a la mujer a martillazos… Más acá se hicieron famosos Yuri y el Negrón, que iban de una punta del estadio a la otra “fajándose”, o “entrevistando” a la gente con una cámara de cartón. Anaranjada, claro está…

Ahí viví momentos de felicidad única. Amargos también, pero prefiero recordar los mejores, como aquellos tiempos en que nos fugábamos de la escuela para ver al Duque contra Arrojo, a Victor robarse el home, o a Misifú, el cargabates repartidor de cakes, haciéndose oír por encima del fuán, fuán… pa-pa-pán.

He recorrido muchos estadios de mi país. Del Cándido me botaron por burlarme del equipo de casa, en el Mártires de Barbados tuve que reportar un partido desde el techo del dogout anfitrión junto al grupo local de reguetón, en el Cepero soporté los versos de una vieja más entusiasta que poeta, y en el Latino… el Latino es punto y aparte: nadie sabe lo que es la pelota hasta que no siente a 55 mil almas  rugiendo por sus Leones.

Aún yo sufro mi poco, pero no tanto como antes, cuando le caía a piñazos a la pared si Villa Clara perdía. Comprendí que, o me calmaba o perdía los nudillos. Con los años cojo la pelota con calma, entre otras razones, porque el infarto anda sato y yo tengo un bebo que criar… Un bebo que -ay vida- seguro me sale industrialista…

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