Arroz con leche

Calle Zanja. Foto: Dazra Novak.

Calle Zanja. Foto: Dazra Novak.

En las tardes aburridas suelo contar, como un Fulanito infantil, los viejos balcones de mi barrio. Uno, dos, y tres balanceándose sobre la tela de una araña juegan a resistir el paso implacable del clima y de las horas, de la humana necesidad que los reedifica en cuartos extra. Casualmente de esos balcones donde hoy salen escándalos y chismes y denuncias, es verdad, antes también salían brazos ofreciendo una colada de café, un puñado de frijoles, o aquel arroz con leche que solía regalarme Josefina en cada cumpleaños.

Lástima que un buen día no alcanzó más la leche y la vieja máxima que nos crió asegurando que donde duerme uno, duermen dos, tampoco alcanzaba para la comida. De todos modos, a los balcones se les quedó pegada esa vieja costumbre y quizá por eso todavía hoy la gente se sigue asomando, siguen sacando cabezas y brazos por las ventanas para pedir prestado un tilín de sal, un jarrito de arroz, un poco de azúcar. La vieja Josefina, en cambio, ya no dice ni pío.

Cuando no se le acaba el azúcar, es que no le alcanzó el arroz del mes. Solo le queda la lata de leche condensada vacía para medir los granos o el ají cachucha (si es que puede comprarlo, con lo caro que está). Cuando veo que se pasa mucho tiempo sin abrir la ventana del balcón sé que se le ha agotado la cuota y hasta los primeros días del mes no se le volverá a ver la cabeza blanca de canas, salvo en las tardes, cuando va a comprar el pan nuestro de cada día con su andar curado de espanto.

Los balcones de mi barrio se reparten las horas de sol como mismo se reparten los vecinos. Cuando se asoman los de acá no se ve a los de acullá, y viceversa. Hay algunas ventanas que viven abiertas de par en par donde otras no se abren nunca, mai, never, jamais. Nada tienen para ofrecer (según ellos), así que nada les pidas. Otras se abren a conveniencia, para aprovecharse de la luz o para regañar a los muchachos que corretean por debajo sin temor del astro rey.

El mediodía, de todos modos, es la hora lleno-vacía. La que hace entrecerrar los ojos para engañarse de lo que se está viendo en realidad: vapor que sube democráticamente hasta los balcones. A esa hora solo Josefina se atreve a torear los espacios de sombra, de regreso de todo con su sombrilla destartalada, sin sacar ni un dedo fuera porque no está acostumbrada a pedir. Solo me acepta la ayuda porque yo le entro con la sonrisa y le digo en serio: ¡Vieja, como tu arroz con leche, ninguno!

“Ay Fulanito, mi´jo”, me responde con ese deje agradecido de por qué te molestaste. Pero yo sigo prometiéndole, como si nada, leche y azúcar y canela mientras ella ríe como si le contara un cuento. Abre de nuevo los ojos y le da este rayito de sol entrando como perro por su casa. La convenzo de asomarnos juntos, como en los viejos tiempos. Y pienso, mirando todo esto desde su perspectiva, que los balcones de mi barrio son la verdadera muestra, más que de la resistencia vecinal, de que hay sabores que te marcan la vida para siempre.

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