El Nobel que nos deben

Le zumba la berenjena. Acaban de darle el Nobel a Peter Higgs y François Englert por el descubrimiento teórico de la Partícula de Dios: el Bosón de Higgs. Tiene su mérito porque hace medio siglo se imaginaron algo que recién ahora fue demostrado.

Algunos pensarán que a estas alturas de la civilización, qué más da de dónde viene la masa de las partículas subatómicas, o qué diferencia hace entender el Big Bang. En serio, es más fácil creerse que alguien pinchó seis días seguidos armándolo todo, que entender la física cuántica, la anti-materia o el susodicho bosón fundacional.

Se trata de esos descubrimientos que uno sospecha sirven para algo, aunque no sepa para qué, y se cuida de confesarlo para no pasar por bruto o retrógrado. Sin embargo, creo que la Academia Sueca debía llegarse por Siguaraya City y tomar nota, porque es tremendamente injusto que los reyes del invento no tengan un Nobel aún. Nos lo deben.

Dicen aquí que la necesidad hace parir hijos machos. Tony Ávila canta que lo que se inventó aquí en los 90 “no lo inventó un japonés ni apurao”. Hemos hecho del invento un modus vivendi, al punto que cuando caemos donde no hace falta inventar nada, pues todo está inventado, nos cuesta adaptarnos e inevitablemente queremos “inventar”.

Nuestro inventario de inventos, valga la redundancia, incluye clásicos como el mítico ventilador con aspas de extractor, motor de lavadora Aurika y patas de cabilla, sonoro y andarín. O el pegamento de poliespuma diluida en gasolina. O el horno para pizza hecho con latones, los durofríos con maicena de sagú, las chancletas metedeo hechas de goma de tractor y suiza, el tinte de papel carbón y extensil, las antenas de perchero y bandeja de comedor, los carros anfibios, los almendrones anacrónicos con caja automática y pizarra de panelito, el desodorante de leche magnesia, en fin…

Recuerdo mi adolescencia temprana, como hacía por las noches cigarros tupamaros para mi papá, en una cajetica con una estera de vinil y picadura reciclada. O cuando en el palanganón de abuela recogía agua de lluvia para hacer jabón con sebo de carnero y potasa, para no tener que lavar con maguey a falta de detergente. Di betún a mis botas Coloso con goma quemada, críe peleadores en acumuladores picados y arreglé cintas de casetes con pintura de uñas. Cuando se iba la luz sacábamos una chismosa hecha con tubo de pasta de dientes y un espejo para “amplificar” la luz. En tiempos más duros aún, las mujeres hacían sombra de ojos con grafito de lápiz de color y desodorante, y todavía en muchas cafeterías hay vasos con botellas decapitadas.

Sencillamente, el siguarayense se le escapó al Diablo. Si el fiñe le cumple años y no resuelve globos y caramelos, echa mano a condones y tirotricina, aquellas pastillitas verdes que recetaban hace siglos para la garganta. A falta de salsa china, colorea un arroz frito con vinagre y azúcar prieta. Proclamamos a la zeolita “El mineral del siglo”, aguantamos el pestón milagroso del noni y encontramos la fuente de la eterna juventud no en Shangri-La, sino en la moringa. ¡De película!

Tomen nota en Estocolmo, que aquí tenemos para cada categoría: en Física, a nuestra arquitectura, por desafiar a diario la gravedad; en Química, al alquimista que destiló el primer “chispe’ tren”; en Medicina tenemos los mejores curadores de empacho del mundo, a golpe de cinta y San Luis Beltrán; en Literatura, hay una escuela de la oratoria justificativa que ya hubiera querido Ionescu en su teatro del absurdo, además de todos los aportes lingüísticos a la eufemística, con términos como el “profiláctico de goma” o la “larga y penosa enfermedad”.

En Economía, para qué hablar… La economía la inventamos nosotros, día a día, mes a mes. Y como padres del “choteo”, algún día nos serán debidamente reconocidos los aportes de esa irreverencia congénita a la Paz, aunque algún que otro pierda la tabla con nuestro cuero, pero solo riéndonos de nuestros problemas evitamos la “caretranca” que en teoría deberíamos tener siempre, con tanta cosa para emberrincharse…

Para algunos, tal inventiva es alegato de nuestras miserias, para otros, es testimonio de nuestro ingenio para no dejárnosla arrancar. Creo que también somos grandes en los saberes “serios”, pero esos no tienen la genialidad de los otros. Algunos nos marcaron tanto que nos redefinieron cosas tan fisiológicas como el gusto.

Precisamente por eso el primer Nobel, habría que dárselo al preclaro racionalizador que tuvo a bien –o mal- mezclar el café con el chícharo. Desde entonces el café jamás fue el mismo. Brebaje a mitad de camino entre el potaje y la infusión, hubo quien osó justificar tal aberración alegando que gracias a eso los cubanos no sufrimos tantos problemas gástricos. Lo cierto es que nos arruinaron el café de por vida. No se trata de una mezquina treta para que dure más: ya hay quien halla malo el café puro, porque lo sienten demasiado fuerte dicen…

En serio, figurarse el Bosón de Higgs exige menos abstracción mental que entender cómo el café puro puede ser inferior al mezclao… He ahí la grandeza de Siguaraya City, y en Estocolmo siguen haciéndose los suecos con nosotros.

 

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