En el andén, despidiendo a Santiago, olvidados de Cortázar

Anoche nadie allí se acordó de Cortázar, ni de los 30 años que ya pasaron desde que Julio soltó el piolín de esta vida y se marchó a jugar a otra parte, otros juegos que no entenderíamos. Anoche estábamos todos en aquella casilla infame (no sé qué número pudo ser), olvidados de Dios y por tanto de aquel grandullón con cara de niño o de mono que acaso nos estuviera escribiendo todavía.

Estábamos en un patio del Vedado (dijeron que el Instituto Cubano de la Música) recordando a Santiago Feliú, un tipo mucho menos conocido en París y en Harvard University, aunque mejor poeta que el argentino. Cortázar, aceptémoslo, fue un poeta mediocre, que es el peor modo de serlo. Nadie, excepto Shakespeare y Borges, pudo jamás escribir historias de ese calibre y además ser un buen poeta.

Lo de Feliú siempre fue regalarnos su “ego dislocado” de nuevo trovador antiguo (no hay trovadores modernos) e irse de madrugada –aun sin que lo dejáramos- en “un palpitar” que algunos bienintencionados llamaron infarto. Esa es su biografía.

Están sus canciones, pero sus canciones son nuestras. Lo que se perdió entonces no fue el agua, sino el movimiento, la posibilidad. Ahora es lago lo que fue un torrente y habrá que resignarse a la profundidad y la dilatación, al vigor o la ternura,  a la limpidez o al misterio, y a esos peces  ya insuperables  nadando en los versos que tarareamos o gritamos antes.

Allí estaban sus amigos, todos tocando la guitarra a la derecha para cantarle al zurdo que tocaba al revés, al gago que le cantó a todos, como en un cuento de Cortázar donde el mundo anda levemente distorsionado y la música viene a ser la cuerda tensa que salva a los personajes de la locura y el espanto y no permite jamás una mancha negra de tinta demasiado definitiva, que bloquee la última salida hacia la incógnita. Nosotros escuchábamos y aplaudíamos y no nos acordábamos de Cortázar y de su aniversario luctuoso. Y maldecíamos el 12 de febrero solo por Santi y por los viejos tiempos nuestros, los de cada quien. Y nada sabíamos de Cristina Peri Rossi diciendo desde Argentina (o quién sabe desde dónde) que el autor de Continuidad de los parques y Las armas secretas no murió de leucemia o cáncer sino, quizá, de sida por culpa de una transfusión, de una sangre ingrata.

Nosotros cantábamos a veces y aplaudíamos a veces, anoche en el Vedado, lamentando la sangre que explotó en el pecho de Santiago Feliú.

La Habana, desde hace un tiempo, es una ciudad de muchos rincones y pocas encrucijadas. En qué cabeza nuestra iban a encontrarse Feliú y Cortázar. En Buenos Aires -donde Santiago también tiene su tribu de sonámbulos- tal vez alguien sí miró bien y vio la concurrencia, la probable figura, como diría Julio, que forman una muerte y otra coincidiendo.

Ayer era el otro cumpleaños de Cortázar y quién sabe si allá quiso celebrar con trova cubana, harto ya de las persecuciones y el humo del jazz y de tanto Charlie Parker.

Nosotros estábamos de este lado, viendo relampaguear en la noche de La Habana, despidiendo en el andén a Santiago Feliú. Él se fue cantando aquello: “Siento que todo es lo mismo:/ final del principio,/ comienzo del fin”, mientras Cortázar se disponía a escribir un aguacero sobre esta ciudad, un final predecible que agradecimos todos.

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