En torno a la utopía y el entusiasmo

Cuba, 1959. Foto: Burt Glinn.

Cuba, 1959. Foto: Burt Glinn.

Ahora nos parece cosa de otro mundo, pero aquí diremos apenas lo justo: que es cosa de otra época.

Hay un momento, durante los años 60 del siglo pasado, en que la “Revolución cubana” es un hecho incontrovertible. Existe en plenitud. No como el rígido orden socio-político cristalizado luego y etiquetado hasta hoy —en una acrobacia del lenguaje— de tal modo, sino como revolución a diario, cotidiana: con su cuota de víctimas y su legión de ilusionados por el violento estremecimiento de las antiguas jerarquías. El mundo se divide, cándidamente, en héroes y traidores; florecen la literatura y el arte; la gente come, desembarca en La Habana (o se marcha a Miami), se baña en la playa, trabaja la tierra, aprende a leer. A través de la apretada masa de convencidos se escurre, sin embargo, la figura del escéptico que no pierde de vista el crónico paisaje del subdesarrollo; se encienden debates culturales e ideológicos en una guerra de posiciones que, eso sí, irá perdiendo legitimidad a medida que gana batallas el dogma.

Hay algo en todo eso que nos fascina.

Deslumbrarse con los 60 es un deporte casi universal: Los Beatles y el rock, el ácido lisérgico y el amor libre, el cosmos en la otra esquina, la revuelta constante en el Tercer Mundo, París en el 68, los negros, las mujeres, los gays, el boom de todo en cualquier parte.

Probablemente la clave de esa fascinación por la Cuba de los 60 radique, más que todo, en aquel entusiasmo generalizado del cual nos sentimos incapaces en el presente, cuando, a lo sumo, dopamos nuestra languidez con reguetón. De un lado político o de otro, los 60 fueron el reino del entusiasmo.

Para entonces, incluso la utopía estaba al alcance de la mano.

En el número 33 de la revista Casa de las Américas (1965), Ezequiel Martínez Estrada llegó a sostener, con temeridad y erudición, que la isla inspiradora de la obra Utopía, de Tomás Moro, había sido la Cuba de los pacíficos taínos descrita por los cronistas europeos. A continuación, el ensayista argentino —quien pasó algún tiempo en La Habana— proyectó directamente tal descubrimiento sobre la Cuba revolucionaria de aquellos años.

Por su parte, el escritor y crítico Ambrosio Fornet comentó hace unos cinco años: “La Revolución y la utopía eran lo mismo. Nada del cielo o la tierra. No es que la revolución fuera lo concreto y la utopía no lo fuera, para nada. La Revolución había encarnado la utopía. ¿Cuál era esa utopía?: la liberación, el antimperialismo, el desarrollo cultural, la libertad absoluta, el apoderarse de toda la cultura, que era lo que tratábamos de hacer nosotros. Por ejemplo, Edmundo [Desnoes] y yo cuando, al llamado de Alejo Carpentier, proponemos que los primeros títulos a ser publicados fueran de Proust, Joyce y Kafka, algo que constituía una declaración de principios, un manifiesto, porque nos atrevíamos a publicar a escritores —según el Congreso de Moscú en el año 1934, donde se instituyó el término del realismo socialista— de la supervanguardia burguesa, decadentes, etcétera. Esa era para nosotros la Revolución: la fusión de la revolución con la utopía, por primera vez. Porque (…) lo que los partidos tradicionales llamaban revolución (…) lo que había ocurrido en la Unión Soviética, no podía llamarse como tal, la verdad. Para nosotros la Revolución hacía posible la utopía”.

Cierto que el entusiasmo entre nosotros, con demasiada frecuencia, también cuajó en voluntarismo, cuando no en extremismos injustificables, pero nadie negará que resulta un combustible necesario en cualquier circunstancia.

A inicios de los 60, Cuba era una explosión de significados en que el pasado y, sobre todo, el futuro parecían entreverados con el presente. Pronto llegaron los 70, y lo que siguió.

En su encrucijada actual, una Cuba nada utópica apenas balbucea. ¿O no?

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