“Aquí se puede vivir”

Foto: Amílcar Pérez Riverol

Foto: Amílcar Pérez Riverol

Un periodista alemán llegó a La Habana y quiso conversar con escritores cubanos. Como suele suceder cuando se trata de Cuba, la conversación derivó a economía y precios, al Estado y sus misterios. Uno de nosotros reclamó que dejáramos a un lado las cifras y pasáramos a hablar sobre “el adjetivo”. No sé de qué lugar de Alemania procedía, pero a veces sobre sus juicios gravitaba la lejana sombra de la Stasi: quiso saber si podemos escribir lo que queremos. Los seis presentes dijimos que sí. A fin de cuentas, ¿quién puede impedir que una persona cualquiera escriba lo que quiere o necesita? Algunos de los presentes (yo mismo) ha demorado años antes de ver publicada en Cuba una novela, un cuento, pero son páginas ya escritas, definitivas, sea cual sea su destino editorial.

“¿Por qué ustedes han decidido seguir viviendo aquí?”, nos preguntó luego. No es la primera vez que me enfrento a una curiosidad semejante y, en cambio, nunca he interrogado a un alemán, a un colombiano, a un marroquí sobre por qué se empeñan en vivir en el país donde nacieron.

De todas formas, mencionamos los lazos afectivos, el sentido de la pertenencia a una cultura, incluso la curiosidad por conocer de primera mano cuál será el final de esta película en que estamos inmersos. Fue nuestro anfitrión quien dio la respuesta más definitiva, más cortante: “Cuba es un país vivible”. Era un adjetivo complicado para la traducción: “Aquí se puede vivir”, aclaró. Antes habíamos hablado de los miles de cubanos que andan a la deriva por Centroamérica. Supongo que la enorme mayoría de ellos, sino todos, creen que el nuestro es un país donde ya no se puede vivir.

Escribo esta crónica desde Guadalajara, a donde viajé al día siguiente de la entrevista colectiva con el periodista alemán. El primer día en esta ciudad vi en una gasolinera un custodio que cubría sus ojos con espejuelos de un negro impenetrable; su torso, con un chaleco antibalas, y el dedo índice de su mano derecha no abandonaba el gatillo del arma que mantenía en alerta, el cañón casi apuntando a los autos que se abastecían de combustible. “Es que en estos días han asaltado varias gasolineras”, me explica el chofer que me trae de regreso al hotel. “Llegan en tres o cuatro autos y se lo llevan todo. A veces hay cajeros automáticos, y los cargan también. Lo malo es que parece que son del narco, y vienen ya con armas pesadas”.

Hace más de diez años que visito sistemáticamente Guadalajara, y antes del 2011 era una ciudad tranquila. Poco a poco, la inseguridad se ha adueñado de ella. En noviembre de ese mismo año, en vísperas de la Feria Internacional del Libro, en las cercanías del recinto ferial aparecieron tres camionetas que guardaban veintiséis cadáveres. El 1 de mayo pasado, una serie de episodios relacionados con el enfrentamiento del ejército al cártel Jalisco Nueva Generación terminó en un narcobloqueo: decenas de ómnibus fueron quemados en puntos clave de una ciudad que tuvo que paralizarse. A mi casa de Cojímar llegaban boletines en que la rectoría de la Universidad de Guadalajara aconsejaba a sus trabajadores y alumnos permanecer a buen resguardo hasta que las aguas retornaran a su cauce normal. Era el segundo narcobloqueo; el primero ocurrió el 9 de marzo de 2012. Son solo ejemplos elocuentes, entre muchos posibles, de la manera como un país extraordinario se ha ido deformando, secuestrado por la delincuencia organizada.

A mi cuenta de Facebook llegó ayer el enlace de un artículo aparecido en El Faro, una magnífica publicación digital salvadoreña. La socióloga Laura Aguirre cuenta de una joven que tuvo que dejar su trabajo por el acoso de la mara salvatrucha. “Mejor desempleada que muerta”, sentencia la madre de esa joven. El título de la crónica reproduce lo que esa señora piensa del lugar en que habita: “Este país ya no sirve para vivir”. Aguirre se avergüenza de las barreras que su clase “ha podido comprar para no sentir, ni ver, ni pensar en la lucha por la vida que libran a diario miles de personas”. Sucesos como los de Guadalajara igualan a todos los ciudadanos, sin importar las rejas que cerquen sus casas o los custodios armados que vigilen sus negocios.

Regreso a la conversación con el periodista alemán. La pregunta que me hice yo mismo, que todavía me hago, es si a la respuesta de mi amigo habría que añadir una palabra: “Cuba todavía es un país vivible”. A pesar de lo que he contado, me parece que Guadalajara es todavía una ciudad vivible, y de ello dan constancia los más se siete millones de personas que la habitan. El papa Francisco, sin embargo, acaba de decir en México algo muy parecido al criterio de la madre salvadoreña. Rogó por un país “donde no haya necesidad de emigrar para soñar, de ser explotado para trabajar, de hacer de la desesperación y la pobreza de muchos el oportunismo de unos pocos”.

Estoy lejos de ser un puritano y, por deformación profesional, siempre estoy interrogando la realidad que me rodea, tratando de descifrar sus signos, de captar sus señales. “En La Habana me han ofrecido de todo”, me dijo hace unos días un amigo portugués: “Mujeres, hombres, mariguana, hachís, cocaína…” Pero él mismo se admiraba de la paz que había sentido caminando a cualquier hora por las calles del Vedado, de la Habana Vieja o del Cerro. “No pueden perder esta seguridad”, me advertía.

Uno de los signos más evidentes de los bajos niveles que aún tiene en Cuba el mercado de la droga es la ausencia de yonkis desahuciados. Que no existan mendigos hundidos en la adicción implica también que no se vendan sustancias baratas y letales para esos consumidores que viven en las calles de casi todas las grandes ciudades del planeta. Tal vez sea demasiado ingenuo, pero me atrevo a pensar que los grupos de delincuentes cubanos están lejos de la categoría de cárteles. Vuelvo a hacerme la pregunta: ¿Todavía no existen?

La pertinencia o no de ese todavía se decidirá, a mi juicio, en la tensión entre dos polos, y es difícil elegir uno u otro extremo. De un lado, la posición geográfica de Cuba, el crecimiento sostenido del turismo, la delincuencia también en ascenso, que implica a un número considerable de personas habituadas a vivir del robo o, en el mejor de los casos, de la picaresca. Del otro, la vigilancia y el control del Estado y sus órganos represivos. Ya sabemos que la omnipotencia del Estado suele ejercerse sin medida, y no solo haciendo un uso arbitrario de las leyes que él mismo ha promulgado, sino aplicando figuras insostenibles, como la “peligrosidad”. ¿Habría maneras distintas de evitar en un futuro quizás cercano la formación de cárteles, la corrupción de los gobiernos, de la policía, del ejército, por las riquezas desenfrenadas que crea el comercio de la droga?

De los muchos desafíos que tenemos que enfrentar para que Cuba sea un lugar donde merezca la pena vivir, este puede contenerlos a todos: la equidad, la soberanía y el respeto a los derechos de todos los ciudadanos no serían posibles en un país dominado por delincuentes cuyas riquezas todo pueden comprarlo, hasta la propia nación.

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