“¿De dónde viene esta receta?”

Ilustración: Zardoyas.

Ilustración: Zardoyas.

Escribir un relato es organizar una serie de sucesos para que adquieran sentido. La realidad en sí misma carece de sentido. Somos los seres humanos quienes leemos u organizamos los acontecimientos para tratar de comprender tanto nuestras existencias como la Historia.

En ocasiones, sin embargo, la realidad se presenta de modo que parece querer decirnos algo: la trama que vivimos, o de la que somos testigos, es tan precisa en su desarrollo, en sus giros, que da la impresión de que basta con reproducirla tal cual para revelar su significado.

La anécdota que contaré es personal y breve, intrascendente, incluso:

El dolor me tomaba la pierna izquierda, de arriba a abajo. Era un corrientazo que a veces me paralizaba. “Es ciatalgia”, me dijeron dos amigos que la han padecido. “Puede ser ciatalgia”, confirmó la doctora que atiende el consultorio de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV). Me prescribió fomentos de agua fría e ibuprofeno, por cinco días. “Si no mejora, lo remito al ortopédico”, dictaminó, imperativa, como todo buen médico.

Para los fomentos bastaba con poner a hacer hielo. Lo del ibuprofeno no fue tan sencillo. En las dos farmacias de San Antonio no había. Como estaba impartiendo seis horas de clases de lunes a viernes, durante toda la semana estuve viviendo en la EICTV. La generosidad de alumnos y compañeros de trabajo me permitió obtener seis pastillas, cuatro menos de las que comprendía el tratamiento. Pero con las seis podía llegar al viernes en la noche, cuando regresaría a casa.

El sábado en la mañana recorrí algunas de las farmacias de Cojímar y de Alamar. El “no” que me dieron las empleadas no fue esperanzador.

Por teléfono, mi esposa averiguó que existía en la de 19 y E, en El Vedado. Antes de emprender el viaje, volví a llamar y me aseguraron que en media hora no se acabarían. “Venga, no se preocupe”, me respondió la voz de una mujer.

Cojeando aún, subí los escalones que llevan a la farmacia, crucé el salón, extendí la receta a la que vino a atenderme. La tomó y, leyéndola, fue hacia la estantería donde debía estar el ibuprofeno. A mitad de camino se detuvo. “¿De dónde viene esta receta?”, me preguntó. “De San Antonio de los Baños”, respondí. “¿Y dónde queda eso?” No tuve la agilidad suficiente para aprovechar su distracción geográfica y asegurarle que era un barrio de La Lisa, de San Miguel del Padrón, del Cotorro… “Queda en Artemisa”, contesté. Me devolvió el papelito. “Nosotros no podemos vender a recetas de Artemisa”, dijo. “Ni de Mayabeque”, amplió su compañera.

Mi dolor y mi cojera eran molestos pero no comprometían mi vida. Yo buscaba una medicina muy socorrida, como la dipirona, la aspirina, el paracetamol. De momento, con la receta inútil hecha una bolita entre mis manos, lo grave no era la dolencia física sino el absurdo al que me enfrentaba.

La vida, en incontables ocasiones, imita al arte. En la esquina de 19 y E me sentí como Juanchín, el protagonista de esa deliciosa comedia que es La muerte de un burócrata. La actualidad de la película de Gutiérrez Alea es desalentadora, y una de sus posibles lecturas es que la burocracia enloquece tanto a sus víctimas como a quienes cumplen la función de victimarios. De la burocracia al absurdo hay solo un paso, y el absurdo suele ser enajenante.

Por fortuna, de vuelta a Cojímar otras amistades me proporcionaron las pastillas necesarias para terminar los cinco días del tratamiento y, por las dudas, prolongarlo un poco más. Una de ellas me aleccionó: “Eso se compra por la izquierda”. Por supuesto, como vivo en este país, en esta ciudad, algo sé de cómo se compra por la izquierda, pero carezco de experiencia en asuntos médicos. “Tienes que esperar a que esté vacía la farmacia. Si lo que quieres es una sola tirita, pones 10 o 15 pesos sobre el mostrador. Si quieres dos, hasta 1 cuc”.

Otro médico amigo me comentó que el suministro de medicinas había mejorado, pero a él le consta que la mayoría se queda en las farmacias, lo que en muchos casos implica que termina siendo vendido por la izquierda.

“De manera que”, me dije horas después, ya en casa, con la cabeza fría, “las recetas que emite una doctora cubana, que ejerce su profesión en el territorio nacional, solo tienen valor dentro de la provincia donde trabaja. Esa doctora tiene nombre, apellidos, identificación, título, usa un cuño que estampa en las recetas, todo lo cual puede ser comprobado”. Y ya puesto a pensar en lo ocurrido, me seguí diciendo: “Así que la receta de un lugar que queda a unos 35 km de El Vedado (y a unos 15 del Guatao, del Cano, de San Agustín) no tiene validez en estos barrios, pero sí en Artemisa, distante 56 km, o en los remotos Bahía Honda y San Cristóbal”.

Hay días en que los pensamientos se vuelven obsesivos, recurrentes: “Y todo eso quiere decir que un ciudadano cubano que trabaja un poco más allá de los límites de su provincia, si en aquel municipio no encuentra la medicina que requiere (lo cual, en las actuales circunstancias, es muy probable que suceda), tiene que dedicar horas para visitar a otro médico, y hacerle perder tiempo a él, para conseguir una nueva receta cuya única diferencia con la original no será el tipo de medicamento, ni la cantidad, ni el nombre del paciente, sino solo el lugar donde ejerza su profesión el doctor o la doctora. Y, para colmo de males, todo eso tiene que hacerlo una persona enferma, que puede estar mucho peor de lo que estoy yo”.

“¿Es alentando la burocracia y confundiendo verbos tan diversos, y a veces encontrados entre sí, como prohibir, controlar y ordenar como se logrará frenar el robo, la corrupción, la ineficiencia?”, me pregunté.

“¿De esa forma llegaremos en algún momento (situado, ya estoy convencido, más allá de los límites de mi vida y de las de mis coetáneos) a un Estado próspero y sostenible?”

Y más aún: “¿Podremos llamar socialista a un Estado que llegue a ser próspero y sostenible pero que por el camino deje a un lado el humanismo?”

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