“Hay que respetarla”

Foto: David Garten.

Foto: David Garten.

Si algún lector de esta crónica tuvo la gentileza de leer la que publiqué la quincena pasada (“Está bueno ya de culpas”), podrá recordar que mi amiga Elsa, abogada, abuela de cuatro nietos, había preferido prolongar la conversación en el café de la calle 23 donde fuimos a actualizarnos sobre nuestras respectivas vidas. “La cosa” se había instalado entre nosotros (en verdad, casi siempre nos ocurría lo mismo) y, al igual que Elsa, se negaba a irse.

“¿Quieres otro té?”, le pregunté. Ella miró el reloj. Yo, por un acto reflejo, también miré el mío. Eran poco más de las 12 del día. “Déjame invitarte a una cerveza”, exigió. Si ella subía la parada, me tocaba a mí corresponderle. Habíamos hablado antes del próximo presidente de Cuba, de las modificaciones posibles en la Ley Electoral. “Bueno, a ver”, empecé a amasar de nuevo la materia que nos ocupaba, “¿y la Constitución?”. “¿Qué pasa con la Constitución: la cambiamos o la dejamos como está?”

No había Cristal, ni Bucanero, y la Presidente que se vende en Cuba es muy inferior a la que se consume en República Dominicana. Pero estábamos en El Vedado y teníamos sed. Chocamos las botellas. “Salud”, “Salud”.

Elsa se dio un trago largo: “Por lo menos está fría”. “Casi vestida de novia”, apunté. Ella tomó impulso: “Una vez me dijiste que cada ser humano concebía el mundo según su oficio o profesión. Para un arquitecto, el mundo anda jodido si los edificios de una ciudad están mal diseñados; a ti, que eres escritor, te espantan las faltas de redacción y ortografía. Y yo, por suerte o por desgracia, estudié Derecho”. Le aclaré que la idea no era mía, que se la escuché a un queridísimo e imprescindible profesor.

“La vida casi siempre va por delante de las leyes, porque las leyes se hacen para poner en orden lo que ya está sucediendo en la realidad. Pero si la distancia entre lo que va delante y lo que va detrás se hace demasiado grande, hay un problema”.

“¿Desde cuándo no se actualiza la Constitución?”, pregunté. Por curiosidad, busqué luego el dato: la actual Constitución fue aprobada por referéndum el 24 de febrero de 1976. Ha sido reformada en tres ocasiones, en 1978, 1992 y 2002. “El problema no es solo desde cuándo”, aclaró Elsa: “El problema está en cuánto ha cambiado todo (y cuando digo todo, quiero decir todo) en los últimos diez años. Ustedes, los cineastas, se pasaron un montón de tiempo pidiendo una Ley de Cine, y que se legalicen las productoras independientes, y eso es anticonstitucional”. “¿Tú estás segura?” “Investiga”.

Hice la tarea esa misma tarde, y Elsa tenía razón. El artículo 53 establece que “la prensa, la radio, la televisión, el cine y otros medios de difusión masiva son de propiedad estatal o social y no pueden ser objeto, en ningún caso, de propiedad privada, lo que asegura su uso al servicio exclusivo del pueblo trabajador y del interés de la sociedad”. De manera que las productoras independientes no solo son “alegales”, como solíamos calificarlas, sino además inconstitucionales. Sin embargo existen, tienen una presencia pública, crean empleos, han generado en los años más recientes tantas o más películas que el ICAIC.

Puesto a revisar nuestra Constitución, encontré que, como dijo Elsa en aquella conversación, hay mucho que debe ser modificado, y asuntos esenciales que deben ser respetados.

Entre lo primero, por poner algunos ejemplos, la definición del matrimonio como “la unión voluntariamente concertada de un hombre y una mujer” (artículo 36), lo cual excluye que personas del mismo sexo puedan casarse, o las apelaciones a la igualdad de derechos de todos los ciudadanos “sin distinción de raza, color de la piel, sexo, creencias religiosas, origen nacional y cualquier otra lesiva a la dignidad humana” a las que debería añadirse “orientación sexual”, porque ya sabemos cuán arraigada está la homofobia en nosotros.

Otros preceptos deberían ser transformados porque la realidad ha impuesto la crudeza de lo inevitable. De acuerdo con el artículo 21, todo negocio privado que cuente con asalariados está desoyendo la Constitución, porque “se garantiza la propiedad sobre los medios e instrumentos de trabajo personal o familiar, los que no pueden ser utilizados para la obtención de ingresos provenientes de la explotación del trabajo ajeno”.

Pero esto lo leí y pensé después. El calor de mayo deshacía en pocos minutos la gracia de las Presidentes heladas, y beber de prisa y con hambre es arriesgado. Un platico con maníes tostados no hubiera estado nada mal.

“¿Y tú estás convencida de que hay derechos ciudadanos que han sido desconocidos o violados en estos años?”, le pregunté. “Varios, sin duda”. “Dime”. Elsa levantó la mano izquierda para ir contando: “Según la Constitución, todos los ciudadanos tenemos derecho a disfrutar de los mismos balnearios, playas, parques, círculos sociales y demás centros de cultura, deportes, recreación y descanso”, recitó mientras bajaba el dedo pulgar. “¿Te tengo que explicar que no siempre ha sido así? ¿Que a lo mejor todavía hay  algún lugar al que tú y yo no podemos ir?”. Le pedí que continuara. “Todos tenemos derechos a domiciliarnos en cualquier sector, zona o barrio de las ciudades y alojarnos en cualquier hotel”, bajó el índice. “El detenido o preso es inviolable en su integridad personal”, bajó el dedo anular. “La correspondencia es inviolable, incluyendo las comunicaciones telegráficas y telefónicas”, bajó el del medio. “Ahora habría que agregar Internet”. “Por supuesto”. “Y tú que siempre estás preocupado por la horizontalidad de las relaciones políticas, por la participación, hay un artículo, no recuerdo cuál, que dice más o menos que todos los trabajadores participan en la elaboración y ejecución de los programas de producción y desarrollo”. Lo busqué también más tarde: es el 16, en su segundo párrafo.

De un trago Elsa liquidó el tercio final de su cerveza. Ya la camarera había recogido mi botella. “¿Tú sabes cuál es el más grave, a mi juicio, porque es el que no se ha podido resolver en más de veinticinco años?” No imaginaba a qué se refería. “El trabajo es remunerado conforme a su calidad y cantidad. Que me paguen 500 o 700 pesos siendo universitaria, y que ese dinero no me alcance para vivir como Dios manda, es inconstitucional. ¿Qué te parece?”

“Hay que cambiarla”, afirmé: “No hay de otra”.

“Mira, para que entiendas”, dijo Elsa, “la Constitución es la Ley de Leyes. Si existe, hay que respetarla; si la realidad hace imposible que se le respete, entonces hay que transformarla. Tan simple como eso”.

“¿Y cómo vamos a hacer? ¿Con enmiendas hechas por la Asamblea Nacional? ¿O se convoca una Asamblea Constituyente, como en 1902? ¿Se lleva a discusión a nivel de CDR, de sindicatos, de núcleos del Partido y comités de la Juventud, pregunté.

“Me voy antes de que me sigas complicando la vida”, protestó Elsa: “Ni aunque me invites a almorzar me enredo yo en esa conversación a esta hora”.

Se levantó de su silla, me dio un beso, salió a la calle y se dispuso a detener un taxi. Súbitamente se dio la vuelta. “Me iba sin pagar, y tú no me dices nada”.

Salir de la versión móvil