"La del estribo"

Foto: Alex Heny.

Pasé a saludar a Rosendo antes de que termine el año y me lo encontré lo que se dice encendido. “Siéntate ahí”, me dijo, “para que escribas lo que me pasó”. Podía estar al borde de un infarto y lo obedecí de inmediato.
Estaba él en El Vedado y, como necesitaba comprar algunas cosas para la cena del 24 (su nieto pedía insistentemente turrón de frutas), decidió irse a la parada del P11, en G y 29, ruta que, suponía, cuenta con mejor servicio que la A58. Su plan era pasar por las tiendas de la Villa Panamericana antes de llegar a su casa, en Cojímar. Eran las 3:15 de la tarde.
Poco antes de las 4, ya ganado por la impaciencia, vio que a un costado de la rotonda que forma el monumento a José Miguel Gómez se parqueó un ómnibus pequeño, gris. “Es el expreso”, dijeron en la cola, y algunas personas fueron hacia allá. La conversación se expandió. Rosendo fue conociendo que se trata de un nuevo servicio, por valor de 5 pesos, que hace solo tres paradas: en el Parque de la Fraternidad, en el hospital Naval y en lo que llaman Micro X, en el extremo este de Alamar. “¿Y para qué nos sirve a los que vivimos en otras zonas de Alamar?”, dijo una señora, de acuerdo con el relato de Rosendo. Otra aseguraba que todas las tardes llegaban tres de esas guagüitas, y que “Aguantan el P11 en Carlos III hasta que estas, que son más caras, se llenan y se van”. Rosendo no pudo verificar que la señora tuviera razón, pero lo cierto es que llegaron dos expresos más. “¿Eso no es para los trabajadores?”, comentó señor, y uno rápido en los cálculos, dijo que ese precio era la quinta parte de su salario del día.
Eran las 4 y 10 cuando corrió la voz de que el inspector estaba mandando una de las guagüitas para que hiciera el recorrido normal. Rosendo alcanzó el penúltimo asiento, y viajó cómodo y con relativa rapidez hasta la entrada a la Villa Panamericana. Le pareció justo pagar 5 pesos por el servicio recibido.
“¿De qué te quejas?”, pregunté. Me hizo señas de que tuviera paciencia. Tenía la esperanza de que en el grócery (así lo llaman) de la Villa estuviera el turrón de frutas. Eran las 4 y 45 y un cartel avisaba que ese día, 22 de diciembre, cerrarían a las 4 y media. Rosendo, que no deja pasar una, logró preguntar por qué habían terminado a esa hora: “Tenemos un Consejo de Dirección”, respondió una empleada, y clausuró la puerta antes de que mi amigo pudiera seguir interrogándola: “¿Un Consejo de Dirección con todos los trabajadores? ¿En este horario?”, me dijo a mí, sin haberme ofrecido siquiera un vaso de agua.
Siguió bajando por la avenida central de la Villa. Fuera de La Palma había una pequeña cola. Dentro, dos personas. Rosendo, ya incómodo, quizás con la presión arterial por las nubes, tocó a los cristales. Un empleado que tenía en la mano papeles con cifras pidió que esperaran unos minuticos. “La compañera, que está sola, tiene que darle entrada a una mercancía que le acaba de llegar”. “¿En horario de atención al público?”, estalló Rosendo, y dio las espaldas, negado a escuchar más excusas. Ni en La Maya ni en Doñaneli estaba el turrón que su nieto quería. En esta última tienda, sin embargo, vivió el episodio final que quería contarme: fuera, dos mesas servían de sostén a basura y de comedero a un enjambre de moscas. En el jardín, “Si no había cien botellas de cerveza tiradas no había ninguna.”.
“¿Ya?”, le pregunté.
La mirada de Rosendo lo mismo podía estar esperando que me condoliera de su mala suerte que preguntando si me parecía poco lo que le había sucedido.
“No solo es poco, sino incluso puede ser ridículo para lo que cualquiera vive en un día en esta ciudad”, le contesté. “No me dice nada nuevo”.
Quedó pensativo. “Nuevo, lo que se dice nuevo…”, dijo por decir.
Desde que dejó de fumar, hará unos ocho meses, Rosendo calma la ansiedad chupando caramelos que él fabrica con azúcar derretida. Me brindó uno. Tenía un amargor extraño.
“Tú sabes que la columna de la semana que viene es la última que voy a escribir…”.
“¿Te regañaron?”
Tuve que reírme. Rosendo a veces se pone paranoico.
“Nadie, nunca. Si me regañan, me quedo. Y a la gente de OnCuba les estoy muy agradecido por el espacio que me ofrecieron”.
“Menos mal”, comentó.
“El problema es que anécdotas hay cientos, miles. Pero todas dan vueltas en el mismo lugar. Por ejemplo, lo que me has contado puede ser interesante, pero…”
“…casi nada funciona como debe, la burocracia avanza como el cáncer…”
“Con la cantidad de cambios que va a haber el año que viene, esto se va a poner bueno. O malo. Nadie sabe.”
“Nadie sabe. A lo mejor de vez en cuando vuelvo a aparecer.”
“Ahorita mismo, en la cola del P11, cuando se armó la discusión, otra señora dijo: ‘No hacen nada que sirva’. Ahí tienes lo que necesitas.”
Con Rosendo, la mejor estrategia es provocarlo: “¿Y te parece justo? ¿Tú crees de verdad que el gobierno jamás hace algo que sirva?”
“La cuestión no es si hace algo bueno de vez en cuando, o si lo hace siempre. A mi buen entender, lo primero que hay que recuperar es la confianza de la gente. Lo que importa es comprender por qué esas actitudes de indolencia, de desidia, de egoísmo, se han hecho tan comunes.”
“Por qué se han hecho sistemáticas, dije: “Pero tengo la impresión de que ya de eso escribí una vez.”
Rosendo no tiene Internet y cada dos o tres meses le llevo una memoria flash para que lea, en una vieja computadora que heredó de su yerno, materiales que le pueden interesar.
“Sí, algo dijiste. Pero ahora te estoy hablando de otro tema. Cuando te pedí que me oyeras este cuento, era porque necesitaba decírselo al primero que pasara. Pero también me hago la idea de que si tú lo publicas, eso va a llegar a alguna parte, y alguien va a leerte, a reaccionar y hacer que las cosas mejoren. Luego, mientras te lo voy contando, otra voz allá dentro se despierta y me dice: ‘Mira que eres comemierda. Si una de esas personas lee en la prensa lo que te pasó, su primera reacción va a ser ponerse a la defensiva, y la segunda, atacarte a ti, atacar a tu amigo, y a esa revista donde él publica…’ ¿Te das cuenta? Ya no tengo confianza.”
“Entonces, ¿para qué perder el tiempo machacando sobre lo mismo, y lo mismo, y lo mismo, si los dos estamos convencidos de que nadie nos va a hacer caso? ¿Para desahogarnos, nada más?”
“Tú lo escribes y yo lo leo”, se rió. “Así los dos nos hacemos la idea de que estamos haciendo algo para que este país acabe de enderezarse”.
“¿Sabes qué? Con todo esto voy a escribir la última columna, la del estribo. Como dicen los repentistas: Ya con esta me despido, al menos por ahora.”
“¿Te das por vencido?”
“Jamás.”

OnCuba se despide, con mucho agradecimiento y solo por ahora, del escritor cubano Arturo Arango, quien nos ha legado más de 60 textos en su columna «Entre comillas» desde junio de 2015. Hasta pronto.
 

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