Alejo Carpentier y la trascendencia del no hacer nada

“No escribo cosa alguna. Vida absolutamente vegetativa. Me sorprendo de mi propia pereza”, apunta en agosto de 1954.

Un periodo de inactividad vale tanto para Alejo Carpentier (1904-1980) como la jornada más productiva ante la máquina de escribir, que en su caso solía ubicar lo mismo al amanecer que al atardecer, según circunstancias. Esa fase, usualmente identificada en sus Diarios como “analfabetismo”, sucedía con cierta frecuencia, permitiéndole la entrada a temas colosales o haciéndole partícipe de pequeñeces que luego serían engrandecidas en sus novelas.

En tanto los libros regresaban de imprenta, pasaba semanas sin hacer nada que requiriera demasiado movimiento mental. Solía experimentar largas horas de absolutas pausas, como a la espera de algo, en suspenso y vegetando; con lo cual dejaba por sentado que nadie es erudito a tiempo completo, que los paréntesis mentales son necesarios para proseguir la verdadera actividad si acaso esta no lo fuera también.

“No escribo cosa alguna. Vida absolutamente vegetativa. Me sorprendo de mi propia pereza”, apunta en agosto de 1954, radicado en Caracas, mientras persigue la recepción internacional de su novela Los pasos perdidos. El libro le había obligado a sucesivas revisiones y ajustes que lo enfrentaban a la falsa idea de haber acabado la escritura una y otra vez. El trabajo estaba hecho y solo tocaba esperar.

Tiene ocupaciones distintas a la literatura, físicamente se siente más joven, pero Alejo Carpentier suele pasar semanas completas en “total analfabetismo”.

Semejante sensación llegaba a funcionar como la incubadora de la producción artística, porque, según anotaciones, al lapsus de aparente desconexión debe tanto el creador como al momento arduo dedicado a fraguar una obra.

Mucho antes, en sus reflexiones tras la lectura de Los cuadernos de Beethoven remarca la importancia del no hacer nada, al menos en apariencias. El compositor alemán “perdía el tiempo” sistemáticamente; pasaba largas horas en tabernas, acompañado por gente que no siempre estaba a su altura, y con las que gustaba de hacer chistes, comer y beber, discutir de asuntos de actualidad, música y mujeres hasta ser subyugado por el letargo y verse impulsado a regresar a casa.

Antes tamaña realidad- también histórica-, se preguntaba Carpentier, con la total experiencia de un hombre maduro que ha debido atravesar toda clase de dificultades, si acaso ese instante en que el genio de la música estaba “dormido” no era necesario para la lucidez del día siguiente.

En carne propia jamás había experimentado ese “analfabetismo” con tanta fuerza como en sus años de juventud. Después del éxito por haber sido el jefe de redacción más joven de América (20 años, revista Carteles, así contó en varias entrevistas) y salido de la cárcel donde estuvo siete meses, se había exiliado en Francia.

París le reservó meses sin hojear libro alguno; ni siquiera de amigo. Tampoco escribía. Simplemente se dedicaba a vivir acompañado por pintores intolerantes a conversaciones serias o a poetas que perseguían a amigos enfrentándolos a espejo para saber si eran fantasmas o acaso entes reales.

“Debo reconocer que fue la época más fecunda de mi vida”, advierte el escritor un día de enero del 52. Tomando en cuenta el criterio de los ocultistas, era cierto que en aquellos momentos parisinos de no lectura y escritura se encontraba “dormido”, aunque luego comprendió que, pese a esto, había estado viviendo una época fundamental: la de encontrarse a sí mismo y comprender lo que realmente quería.

El escritor, está a punto de cumplir cincuenta años y, en estos Diarios escritos entre 1951 y 1957 que fueron publicados en La Habana en 2013, reflexiona sobre la inercia intelectual a la cual, sin embargo, confiere total utilidad, aun cuando por momentos da la impresión de padecerla: “Estado vegetativo otra vez”, escribe un día. “Nuevamente analfabetismo”, apunta al otro.

Acabado de enviar el manuscrito de El acoso a la Argentina para una publicación en Losada que nada lo habrá de satisfacer se permite el lujo de no hacer nada sabiendo que nada tiene que hacer. “Como siempre, después de terminar con un libro, analfabetismo completo. No se me ocurre nada. No escribo nada. Hasta que hayan pasado unas seis semanas…y me vengan, de golpe, un libro totalmente construido a la cabeza.” Es marzo del 55.

Conversa con amigos. Anota lecturas, visita exposiciones, realiza apuntes sobre sexo, vida cotidiana, costumbres, arquitectura, estética, ideología y política, trozos proféticos algunas veces: “Solo la Desobediencia es fecunda; solo la Desobediencia es creadora. Cuando un hombre acepta un yugo de Partido, admite la retractación política, el Mea Culpa empieza a oler a sapo”.

Proyecta lo que será El siglo de las luces y realiza observaciones donde ratifica aquel salmo bíblico de que todo tiene su momento: “Si supiera la gente cuanto nos aburren, ciertos días, nuestros propios libros”.

Alejo Carpentier visita la playa, disfruta del agua helada, ve a dos chicas que hablan y ríen atisbándolo todo a la distancia. Quisiera saber qué murmuran. Daría lo que le pidan por saberlo.  Junto al mar ha escrito sus mejores historias. El reino de este mundo, los primeros capítulos, fueron trabajados en una ciudad costera del estado de Vargas, en Venezuela. Allí también comenzó a esbozar Los pasos perdidos.

“Apenas me veo en la orilla del mar las ideas nuevas bullen en mí”.  Un día, víctima de ese estado de analfabetismo, reparó en las maniobras de caza de los alcatraces, observó sus movimientos y ejecuciones antes de caer sobre el mar en busca del alimento. Así mismo quedará plasmado en El siglo de las luces, tal cual lo vio, y casi como lo apunta en el Diario.

Otra vez, recién cumplido los 47, estaba tendido al sol, desnudo a orillas de una piscina. Era diciembre y ese momento lo llevo a otro en que caminaba por las afueras de Madrid y lo sacudía una brisa seca. Entonces sintió una especie de borrachera del ser, un pico de felicidad, de antelación de sí mismo que no era más que una ratificación a lo ya explicado por Rilke.

Hay épocas de la existencia donde lo que hace un hombre no tiene importancia, pero todo contribuye a su crecimiento. Acaso fue como cuando Esteban, su personaje en El siglo de las luces, miraba aquel caracol, desnudo en la orillas del mar, lejos de la tripulación del barco que lo trasladaba, de la civilización y de todo.

También es su personaje “analfabeto” en el sentido carpenteriano, o como dijera el crítico literario Luis Harss del propio autor: “se dejaba llevar por el péndulo”. En ese instante, bastaba la conexión del individuo con el universo, ese otro viaje que permite algunas respuestas o la perpetua incógnita de la existencia.

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