Carmina, la cubana que entregó su voz a la poesía

Carmina Benguría perteneció a una familia acomodada y la declamación la hizo famosa. Salió de Cuba en 1961, recompuso su carrera en el exilio, pero murió casi en el olvido 60 años después.

Carmina Benguría en la celebración de su cumpleaños 91. Foto cedida por Manuel Sánchez Dalama.

Lo que en enero de 2011 había concebido como un viaje a Miami, tal vez no tan cargado de sorpresas, se convirtió para Manuel Sánchez Dalama (1951), escritor villaclareño residente en Vigo (Galicia), en una amistad apasionante de la cual germinaría la gran historia que ahora nos cuenta.

Fue entonces cuando conoció a un matrimonio que había dejado su buena marca en la cultura cubana, aunque para el momento en el cual los tuvo frente a frente vivían el recogimiento de una vejez solitaria, rodeados de gatos en un departamento de Kendall.

Se trataba, nada más y nada menos, que del gran escultor y dibujante cubano Roberto Estopiñán (de quien hablaré otro día en esta columna porque lo merece su obra y su vida, del Directorio Revolucionario a la diplomacia y de ahí al exilio) y de su esposa, a quien les presento hoy de la mano de Sánchez Dalama.

Carmina Benguría a los 20 años. Foto cedida por Manuel Sánchez Dalama.

Carmina Benguría es su nombre, una habanera que escogió ese ya raro oficio de promover la poesía desde la declamación. Por ello entabló amistad con poetas y políticos y recorrió decenas de países donde puso en alto el nombre de la Isla, una historia que conmovió a Sánchez Dalama hasta emprender la escritura de su más reciente libro: Solo el amor construye (Distrito 93, Granada, 2019).

La biografía se compone de testimonios gráficos y el relato en primera persona de una mujer cuya vocación, relaciones sociales y temperamento la convirtieron en testigo singular de la República y los primeros dos años de la Revolución.

El libro es efecto de las conversaciones iniciadas tras la muerte de Estopiñán, con 94 años, en enero de 2015. Entonces Dalama volvió a comunicarse con Carmina Benguría, preocupado por su salud. La anciana se hallaba ya ingresada en un hospital.

Carmina Benguría y Roberto Estopiñán, 2011. Foto cedida por Manuel Sánchez Dalama.

En ese momento se inició el profundo intercambio que proseguiría en vivo durante todo un mes: noviembre de 2016, en la residencia para ancianos donde vivió sus últimos años en un cuarto con baño compartido.

Del acopio de información y aquellas horas de intercambios salió este libro que nos trae de vuelta la espléndida vida de una cubana sensible y mimada, nacida en cuna rica bajo el cuidado de muchos ojos y que, en cambio, falleció sola, pobre y casi en el olvido en el Miami Jewish Home.

Lo dijo ella, y ha quedado en lo que también es su libro: “He conocido la riqueza y la fama, la pobreza y el olvido, el amor y la vanidad, la pasión y el desencanto, el dolor y la dicha, la amistad y el desprecio. Viajé por el mundo, amé al hombre que quise, llevé a muchas partes el mensaje de los grandes poetas, tuve amigos leales y aprendí lo que debía saber de la vida. ¿Qué más puedo hacer?”.

Carmina Benguría fue la hija de una familia acomodada. Su padre fue un calígrafo de reconocimiento mundial. Nació en enero de 1920, en La Habana, aunque su infancia transcurrió entre la capital y una residencia veraniega en las colonias de caña en el centro del país propiedad de su familia. La confiscación de esas tierras después de 1959 supone unas las razones para que ella y su esposo abandonaran la isla en 1961, pese a su “misteriosa relación” con el Che Guevara y al breve almuerzo con Fidel Castro.

Desde ese año, la existencia de Benguría pudo haber sido dominada por una lógica amargura. Debió recomponer su carrera, aunque antes de estar al menos cerca de lograrlo, transitó periodos en los que tuvo que desempeñar empleos comunes. En ellos, dada su inexperiencia, mal se desenvolvió. Malogró así lo que pudo haber sido una oportunidad para los difíciles momentos económicos que atravesaba.

A diferencia de otros exiliados, el corazón de Benguría no parecía albergar odios o rencores por un hecho que le trastocó la existencia para siempre, y razones tuvo de sobras para amargarse: perder estatus, casa, amigos. Su consuelo era un axioma con el que justificó hasta el final su propio éxito: “Nada sucede por casualidad, por lo menos así pienso yo. A la tierra se viene a aprender o a repetir lo que antes hiciste mal. Es una ley de la vida, el karma”.

Esta lectura da por entendido que fue una mujer signada por la espiritualidad y una niña casi malcriada y temperamental, a quien sorprendía la naturaleza salvaje revelada cada verano en el campo. Lo descubierto allí lo ponía en práctica en el Parque Maceo, donde, según le contó a Sánchez Dalama, todos los niños vecinos, sin importar procedencia social, se juntaban para gozar en igualdad de condiciones de la virtud de la infancia.

En esos intercambios, o parece haber sido allí, aprendió que no existen diferencias en esta “humanidad”, convencimiento que a la larga la conectó con la obra de José Martí hasta volverla una martiana ferviente. No solo recitó los versos del Apóstol y protagonizó homenajes a su figura en todo el mundo, sino que afirmaba ya en el final de sus días que seguiría proclamando a Martí donde quiera que alguien quiera oírlo, porque “más que una vocación, lo considero un destino”.

“Martí, su enseñanza, es todavía hoy la salvación de la nación cubana”, dijo una vez Carmina Benguría a Manuel Sánchez Dalama.

Lectora de los clásicos desde la adolescencia, sentía especial interés por Wihtman, Tagore y Martí. Una frase de George Orwell fue otro de sus preceptos: “Si libertad significa algo, será sobre todo, el derecho a decirle a los demás lo que no quieren escuchar”. Ese pensamiento distinguió su destino, tanto en la Isla como en Nueva York, donde vivió 40 años codeándose con los más notables cubanos del exilio, o en Miami, donde murió y poco antes algunos amigos trataron de recuperar su nombre, de ubicarla otra vez en la Cultura cubana.

Carmina Benguría durante sus años de residencia en Nueva York. Foto cedida por Manuel Sánchez Dalama.

Apenas tenía 17 años cuando, a regañadientes, acompañó a sus padres a la Universidad de Columbia. Allí declamó por primera vez para un público selecto que celebró su talento. A la vuelta ofreció su primer recital en el entonces Teatro Nacional de La Habana, mientras recibía clases de ballet en la sociedad Pro Arte Musical, aprendía idiomas y música. Estudió Derecho Diplomático y Consular en la Universidad de La Habana.

Para su segunda presentación en el Teatro Nacional, en octubre de 1938, Gabriela Mistral visitaba La Habana. Atraída por lo que entonces se comentaba de la chica declamadora, asiste al teatro para conocerla. Después del recital, Mistral se acercó al camerino, lo que dio pie a una amistad que pondría en contacto a la cubana con intelectuales de España y América, como Alfonso Reyes, quien le abrió las puertas de México. Amiga de Jorge Mañach, celebrada por Camila Henríquez Ureña, desde entonces su reputación comenzó a fortalecerse.

Viajaba por Latinoamérica y Europa, frecuentaba estaciones de radio, fomentaba amistad con los poetas a los que su voz servía de promoción: desde Manuel Ballagas a José Ángel Buesa, pasando por Mariano Brull, Dulce María Loynaz, Nicolás Guillén e incluso otros declamadores como el propio Luis Carbonell. Algunos de ellos mantuvieron comunicación con ella, aun cuando ya se había marchado de la Isla.

Desde muy joven recibió decenas de grandes premios. En 1947 le fue entregada la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes, junto con Alicia Alonso y Dulce María Loynaz.

Carmina Benguría falleció en la noche del 14 al 15 de octubre de 2017, cuenta Manuel Sánchez Dalama en este libro que es mitad suyo y mitad de una mujer fascinante cuya muerte apenas tuvo repercusión.

Probablemente su cuarto en el Miami Jewish Home fuera pronto ocupado por otra anciana, como mismo la ropa pasó rápido en donación a centros de caridad. Las pocas pertenencias suyas que aún existen se encuentran, dicen, dentro de una maleta de cartón que, en un pequeño garaje de Miami, alguien hizo el favor de guardarle.

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