Cien años con Oscar Hurtado: platillos voladores en tiempos de Revolución

"Tuvo un ídolo: Martí; un símbolo: La seiba; un propósito: saber.”

Oscar Hurtado, sf. Foto: Cortesía del autor.

El escritor cubano Oscar Hurtado alcanza cien años este 8 de agosto. No ha sido popular más que entre algunos cubanos creadores o interesados en la ciencia ficción, pues padeció la mala suerte de desvanecerse tras la impresión de un libro excluyente llamado Diccionario de la Literatura Cubana (1980).

Poco antes de su extinción literaria había muerto de verdad, olvidado en el asilo de Santovenia un día de enero de 1977. El gran cuerpo suyo se encontraba allí por incesantes gestiones de su viuda, la periodista, escritora y humorista Évora Tamayo, cuyas solicitudes al poeta Ángel Gaztelu dieron pie a que la institución del Cerro acogiera al escritor, entonces con mente decadente debido a la enfermedad.

Ahora mismo no registro si en algún periódico le dedicaron un obituario, pero el poeta Manuel Díaz Martínez lo tuvo presente y en La Gaceta de Cuba resumió de forma sensible la vida de quien había muerto a los cincuenta y ocho años: “Hijo de pescador, nieto de vampiro, biógrafo de Sherlock Holmes, fantasma lunar, historiador de Marte, tripulante de Cobadonga, fabulador del Prado y cosmonauta en tierra (…) Tuvo un ídolo: Martí; un símbolo: La seiba; un propósito: saber.”

Foto: Cortesía del autor.

Una de las últimas actividades que se le vio hacer a Hurtado fue encarnar a un juez en cierta película de Titón. De ese modo, camuflado en el personaje de otro tiempo, los lectores encontraron al escritor que tal vez ni recordaran. Según me confesó un día Évora Tamayo, el rodaje de Una pelea cubana contra los demonios (1972) ofreció una de las últimas alegrías profesionales a quien había tenido vivencias contundentes pocos años antes.

Fotograma de “Una pelea cubana contra los demonios” de Tomás Gutiérrez Alea (1971).

Luego de volver a La Habana desde Nueva York junto a su entonces esposa, la actriz Miriam Acevedo, el quehacer periodístico y editorial habría de resultar notable para Oscar Hurtado a pocos meses de enero del 59. Fungió como articulista, corresponsal, traductor y editor. En el magazín Lunes de Revolución logró amigos y llegó a convertirse en uno de los pilares hasta su cierre, en 1961, hecho que, debido al trasfondo político que encerraba, de alguna manera acabó siendo una condena para él.

Hurtado escribió en Lunes sobre todos los temas que le interesaban, desde el ajedrez (Capablanca era el Mozart cubano, decía) hasta la Literatura, pasando por la biografía de científicos (Felipe Poey) y pintores (Roberto Diago). Llegó a describir el auge de las pandillas juveniles en Nueva York o a mostrar su concepción estética en decenas de ensayos sobre pintura y escultura.

Del mismo modo resulta decisiva su faena en la editorial del periódico Revolución que llevaban adelante los de Lunes. En ella creó y cuidó importantes sellos, para promover la ciencia ficción y el policial (Dragón), la poesía (Fénix), así como la prosa, el teatro, el ensayo breve y la crítica literaria –mejor si había en todos una cuota de humor (Cuadernos R).

En el lapsus de cinco años había publicado toda su obra en la misma editorial: La Seiba (1961), Cartas de un juez (1963), La Ciudad Muerta de Korad (1964) y Paseo del malecón (1965). De igual modo habría de dejar su pensamiento en libros rotundos como Pintores cubanos (1962) o en el prólogo de Cuentos de ciencia ficción (1969) donde plasmó la frase: “la ciencia ficción es la literatura de la posibilidad, es decir, la poesía misma”.

Cubierta de “Cartas a un juez” con diseño de Raúl Martínez.

Uno de sus artículos olvidados  fue el que, junto a los de Heberto Padilla y Luis Rogelio Nogueras, publicó El Caimán barbudo a propósito de una novela de Lisandro Otero. Esa edición dio pie a la famosa polémica que adelantó la más rotunda ruptura entre los intelectuales y el poder político en la isla y en ella Hurtado dejó correr la frase de que “el pecado original de la mayoría de los escritores cubanos era no tener nada inteligente que decir”.

Burlándose de la literatura hueca y aburrida, refutaba la idea en boga de “educar al pueblo” para que así apreciara mejor una obra de arte o, supuestamente, disfrutara a plenitud de la literatura. No lo pensaba dos veces a la hora de aseverar que “educado o sin educar, el pueblo no leerá a un autor aburrido.” Además de ser ameno, las únicas condiciones necesarias que veía para no serlo eran las de tener algo que decir y saberlo decir bien.

Tras la exclusión de su nombre junto a la de otros escritores cubanos en aquel pobre diccionario, no fue hasta 1983 cuando la editorial Letras Cubanas hizo justicia publicándole otro libro. En la introducción, una de sus grandes admiradoras, la escritora Daína Chaviano, recordaba que ningún otro escritor había contribuido tanto al arraigo de la ciencia ficción en Cuba como él, y marcaba 1964 como el comienzo del género en la isla al editarse en Ediciones R los libros: ¿A dónde van los cefalomos?, de Ángel Arango, y La Ciudad Muerta del Korad.

Página de La Ciudad Muerta de Korad. Diseño Raúl Martínez.

Con La Ciudad Muerta de Korad, Hurtado había dado pie al género de los platillos voladores y guerras intergalácticas en una isla de románticos, simbolistas, parodiadores, barrocos y realistas. Dicho texto fue dedicado a los 50 años de Virgilio Piñera y a los Bakers Street irregulars, dando por sentado así el valor dado por él a la amistad y su certeza ante Sherlock Holmes, porque “a un verdadero lector no le interesan Conan Doyle o Cervantes; le interesa Sherlock Holmes y el Quijote”.

En ese momento el autor tenía 45 años (“ha llegado a una edad que constituye un punto equidistante entre la infancia y la vejez”, escribe de sí mismo) y era ya conocido por su firme defensa de la vida extraterrestre. Decía conocer comandantes de la Revolución que habían visto platillos voladores y dosificaba la difícil realidad cubana con juegos de ajedrez, grandes comilonas cuando se podía, tertulias con amigos y lecturas de obras como las de Shakespeare o Antonio Rivera y su conocida Platillos volantes ante la cámara.

Oscar Hurtado. 1966.

En el prólogo  de La Ciudad Muerta de Korad dejó por sentado su derecho a ofrecer una poesía diferente. No creía que el poeta debía ser un testimoniante, aunque, no dejaba de serlo incluso desde la ciencia ficción, porque “los luminares que forman parte del paisaje natural del hombree: el sol, la luna y las estrellas que coronan su cabeza” eran parte inevitable de ese testimonio.

Nada escapa al hecho poético, avisaba él, dado que “la poesía es lo contrario de la religión: no se arrodilla ante ningún altar, contenga este un dios, un ídolo o un héroe semidivinizado”.

Hurtado también sería de los primeros en contraponer la grandeza de algunos símbolos cubanos. Eligió la seiba (con ese debía de escribirse parta enmendar el error sempiterno de la Academia) por sobre la palma real, ícono cultural e ideológico de la Cuba de todos los tiempos.

Para él, ya desde la primavera de 1946, era la seiba un elemento poético digno de los dos sonetos con los cuales hizo su estreno en la literatura cubana, veinte años antes de publicado y compuesto en su forma final el poemario dedicado íntegramente al árbol sagrado de los orishas.

Oscar Hurtado y Évora Tamayo, sf. Foto: Cortesía del autor.

Orígenes le abrió las puertas a sus 25 años. A la sombra de Lezama Lima y Rodríguez Feo publicó sus primeros versos y ensayos críticos. Desde entonces, nació su admiración por los poetas del grupo. Incluso años después no dudó en defender a Lezama cuando algunos muchachos de Lunes quisieron hacer borrón y cuenta nueva: “Muchos detractores ha tenido Lezama; pero ninguno lo ha hecho mejor. Ni tan siquiera igual.”

Nosotros los poetas no somos nadie, escribió Oscar (González) Hurtado alguna vez desde su sabia sencillez e inmensidad extravagante, mirando el mar por su balcón del Vedado o afincado en cualquier viejo banco de la UNEAC: hacemos lo que hacemos y no hacemos nada. Cualquier cosa nos viene bien y cualquier cosa es mucho, remató y, después, aprovechando la distracción de los presentes, allí mismo debió evaporarse.

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