“Cogerle la vuelta al sistema”

"Los sobrevivientes", de Titón, es una parábola de cuanto sucede en una sociedad que quede a expensas del aislamiento.

"Los sobrevivientes" (1979). Foto: revistafilm.com

El filme Los sobrevivientes de Tomás Gutiérrez Alea, Titón (1928-1996) me coloca siempre ante las mismas cavilaciones, porque más que una comedia de evidente y titoneano humor negro me parece una dura y perseverante sátira, la poderosa parábola sobre cuanto sucede en cualquier sociedad que, por alguna causa, propia o externa, voluntaria o forzosamente impuesta, quede a expensas del aislamiento.

Dicho filme, el séptimo en la carrera de Titón, ha llegado a sus 40 este año. El estreno fue el 6 de enero de 1979 y, si no ocurrió antes, fue debido a algunas postergaciones ajenas a su voluntad, según deja dicho en cartas destinadas a amigos o autoridades del Icaic, como el propio Alfredo Guevara, quien para entonces era todavía el presidente del instituto.

Esa correspondencia fue recogida en el libro Titón. Volver sobre mis pasos (Unión, 2007), recopilación realizada por Mirtha Ibarra, actriz y viuda del cineasta. Tan revelador documento tuvo una edición crítica en 2018 y por ella he vuelto a releer los testimonios de aquellos tiempos.

Supe que el rodaje de Los sobrevivientes debió haber comenzado a principios de 1977, pero no fue hasta el año siguiente cuando las condiciones estuvieron dadas para concretarlo. Los planes suscritos por el Icaic habían sido alterados debido a que los recursos se pusieron inesperadamente a disposición del director Miguel Littín, llegado a La Habana para filmar una producción inspirada en la novela de Alejo Carpentier de la cual toma también el nombre: El recurso del método.

Por suerte, en enero de 1978 el equipo puso manos a la obra y así dio inicio a la ejecución de otro de los filmes inolvidables en la cinematografía cubana y que engrosa la magnífica obra de Gutiérrez Alea; una película también cargada de asombrosas anécdotas que enriquecen y agigantan su mitología.

Los sobrevivientes cuenta la historia de una familia burguesa, los Orozco, que, espantada por el triunfo de la Revolución decide replegarse en su quinta habanera hasta que el nuevo gobierno finalmente caiga. La historia tiene por germen el relato “Estatuas sepultadas”, incluido en el libro Tute de reyes del escritor cubano Antonio Benítez Rojo (La Habana, 1931-Massachusetts, 2005).

Con el libro, Benítez Rojo mereció el Premio Casa de las Américas haciendo un magnífico debut en las letras cubanas. El autor ha dicho en entrevistas que Titón, con quien trabajaba en otro proyecto, solo quiso tomar la idea de su cuento, y de ese modo le encomendó el guion cinematográfico, cuyo argumento fue enriquecido también por el pintor Constante (Rapi) Diego y la fotógrafa e investigadora María Eugenia Haya, esposa del director de fotografía del filme, Mario García Joya, gran amigo de Titón.

La colaboración tanto de Rapi Diego como de María Eugenia parece haber sido tan estrecha que ambos resultaron vitales a la hora de convencer a la propietaria de la finca Santa Bárbara, lugar elegido para filmar. No era una persona cualquiera, y quien haya visto la película comprenderá que tampoco se trata de cualquier residencia. De hecho, por su importancia cultural, histórica y arquitectónica acaban de declarar Monumento Nacional a lo que desde hace tiempo es la sede de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano.

Cuenta Mirta Ibarra que cuando rastreaban sitios donde desarrollar la historia de la familia Orozco, dieron “por casualidad” con esta increíble finca ubicada en La Lisa. El aspecto arruinado, remarcado por la vegetación que se iba adueñando de todo, así como los 32 perros que encontraron dentro, le dieron el ambiente fantasmagórico que encantó a Titón.

Resulta que allí residía la poeta Flor Loynaz, hija menor del general de las guerras de independencia Enrique Loynaz y hermana de la escritora y Premio Cervantes Dulce María Loynaz.

Flor tuvo una vida increíble, pero (lamentablemente) no era la suya la que estaba contando Titón, aunque fue Dulce María quien, a la hora de firmar el contrato con el ICAIC para el uso de la residencia, viendo el título de la película, irónicamente se vio impulsada a exclamarle: “Oye, Flor, Los sobrevivientes. Esas somos nosotras.”

Además de haberse rodado el filme en la magnífica residencia de los Loynaz, en la película aparecen los borzois de Ramón Mercader, el hombre que había asesinado a León Trotsky y que en esos momentos se encontraba refugiado y de incógnito en La Habana. De modo que, aunque no se le vea, también el anti-Trotski debió estar merodeando entre actores y cámaras mientras el equipo se concentraba en lo suyo.

Todo esto forma parte del mito añadido a una cinta ya mitológica y adelantada a los tiempos que nos han tocado vivir como cubanos. Porque, aunque la familia Orozco dentro en su increíble mansión se preparaba para resistir, el tiempo pronto les pasó la cuenta dado que lo único que caía o decaían eran los suministros para mantenerse con vida y clase. Esa precariedad los forzó a buscar alternativas de resistencia (“Después de todo resistir tiene su encanto”, dice el más bebedor de la familia, Julio-Vicente Revuelta) previo a que involucionen a un completo estado de locura y barbarie.

Es así como en el argumento se justifica la aparición de uno de los personajes que a mí más me han interesado del filme. Lo vemos después de que Vicente Cuervo –el apoderado de la familia interpretado por Reynaldo Miravalles– tiene un increíble alumbramiento. Ante las nacionalizaciones y expropiaciones, ante la presión de “los comunistas allá afuera”, delante de Sebastián Orozco, el marqués y cabeza de familia que encarna Enrique Santiesteban (¡y hay que ver el tono y los gestos de Miravalles al decirlo junto a la ventana!) propone “hacer negocios en sus narices”.

Para los negocios nadie mejor que Pepe Antonio (bautizado como el héroe que defendió La Habana durante la invasión inglesa), el más hábil de todos los que asoman por allí. Entonces se desmonta de un camión con mercancías hasta el tope, y vistiendo guayabera, en su lenguaje tan propio del habanero de hoy, dice: “Misión cumplida. Aquí están las facturas y ahí está el fenómeno”. “¿Lo trajiste todo?”, pregunta Cuervo. Y Pepe Antonio contesta feliz: “Hasta el pesca’o pa’l gato traigo ahí”.

PELÍCULA Los sobrevivientes

Carlos Montezuma encarnó a Pepe Antonio, y de alguna manera ya había probado este tipo de personajes truhanescos, los verdaderos sobrevivientes en situaciones de carestía por astutos y vivos. Los cubanos conocían desde 1955 su Ñico rutina, personaje de San Nicolás del Peladero.

La actuación de Montezuma brilla entre la estela de grandes actuaciones con las que cuenta este filme, y su personaje se adelanta a los tiempos en esta escena con Miravalles. Porque cuando este, en el papel de Cuervo, le pregunta si tuvo algún problema con hacerse con la mercancía, Pepe responde que no podría tener un problema jamás, porque, “Óigame, aquí el asunto es cogerle la vuelta al sistema”. Y en su acento vivo y moderno remata: “A mí lo mismo me da el capitalismo, que el socialismo… ¡cómo si vuelve el feudalismo!”

De todos los personajes de este filme, quizás el que más haya proliferado en la Cuba actual sean los Pepe Antonio. A ninguno de los otros se les ve en las calles tanto como a este, usando su mismo tono, con su misma jerga de astucia y picardía, siempre adecuándose a la circunstancia, la mejor fórmula para sobrevivir, o sea: resistir.

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