Cuando emprendas el viaje a Ítaca…

De cómo los cubanos aprendimos a echar el capitalismo en una misma valija.

Foto: Pxhere.

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Recién he estado en contacto con familiares o amigos que van o regresan de Cuba y he vuelto a reparar en el asunto de nuestros cargamentos. El pensamiento primero de cada uno de ellos a la hora de viajar no parece estar ocupado en si el recorrido al aeropuerto será a determinada hora, en el tipo de avión donde viajarán o en la duración de su vuelo. La mente y las energías se concentran en el equipaje.

Vivamos en Miami, Sao Paulo, Madrid, Montevideo, Nueva York, Qatar, Luanda o Buenos Aires, llegada la hora del viaje a Cuba nos une el mismo dilema, esa inevitable interrogación agobiante, la causa que a cualquiera pone dubitativo al pie de la puerta, abriendo el maletero o en el instante de posar los bártulos sobre la pesa: ¿Tendrán sobrepeso mis maletas?

Desconozco si a otros mortales les sucede, y hasta pongo en duda que cualquier terrícola se encuentre tan embrollado a la hora de comenzar un viaje como el cubano.

Pareciera una especie de conjura contra el arte de empacar que intentan vender los de Louis Vuitton. En nosotros, se rompen todos los pronósticos incluidos en el manual universal para viajeros. Nada se compara con el antipoético instante de someterse a ese proceso de clasificación donde cada artefacto, por minúsculo y prosaico que parezca, cobra una inusitada importancia en el equipaje, no tanto para uno como para los demás.

Porque, cuando emprendas un viaje a Ítaca, amigo mío, sobre todas las cosas ruega por que las maletas sean grandes (aunque… ¡ni tan grande que superen el peso limitado por la aerolínea, ni tan sobresalientes como para atraer la vista de los funcionarios aduaneros!), que en ellas quepa todo lo que envían amigos y parientes, familiares cercanos y conocidos de los amigos: desde las medicinas a las conservas, de los pantalones a las sábanas de algodón y enseres caseros, cremas faciales o el yogurt.

En mi caso, y para colmo, nunca he logrado organizar mis valijas con antelación. En semejante faceta del viaje padezco también el finalismo, y junto a las ansias de “llevarle algo a todos” termino exhausto y luego excedido… por diez o doce libros, lo cual, al menos en mi caso hasta hoy, logra entenderse en La Habana, donde suele discutirse más si la abundancia es, digamos, de envases con queratina –cosa que, sin embargo, también he llevado a cuestas.

Esta incapacidad mía para completar valijas se debe a que elegir lo que irá en su interior y ocuparlas no es nunca un hecho individual y, mucho menos, privado. Hacer las maletas es un proceso colectivo que, de repente, para que tenga verdadera trascendencia, necesita de los otros, como si escribiéramos un poema surrealista donde cada verso es importante en el resultado.

Mi experiencia, en cambio, es suficientemente antigua. Cualquiera pensará que, dado que uno vive allende los mares que es solo ahora cuando se debate en el tamaño de los bultos. Y, no. Desde mis viajes primeros dentro de Cuba, ya me inquietaba, cuando tuve la primera conciencia de haber sido un mulo de carga familiar, o, lo que no es precisamente lo mismo: un verdadero mulo de carga para t-o-d-o el ecosistema circundante.

Bastaba verbalizar la intención de trasladarme a una alejada localidad para que florecieran los encargos. Llegado a destino debían esperarme dos o tres personas por la abundancia de paquetes. El mulo que fui no encontraba espacio para sí en sus maletines para tantos víveres y compromisos ajenos. No obstante, si la ida era una aventura inolvidable e irrepetible, como el de Odiseo mi regreso parecía hecho para ser contado por el mismísimo Homero.

Desde mi casa en Holguín salía atestado de frutas, legumbres, carnes y vegetales; pero, de regreso, pongamos que desde la Habana, volvía con cargamentos de espaguetis y latas de carne extranjera; destornilladores, juegos de llaves mecánicas adquiridas en Feíto y Cabezón, bombillos y tuberías salidas de Fin de siglo. Era yo todo un comercio ambulante que no se podía recrearse con paisajes de vuelta, sobre todo si lo hacía en tren, especialmente -y no sé por qué – al detenerse en Camagüey.

Cuando empecé en estas lides de cargar fardos sumamente pesados era un adolescente provinciano. Entonces se llevaba maletín, unos prehistóricos de vinil siberiano, anteriores a los gusanos de nailon y poliéster, que fueron la perdición del cubano en los años de la peor crisis, cuando los que salían vieron la oportunidad de echar el capitalismo en una misma valija.

La diferencia de aquellos viajes interprovinciales a estos internacionales radica solo en el medio de transporte y en la diversidad de nuestros paquetes, en el empaque de los productos, en los productos mismos cuya calidad es variable y también inaudita para quienes no han salido aun.

En algunos lugares la carga incluso es el motivo del viaje. La gente vive para viajar, no como simple turista, porque no solo de turismo vive el cubano. Tengo amigos que han comerciado su equipaje en un negocio que denominan: “vender las libras”. A unos ocho dólares se paga; depende de la agencia, del trámite y el tramitador.

Ese negocio es común en Miami, en Ecuador; pero acá, más al sur, en Argentina, por lo que corresponde a mi experiencia y a la de los más cercanos, cargamos siempre con paquetes sin ganancia económica alguna: somos mulos inocentes, desprendidos, verdaderos Mulos Nuevos.

Hoy los modelos se han modernizado, pero el objetivo sigue siendo el mismo. Porque no importa dónde radique el cubano: su destino, sino, razón de ser o cruz es cargar lo que sea y cualquiera sea su dirección. La respuesta de las autoridades aduaneras y políticas en la isla debería de ser, por humanidad y no solo por normas internacionales, facilitarles esa carga.

La extendida carencia nos ha llevado a necesitar perennemente algo que nunca se encuentra en el sitio donde estamos. Tal vez por eso la constante necesidad de llevar bolsos, mochilas, maletines y maletas a punto de reventar. No alcanzan el espacio o los kilogramos permitidos para el universo de sabores y sentimientos que queremos trasladarles a familiares aislados y ajenos al color del resto del mundo.

También está lo contrario: ningún empaque puede almacenar los sabores que uno quisiera llevar consigo para no perder la memoria; o tal vez, increíblemente, sintamos la vana intención de olvidar, tan rápido y tanto como la extensión de nuestra carga.

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