De cuando los cubanos se casaban en masa

Para algunos el matrimonio se trata de una importante y convincente unión de por vida, para otros, una oportunidad.

Foto: Pxhere.com

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Este domingo serán diez años sin John Updike (1932-2009). En muchos sentidos he ido envejeciendo junto a su Harry Angstrom, alías Conejo, protagonista de cuatro de sus novelas memorables (Corre Conejo, El regreso de Conejo, Conejo es rico y Conejo en paz), dos de ellas laureadas entre los años ochenta y noventa con los premios Pulitzer y el National Book Award.

Tenía yo más o menos la misma edad de Conejo cuando supe de Updike, leyendo sobre la época en que, atormentado por los adeudos y el contexto nacional, el personaje se había largado de su casa dejando atrás a una mujer ex alcohólica y a un hijo pequeño: “Desde cierta perspectiva, lo más aterrador del mundo es nuestra propia vida, el hecho de que sea nuestra y de nadie más”.

Después aumenté mis lecturas y advertí que pocos escritores han escudriñado con tanta franqueza las relaciones de pareja como Updike, quien, por cierto, tiene otro libro cuyo título es únicamente: Parejas, y donde el centro del conflicto queda sustentado en el intercambio sexual, práctica con la cual durante la década de los sesenta algunos matrimonios rompieron la rutina de un pueblo ficticio ubicado en el noreste de los Estados Unidos.

Pero, con la serie de novelas sobre Conejo, Updike explora larga y minuciosamente las felicidades y angustias de una pareja norteamericana de clase media. El matrimonio de Harry Angstrom y Janice Springer puede ser, esencialmente, como cualquiera de los que haya conocido uno; incluso, alguna mínima coincidencia encontraría cualquiera de nosotros en él.

El tema de las parejas y su eterna lucha por esquivar las rutinas, las crisis económicas como trasfondos de sus desempeños sexuales, el intríngulis de la familia y las universales disyuntivas impuestas al interior de una vivienda resulta una recurrencia en la obra de quien también fue un crítico literario, ensayista y poeta de primera.

Debido a las múltiples reflexiones que produce la lectura de cualquier novela de Updike, especialmente las conectadas con el asunto del matrimonio, las parejas y el contexto social donde se ubica su conflicto, acabé preguntándome si nosotros, los cubanos, actuábamos de la misma manera que los norteamericanos en temas concernientes a la privacidad.

¿Se habría ido Conejo de la casa un día o también ese día se habría largado del país?, ¿habría preferido divorciarse de Janice sin que la separación resultase traumática para ellos y para el muchacho?, ¿aceptaría que su mujer disfrutara con sus amigos cercanos y así mismo él estaría dispuesto a gozar de las mujeres de estos?

Por suerte o desgracia resolvemos cualquier inconveniente de maneras parecida, pero como estamos en el Caribe la creatividad se dispara. No hemos roto la rutina solo a través de un danzón. La historia ha logrado que uno se ría de cualquier cosa, nos ha obligado a destrozar las tradiciones con una sonrisa o a reinventarlas desde la más estremecedora formalidad.

Volviendo a ese asunto de tanto interés en la literatura de Updike, al “núcleo fundamental de la sociedad”, la familia y su germen, dudo que en algún pueblo de Estados Unidos el matrimonio haya alcanzado las connotaciones que durante los años noventa tuvo en Cuba o que, incluso, sigue teniendo todavía.

Para algunos se trata de una importante y convincente unión de por vida, el anhelo de alguien desde la etapa escolar; para otros, no pasará de ser un mero trámite burocrático o, por otro lado, un rotundo y redondo negocio: la oportunidad de saltar el charco o superar las carencias, por muy distante y helado sea el barrio de la posible paternaire.

Probablemente hayamos sido el único lugar donde la privación empujó a la gente a formar larguísimas colas; no a las puertas de los mercados, sino en los palacios de matrimonio. De hecho, hubo días en los que alguna de estas instituciones registró más de cincuenta o sesenta casamientos a la vez.

Tengo una amiga, Marly Heredia, que realizó su trabajo de licenciatura para egresar del Instituto Superior de Artes en medios audiovisuales sobre el tema. Matrimonios S.A, documental escrito junto a Luis Alberto Fernández, recoge lo que es ya una de las muchas invenciones de los cubanos durante el periodo especial.

El hecho de hacer del casamiento legal un negocio es tan antiguo que dudo esté recogido en un solo mamotreto, aunque, esto de que haya sido beneficio fugaz en el que, algunas veces, los integrantes ni siquiera se habían visto la cara, o acaso se la vieron en la cola del lugar donde iban a firmar, debe ser un fenómeno puramente propio de la Isla.

Tengo familiares cercanos que planearon conseguir un respiro económico mediante el método descrito en el documental. Mucha gente, demasiada gente diría yo, formalizaba una unión, o inventaba una en menos de tres minutos con el único propósito de acceder a ciertos productos para luego revenderlos en el mercado negro.

Un cake, cinco cajas de cervezas, ropas o perfumes, el papel con la autorización para entrar a un hotel, todo eso representaba algo más que oro molido; encarnaba la oportunidad inigualable de probar algo diferente, de ir a donde no se iba nunca, de reunir capital en momentos en que hacía falta una fortuna para acceder a cualquier artículo -de encontrarlo. Si casarse entonces significaba un privilegio, mucha gente lo aprovechó.

El fenómeno nuestro no tiene comparación. Ni antes ni después de una crisis cubana la gente desmintió tanto el principio bíblico, porque el hombre unió y separó como le resultara beneficioso y pudiera hacerlo.

Desde hace tiempo se registran unos 59 mil casamientos anuales en Cuba; pero, en la primera década de los noventa, y según la Oficina Nacional de Estadísticas, las cifras fueron tremendamente elevadas, alcanzando niveles inauditos como sucedió en 1992, cuando 191 mil 429 personas formalizaban una relación, la mayoría buscando el beneficio material que les garantizaba el Estado.

John Updike describe el conflicto de las parejas de clase media en sus novelas otorgándole gran importancia al sexo; pero, contradictoriamente al ardor nacional, para muchos de estas parejas cubanas, unidas legalmente por unos pocos productos en aquellos tiempos de nada haber, el sexo llegó a ser lo de menos.

De qué clase eran todas estas personas entre las que había padres e hijos, adolescentes y veteranos, religiosos y ateos, militantes y herejes; de qué clase era yo mismo que fui testigo del hecho, lo celebré, y tal vez hasta disfruté – de la clase trabajadora, supongo.

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