Dulce María Loynaz prefiere la risa

El 4 de noviembre de 1992, la escritora y poeta cubana Dulce María Loynaz ganaba el Premio Cervantes, distinción que recibió al año siguiente. Aquel discurso, que no pudo leer con su voz, estuvo centrado en la capacidad de una obra (El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha) para hacernos reír en circunstancias adversas y pese a su antigüedad.

La escritora cubana Dulce María Loynaz durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, en abril de 1993. Foto: rtve.es / Archivo.

La escritora cubana Dulce María Loynaz durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, en abril de 1993. Foto: rtve.es / Archivo.

Un hombre anuncia que el Premio Cervantes 1992 es para doña Dulce María Loynaz. Cuando acaba se escuchan los aplausos. La cámara abre el plano y se descubre a un edecán moviendo el micrófono hasta los dos asientos que hay a la izquierda. Uno, el del extremo, lo ocupa ella.

Dulce María Loynaz, la hija mayor del general Enrique Loynaz del Castillo y María de las Mercedes Muñoz, el último eslabón de una estirpe instalada en La Habana, parece una viejecita de esas que apenas escuchan lo que uno habla por entre los barrotes que cortan el paso a una casa colmada de perros y gatos y vegetación.

Una vez miré por esa reja, pero no había gatos, ni perros, ni viejecitas; solo una escultura de mármol enmohecida por la lluvia ante una casa destruyéndose. Esa casa luego fue restaurada para dar lugar a un centro cultural bautizado con el nombre de esta mujer.

Esa casa de Línea y 14

La edad que tienen en este momento de gloria: 90 años y cuatro meses, y poco antes se ha enfermado. Por esa razón se le ve todavía algo más débil.

Debido a ese cuerpo quebrantado, que ha aceptado el viaje a la península porque no hace demasiado frío allí, está ese otro asiento al lado suyo. Hay y no hay nadie en él, porque, al menos solo por unas horas, el asiento ha sido ubicado en el lugar para que fuera ocupado por la voz de la poeta esa mañana.

Pero, no es una substancia intangible y metafórica, la voz corresponde a otro cuerpo, al cuerpo de un hombre con espejuelos y de pelo medio canoso. Se mantiene inmóvil hasta que se ve obligado a ponerse de pie solo para auxiliarla a ella, que sonriente mira al rey y espera al rey, y el rey ya está en cámara caminado hacia ella.

Un enjambre de fotógrafos se interponen ante la cámara y ya no vemos a la voz, que se ha separado ligeramente para no restarle protagonismo a ella, la poeta que algunas veces prefirió el encierro ya parte de su leyenda, el autoexilio que tiene de verdad y mito; pero que, efectivamente, fue su realidad, porque cuando la burocracia se volvió prejuiciosa y la gente fue alentada a odiar a la burguesía sin que importaran historia y convicciones muchas veces el país era ese palacio en el corazón del Vedado.

Ese gesto, esa intención, ese método de defenderse del presente ha sido interpretado muchas veces como la viva disposición de su estirpe a la rebeldía; se cuenta que no faltaron provocadores, instigadores y funcionarios dispuestos a vengarse haciéndole pagar con el olvido, aunque siempre hubo alguien que la protegía, otro funcionario, otro poeta, otra institución, otra revista.

“Por distintas circunstancias de la vida siempre he tenido que estar muy atenta a lo que sucede en derredor”, decía en aquella entrevista que escuchamos tantas veces por la televisión cubana gracias a la realizadora Raysa White. “El poeta siempre tiene algo de ausente, porque está donde no está, siempre se evade un poco, aunque yo no creo ser de los que más se ha evadido. No he sido, como quiere decir la gente, un poeta de torre de marfil”.

Amiga de poetas como Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez, anfitriona de tertulias con muchos de estos poetas, escritora de libros como Últimos días de una casa (1958), Jardín (1951) o Un verano en Tenerife (1958), mucho antes de aquel día de 1993 Dulce María había ganado premios de importancia en La Habana y Madrid y su voz había recorrido muchas naciones del mundo.

Había sido miembro de honor del Instituto de Cultura Hispánica (1950), había ingresado como miembro de número en la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba (1959) y había sido elegida miembro correspondiente de la Real Academia Española (1968). Todo eso antes del olvido.

Hasta que en 1984 la Real Academia Española la nominó al Premio Cervantes. No habiéndolo conseguido, fue la Academia Cubana quien propuso su segunda  candidatura tres años después. Tampoco obtuvo el lauro entonces, pero recibe ese año el Premio Nacional de Literatura, instaurado en Cuba cuatro años antes.

Todo eso puede estar en su memoria cuando yergue el cuello para ensartar con su cabeza de cabellos mal peinados, o peinados sin ninguna clase de pulcritudes, la medalla que la convierte en la 18va Premio Cervantes; la segunda mujer en alcanzarlo, la segunda persona oriunda de la Isla —antes había sido Alejo Carpentier—, en llegar hasta Alcalá de Henares para centrar semejante ceremonia.

Otra andanada de aplausos recibe la poeta agradecida y al fin le toca el turno a la voz, que es presentado como corresponde, don Lisandro Otero, el escritor cubano que no contará una palabra de esto en sus memorias, pero que ha estado cercano a la poeta y será uno de los que la sucedan en la presidencia de la Academia cubana donde ella, como todo parece serlo en Cuba, fue nombrada desde 1995 como Presidenta Honoraria y Perpetua.

Fue a través de la voz de Otero, cuando las palabras escritas por ella pasaron por su garganta aquella tarde de abril de 1993, cuando Dulce María Loynaz dejó saber que optaba por la risa, esa “sustancia casi volátil”, “difícil de conservar”, porque “la risa, cuando puede participarse, hermana a los hombres”, en cambio, “no es difícil llorar en soledad y, a cambio, es casi imposible reír solo.

“Lo que hacía reír a nuestros abuelos ya no nos hace reír a nosotros y lo que hoy nos hace reír no es probable que haga reír a una cuarta o quinta generación”.

No fue a Lisandro Otero, sino al Poeta Pablo Armando Fernández, el único cubano que formaba parte del jurado que le concedió el Cervantes, a quien escuché la idea que, de alguna manera, aquel premio impulsado ya por tercera vez para ella podría tener un trasfondo político, a pesar de las cualidades de sobra justificadas para merecerlo .

Dulce María Loynaz junto a los escritores cubanos Eliseo Diego, Pablo Armando Fernández, Aldo Martínez Malo, Miguel Barnet, Alejandro González y Lisandro Otero. Foto: otrolunes.com

No me atrevo a afirmar contra quién o anticipándose a qué, porque no puedo probarlo ahora mismo, pero así recuerdo la conversación en la que Pablo Armando, amigo cercano desde hacía años de la familia Loynaz, me lo contó.

Podría conjeturar que desde Cuba tal vez trataban de contraponer una figura “de peso” al poeta también pesado Gastón Baquero, quien, por ejemplo, había sido nominado desde el exilio al Premio Príncipe de Asturias, en 1988. Tres años después de esa fecha Dulce María Loynaz también estuvo optando por él; ¿promovida por quién? No lo sé.

Pero, que no ganara, puede ser incluso la respuesta para que la Academia cubana hubiese optado por otro candidato el año en que al fin ganó Dulce María. Era Eliseo Diego la apuesta de los cubanos esa vez, según asegura el escritor Alejandro González en su libro La dama de América.

Pero, ya nada de eso importa. Dulce María Loynaz pertenece al parnaso literario del Cervantes, con todos sus poemarios, artículos, ensayos y novelas; lo demás, más que un chiste, es parte del humor negro.

“Como hemos ido perdiendo poco a poco las legítimas motivaciones para la risa la actual generación ha tenido que inventarse lo que llaman humor negro, que es una mezcla de azúcar y harina condimentada con gotas amargas”, leía su voz prestada aquel día, la misma que cuando calló hizo que todo volviera a ser como antes.

Las palabras regresan al cuerpo de la anciana, que agradece con la más humilde expresión la andanada de aplausos imparables, mientras sus labios comienzan a mostrar una sonrisa, demostrando que, después de todo, ella había ganado.

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