Ecos de un conflicto no resuelto: el arte y la libertad en Cuba

Cualquier artista basa su estética en el desafío intelectual a la sociedad y para conseguirlo parte de la intervención pública, de la provocación.

Otros "usos" de la bandera cubana. Foto: Raquel Pérez.

La noticia del arresto en La Habana del “artivista” Luis Manuel Otero Alcántara se acopla en el tiempo y por sus significados con las resonancias que tuvo la censura al documental “Sueños al pairo” de José Luis Aparicio y Fernando Fraguela sobre el trovador cubano Mike Porcel.

En el caso del audiovisual, el argumento en su contra indicaba “un tratamiento inadecuado” del material obtenido en una institución estatal.  Al parecer, el Icaic aprobó y facilitó el uso de imágenes preservadas en sus archivos, pero luego desautorizó la manera en que los realizadores las habían utilizado; como aquel viejo dilema del Tío Fiodor sobre la vaca y la leche: “Si tenemos que darle la leche al estado, ¿para qué queremos la vaca?”

En el caso de Otero Alcántara es otra la cuestión. Su encarcelamiento, al menos esta vez, se relaciona con un performance, Drapeau, donde, partiendo del uso de la bandera nacional en distintos escenarios, se propone hacer pensar sobre el empleo y valor de los símbolos patrios.

Los captores alegan que, desde la perspectiva legal, ha violado la Ley No. 128 de los Símbolos Nacionales que en su artículo tercero, afirma que “los cubanos tienen la obligación de respetar, cuidar y rendir honores a los símbolos nacionales”. Muchos coinciden y respaldan esa interpretación. Para ellos, Otero Alcántara no es más que un vulgar provocador que mancilla uno de los emblemas sagrados de la patria, por eso consideran lógico castigar su conducta.

Sin embargo, también otros opinan que, pese a la valoración sobre el tratamiento a la bandera, de ser en realidad solo este el hecho por el que se le acusa, una medida como la prisión –se habla de de 2 a 5 años– sería completamente desproporcionada e injusta.

Cualquier artista basa su estética en el desafío intelectual a la sociedad y para conseguirlo parte de la intervención pública, de la provocación.

Por lo visto y leído ha sido este el modo mediante el cual Otero Alcántara desarrolla su arte y lo da a conocer, alcanzando mejor visibilidad sobre todo fuera de Cuba, donde mejor se entera uno de todas estas cuestiones underground que de vez en vez estallan en las redes sociales como petardos.

El contexto de creadores incómodos para el sistema o de obras censuradas de cuyas realidades apenas se conoce al interior de la isla devela el deseo de soterrar ciertas zonas de la realidad. Debido, tal vez, a lo que parece ser el miedo a que esa masa multitudinaria, diversa y desconocida llamada “pueblo” tome partido en la polémica. De razonar sobre estos asuntos, el pueblo podría darle la razón a demasiados creadores iconoclastas, díscolos y libertarios.

En tanto, altercados como estos no hacen más que despertar la vieja polémica sobre el derecho bajo el cual la autoridad interviene sobre una obra intelectual, discusión que hace casi ya sesenta años movilizó por primera vez a la intelectualidad cubana dando lugar a un gran debate en el que participaron representantes de todas las tendencias, para las cuales había cabida en tanto cada una se mantuviera bajo el paraguas de la Revolución.

El hecho que originó el encuentro entre artistas e intelectuales con parte del gobierno revolucionario, presidido por Osvaldo Dorticós y Fidel Castro, fue precisamente la censura de un documental: PM, de los realizadores Orlando Jiménez y Sabá Cabrera Infante.

Sabemos lo que era PM, y sabemos lo que PM significó en su momento. Los enemigos del documental, aquellos “dogmáticos de izquierda” a los que el propio Icaic, en la persona de Alfredo Guevara, había tenido que acudir porque, en palabras de uno, Blas Roca, “no quiso tomar responsabilidad en el asunto”, subrayaban que ofrecía una imagen falsa de La Habana (lo cual era decir, de toda Cuba).

Al menos para Roca, Edith García Buchaca y, de alguna manera Guevara, cuyo verdadero objetivo era Lunes de Revolución y Carlos Franqui, en tanto los milicianos permanecían en las trincheras –lo cual era verdad, en los meses previos a Girón–, el documental se interesaba solo por quienes, en su afán de relajarse en medio de aquella realidad dura, aprovechaban la noche para distraerse en “cabarets”, evidenciando “vicios denigrantes”.

Emborracharse, buscar la compañía de una mujer o un hombre para pasar el rato, bailar o asistir a ciertos espacios donde la bohemia andaba campante era algo “del pasado” que “la sociedad superaría”.

Como el tiempo pone todo en su lugar, y por suerte no hay nadie ahora en las trincheras, sabemos que cada vez más hombres y mujeres parecen dispuestos a dejarse llevar por esas “actitudes denigrantes” de la que hablaba Roca, incluso hoy se hacen cosas peores de las que se le ve en cámara con verdadera inocencia a quienes se trasladaban desde Regla a La Habana para gozar de su existencia en aquel documental famoso.

Los debates a los que hago referencia sucedieron en la Biblioteca Nacional, en junio de 1961, y fueron precedidos por un clima de ligero entendimiento, algo así como una coexistencia pacífica entre los artistas y la dirigencia política. Pero, el ambiente duró apenas hasta 1971.

Después del fracaso de la “zafra de los 10 millones” y el evidente ahogo económico en el que sobrevivía el gobierno cubano, en otro momento de enfrentamiento con los Estados Unidos y ante la vulnerabilidad del sistema, seguramente, en el plano cultural la Revolución cedió a los dogmáticos. Muchos ya no estaban en posiciones de poder, pero su política de centralismo estalinista acabó adoptándose como ley.

Esa realidad, la posibilidad de un Estado entrometido incluso en las cuestiones de la creación y las maneras en que habría de manifestarse el arte, desveló a los artistas desde mucho antes que sucediera lo de PM, ya en el mismísimo 1959 los creadores pedían verse las caras con los representantes del gobierno para aclarar algunas cuestiones del nuevo contexto.

Muchos de ellos incluso estuvieron suspicaces, no por la revolución en sí misma, que a la mayoría les parecía de esencia libertaria, sino por los hombres y mujeres de subjetividades diversas encargados de materializar sus leyes.

Observaban a unos dirigentes encabezando un proyecto que, en el plano organizativo seguía siendo original y espontáneo, pero en el intelectual, por el tratamiento a ciertos asuntos de política cultural, caía en brazos de la ortodoxia.

Siempre hubo excepciones, como algunos espacios culturales como Casa de las Américas, el Ballet Nacional de Cuba, creo que Teatro Estudio, o el propio Icaic,  donde el liderazgo era demasiado inexpugnable al paso de la burocracia.

De hecho, se producían enfrentamientos dentro de las mismas fronteras ideológicas, evidenciando lo complejo del funcionamiento estructural de un gobierno y lo necesario que resultan los espacios de libertad y la claridad de las reglas si no se quiere terminar preso de los procedimientos que alguna vez se instauraron.

Si no, recuerde usted cómo el Icaic, dos años después de haber censurado PM,  fue blanco del viejo Partido Socialista Popular y del Consejo Nacional de Cultura, dando lugar a una polémica pública jamás vuelta a ver en esos términos.

Esa polémica empezó por el cuestionamiento de Blas Roca desde una columna del periódico Hoy a tres filmes programados por el Instituto de Cine. Y siguió con las respuestas de Alfredo Guevara y de todos aquellos que, aun siendo contrincantes del pasado, se pusieron de su lado cuando él mismo debió decir que no era posible “regimentar la creación artística a partir de un punto de vista inmediatista y utilitario…”.

El conflicto entre lo adecuado y lo inadecuado del arte en una sociedad como la cubana renace cada cierto tiempo en tanto algún funcionario con gran poder, o incluso de poderío mediocre, cree que determinada obra o artista se contraponen a la moral o los principios ideológicos del país. Pareciera ser un círculo vicioso del que cual no se sale y siempre remite al mismo axioma: una frase perteneciente a un contexto lejano, como lo fue el del año 1961.

También los enfrentamientos entre artistas y políticos esconden un antagonismo mayor y no ajeno en nuestra historia, aunque sus orígenes apenas sean perceptibles por lejanos: la aspiración de dos polos a ejercer una misma influencia en la sociedad.

Es lo que entiendo de testimonios como los de Lisandro Otero, quien escribe en sus memorias que su generación, aquel grupo fundador de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, de la que salieron buena parte de los intelectuales destacados en los sesenta y algunos de los cuales migraron a la Cinemateca de La Habana, no había llegado a ejercer un verdadero protagonismo social porque ese derecho le fue “arrebatado con audacia” por la generación del centenario; es decir, por los asaltantes al Moncada que constituyeron el núcleo de la Revolución y sentaron las bases a los nuevos cuadros políticos.

Para Cuba las circunstancias han cambiado, pero el motivo que llevan al gobierno a intervenir en el arte sigue partiendo del escamoteo de ciertas zonas de la realidad, la presente y la pasada, cuestiones que, al parecer, le siguen pareciendo demasiado polémicas como para poner en tela de juicio público.

De igual modo evidencia el terror que produce un arte independiente y autogestionado. No olvidemos que ese miedo estuvo presente ya en PM, producido por Revolución y Lunes de Revolución, es decir, fuera del Icaic cuando el organismo se había convertido en el encargado de regentar los audiovisuales cubanos.

Pese al gusto estético de cada cual, y al criterio que podamos sostener sobre arte, existen fuerzas reaccionarias que se simulan revolucionarias, y viceversa.

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