Ejercicio de democracia

El recuerdo de una amistad poderosa puede unir lo que la política, o cualquiera haya sido el detonante de una oposición aparentemente irreconciliable, logra separar.

Pablo y Silvio.

La semana pasada cumplió años el trovador Silvio Rodríguez y, aunque habrá muchos que no lo escuchen, si se trata de cubanos deberán reconocer que lo hicieron demasiadas veces como para ignorarlo. Aquellas canciones suyas amplificadas por las bocinas en días de marchas, actos, matutinos, vespertinos o toda clase de mítines han conseguido que la gente siga llevando la intención patriótica a la intimidad de la casa, trastocando sentimientos y mezclándolo todo.

No es mi caso el de pasar con la obra de Silvio, pues pongo música cubana casi a diario. Entre las listas de reproducción que armo no faltan sus canciones. Suelo repetir temas incluidos en los discos suyos que más me han gustado; desde Días y Flores, saltando algunos, hasta Descartes. Y a veces solo escucho esos discos, durante horas que pueden prolongarse por toda una tarde o que también pueden llegar a la madrugada.

En esas listas musicales tampoco faltan los temas de Pablo Milanés; como si ridículamente siempre que alguien pone una canción de uno de ellos se viera obligado a volver sobre las creaciones del otro.

“¡Nunca había escuchado un cantante como ese!”, dice de repente mi hijo, porque escucho a Pablo mientras escribo esta columna. Tiene casi cuatro años y supongo su comentario salga de alguna conversación suelta, porque sí que ha escuchado a Milanés, muchas veces.

Lo que no sabe mi hijo es que existen antagonismos entre estos dos músicos que les impiden compartir un escenario, que así mismo las discrepancias campean entre los hombres y las mujeres que escucha mi hijo casi a diario.

¡Suerte que los vasos comunicantes de las canciones salidas por mi amplificador no parten de ninguna lógica que no sea la inspiración de los creadores y nuestra sensibilidad musical a la hora de recibirlas!

Basta el hilo común de la obra, la empatía que uno establece con ella, la relación que, no obstante las pretensiones estéticas o los trasfondos ideológicos, logran entre sí. Basta el recuerdo que remueven. Y bastan ellas mismas para que los creadores estén unidos.

Cosa rara es esta forma de democracia lograda en una laptop. Debido a ella, desfilan quienes, a partir de determinado momento, se vieron, se han entendido y hasta se han muerto sintiéndose enemigos.

De modo que resulta una metáfora esperanzadora lo que logra un reproductor musical, el que sea; es como si los intérpretes pasaran de mano en mano el mismo micrófono bajo la única responsabilidad de no dejar caer el ánimo de quien les escuchan.

De Issac Delgado a Willy Chirino, de Celia Cruz a Elena Burke, de los Van a Cachao siguiendo por Arturo Sandoval, NG La Banda, Chucho Valdés, Carlos Varela o Paquito de Rivera: Paquito, Paquito, síguelo si puedes; allá tú….

No todos los cubanos suenan en mis listas, pero sí suenan voces icónicas de épocas distintas y de tan diferentes modos de pensar que sería casi imposible juntarlos en cualquier escenario del mundo.

O podrían juntarse dando lugar a momentos gloriosos si entre ellos llegara a imponerse el sentimiento que alguna vez los unió, si este sentimiento existió alguna vez, si fue real y sincero y más potente que la razón que los mantiene separados.

El recuerdo de una amistad poderosa puede unir lo que la política, o cualquiera haya sido el detonante de una oposición aparentemente irreconciliable, logra separar.

Algo así sucedió hace diez años, de manera efímera. Fue un momento simbólico, inolvidable, lo suficientemente emotivo como para retener en la memoria de las reconciliaciones. Omara Portuondo y Olga Guillot de repente estaban frente a frente. Ambas participaban en un congreso sobre música en República Dominicana. “¿No me vas a saludar?”, dicen que preguntó Omara, aunque tal vez saliera de ambas bocas al mismo tiempo; y seguido vino el abrazo, y luego ambas intérpretes, de las más grandes en la música cubana, llegaron a cantar juntas eso de Amigas, no hay por qué lamentarse, la vida es un contraste con muchas emociones.

Omara Portuondo canta a Olga Guillot "Amigas" República Dominicana 2009

Durante  esa canción las diferencias políticas quedaron a un lado. La exiliada y crítica de Fidel Castro, la que había padecido y sufrido la Revolución y la que le había cantado mil veces hasta hacer suyo esa canción himno escrito por Silvio —La era está pariendo un corazón, no puede más se muere de dolor– protagonizaban el reencuentro: la separación parecía no haber ocurrido, las heridas se cerraban al menos por ese instante.

Esos son momentos excepcionales, casi milagrosos e imposibles de eternizar porque cada quien interpreta el mundo de manera diferente y es lo que lo vuelve interesante.

Pero, los que permanecen enemistados por la vida, pueden coexistir a diario y por lo pronto gracias a Spotify o cualquiera sea el reproductor donde uno ubique sus canciones. Allí siempre sonarán juntos de manera impecable y lograrán emocionar al que no sea muy recalcitrante.

También se puede practicar este tipo de democracia en los estantes y libreros. ¡Nótese que de los objetos comunes tenemos muchas cosas que aprender! Todos ellos permiten la convivencia más democrática, juntan a mucha gente diversa o, al menos, a sus creaciones, que al final son esos objetos –un disco o un libro– lo verdaderamente perdurable.

Ubico en iguales estantes o secciones a los autores que no se han tratado desde hace mucho o, simplemente, a los que nunca se tratarían. Así son vecinos de apartamento, residencia o pernoctan en el mismo albergue Knut Hamsum y Sartre, Vargas Llosa y García Márquez, conversa de los viejos tiempos Reinaldo Arenas con Retamar, Heberto Padilla con Jesús Díaz, Cabrera Infante con Carpentier. Solo de este modo regresan los tiempos de beberse una cerveza ya imposible, de hacerse un chiste, de proyectar una misma idea.

Ignoro si un día vuelvan a juntarse Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, pero sería bueno que ocurriese, sería magnífico escucharlos y verlos en el mismo escenario otra vez, como lo sería ver a toda esa gente dividida entre las cuales, ya y lógicamente, alguna es imposible de juntar. Pero, debería suceder. A fin de cuentas, nada que no implique felicidad vale demasiado la pena. Y juntarse con gente diversa es también el camino de eso que sin ironías podría llamarse: un mundo feliz.

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