El vicio privado de G. Caín

“Sé ligero, punzante, insolente y melancólico.”

Foto: Begoña Rivas/El Mundo.

Foto: Begoña Rivas/El Mundo.

El 21 de febrero de 2005 murió el escritor Guillermo Cabrera Infante (Gibara, 1929); aunque la burocracia cubana grabó su defunción en 1968, año intenso para los checos, para los cubanos, para él y para Los Beatles, que estrenaron su productora Apple Records y sacaron el noveno álbum de estudio con ¡Hey, Jude! incluido. Ese clásico fue cantado a orillas del Támesis mientras las minifaldas y las pantalonetas eran zarandeadas aun por las brisas del Swinging London.

De la música tanto como de las modas estaba al tanto Guillermo (también llamado G. Caín), el año en que además protestaron los estudiantes. Asuntos más perentorios tenía como prioridad y no era precisamente ver juguetear a su compañero Offenbach: doce meses atrás le habían publicado, y al fin, Tres Tristes Tigres, y, junto al ascendente que iba proporcionándole las lecturas, aquel hombre de 39 escribía guiones de cine para, con Miriam Gómez y sus dos hijas, resistir en el tercer año de su exilio.

Llevaba por lo menos veinticuatro meses luchando como “mulo en el abismo” por la exigente faena de producir libretos cinematográficos sobre cuentos escritos por amigos. El de Carlos Fuentes, “Tlactocatzine, del jardín de Flandes”, nunca llegó a filmarlo Roman Polansky, dejando a G. Caín ávido de ver cómo hablaban con sus palabras Warren Beatty y, sobre todo, Sharon Tate.

Tampoco se concretó la adaptación de “La autopista del sur”, malograda por el exceso de entusiasmo de (el “inefable”, para Fausto Canel) Joseph Massot, la persona que había ayudado a Cabrera Infante a abandonar Madrid e instalarse luego en Glocester Road, Kesington, el corazón de Londres.

La experiencia le propiciaba al menos una abundante correspondencia. Respecto a la adaptación de su cuento, dijo Cortázar sentirse “profundamente admirado”; y con el pretexto del cine platicaban sobre amigos comunes, circunstancias ideológicas que los separaban e, incluso, el autor de Rayuela puso ciertos mecanismos en movimiento con tal de conseguirle un trabajo en la Unesco.

Otro argentino empezaba a escribirle por esos días. Entre julio del 68 y agosto del 69 Tomás Eloy Martínez mantuvo una fraterna correspondencia, a propósito de aquella entrevista-bomba publicada en el número de julio-agosto de la revista Primera Plana. Las cartas suman cinco, y se guardan como tesoro en la Fundación TEM.  

Martínez había viajado a Europa para entrevistarse con varios escritores latinoamericanos exiliados: García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Severo Sarduy y otros que no encontró. Sin embargo, al verse con Cabrera Infante, y charlando en un bar de King’s Road, supo que, de todos, era el único que ya había convertido su exilio en un acto irreversible.

Junto a G. Caín, Martínez conoció parte de la movida londinense y asistió a un estreno privado de 2001: Odisea del espacio, gracias a lo cual compartió butaca con George Harrison y Ringo Starr. Esa misma noche quedó inmortalizado en un retrato en el que lo escoltan los autores de La muerte de Artemio Cruz y La casa verde. La cámara fue activada por quien había publicado en La Habana quince viñetas espectaculares incluidas en un libro de cuentos con título de slogan de telecomunicaciones: Así en la paz como en la guerra.

El tema de aquella entrevista, cuyo resultado fue la reacción en cadena de la izquierda mundial y la fulminación del entrevistado en la historiografía cubana, es constante en dichas epístolas. También hay juegos verbales, comentarios escritos al vuelo y valoraciones sobre otra pasión presente en los dos, el periodismo.

Tomás Eloy Martínez había comenzado en los periódicos a los 23 años; con 21 años Cabrera Infante ingresó a la Escuela Nacional de Periodismo, continuando un ascenso que lo volvería otra estrella en el firmamento de papel y tinta. “¿Por qué el periodismo será mi vicio privado, mi virtud pública?”, se preguntaba en julio, ante la invitación de de escribir para Primera Plana.

El semanario donde el argentino era jefe de redacción contaba con la estima de miles de lectores entre los que se hallaba el cubano. De hecho, tras el cierre, en agosto del 69 por decreto de Onganía, Cabrera Infante valoraba el suceso como el tercer rudo golpe a la literatura latinoamericana. “El primero fue la politización estúpida de la cultura cubana y sus aláteres. El segundo, por supuesto, la ida de Emir (Rodríguez Monegal) de Mundo Nuevo”, escribió el 15 de agosto del 69.  

En las misivas destinadas a Tomás Eloy Martínez, Cabrera Infante no disimuló nunca su entusiasmo ante la posibilidad de regresar al oficio periodístico. De convertirse en corresponsal londinense para Primera Plana recibiría 50 dólares por trabajo, “una generosa, o generosísima ayuda”, decía. Pero, buscaba algo más que una corresponsalía, labor considerada apenas como una ocupación: “Lo he hecho antes y casi no consiste más que en leerse los periódicos –cosa que hago siempre- y en sacar una o dos notas interesantes”.

Aspiraba a una sección que bajo el título “Cámara lúcida” le permitiera desarrollar reportajes sobre temas diversos, “el caso Lenon, Yoko Ono y el ocaso racial de los Beatles”, por ejemplo. Soñaba con un “espacio localizado, enmarcado por un cuadro” dentro el cual pudiera desplegar sus usuales ejercicios de estilo, y del mismo modo “cultivar una matica de humor personal  y a la vez hacer una estofa mucho más duradera que podría recoger luego en un libro”.

Si algún modelo tenía en mente era al británico Kenneth Tynan y su columna Shouts & Murmurs, donde, quien había sido el principal crítico teatral británico de los años cincuenta, emitían con desenfado comentarios pertinentes sobre Inglaterra o dondequiera estuviera sucediendo algo importante. Tynan según avisan sus diarios mantenía para sí  una máxima: “Sé ligero, punzante, insolente y melancólico”.

A G. Caín le animaban iguales pretensiones, de modo que los fragmentos y digresiones que aparecían publicados muchas veces en Shouts & Murmurs se tornaban también aspiraciones modélicas. Porque, “la única literatura posible”, advertía en noviembre del 68, son los pedazos, las digresiones, el humor; sin eso “no vale la pena sentarse frente a esta máquina controlada por la oposición para enfrentar el papel (blanco) enemigo.”

La sección no llegó a publicarse en Primera Plana, pero los materiales que de alguna manera reflotaban en la mente de G. Caín fueron incorporados a Exorcismos de esti(l)o. Dichos textos serían calificados por su autor como “retazos de un libro que nunca se escribió y que se iba a llamar Cámara lúcida”, título a su vez desechado. “Navokov lo echó a perder”, dijo, e inmediatamente optó por otro mediante el que homenajeaba al francés Raymond Queneau, uno de los maestros del OuLiPo.

Para comunicarse con Tomás Eloy Martínez entre julio de 1968 y agosto de 1969, Guillermo Cabrera Infante tecleaba sobre hojas amarillas como el fondo de algunas señales de tráfico, hojas limpias o que solían estar timbradas con la elemental información de alguno de esos guiones cinematográficos sin filmar. Solo unos pocos llegaron a materializase, y el más recordado, el guion donde Guillermo Cabrera Infante dejó más de sí mismo que en todos sus libros juntos, es Vanishing Point, la cinta de Richard Safarian.

En ella, como en la vida del escritor, un hombre va por un camino a toda velocidad, conduce su Dodge Challenger blanco sin detenerse, sin permitirse grandes distracciones, alentado por la voz de un ciego que lo guía desde una estación de radio y por el recuerdo de una mujer; sigue y sigue tan raudo como puede hasta que, llegado a un punto, el destino le prepara la encerrona final. Pareciera estar perdido, al fin dominado por los persecutores; pero, incluso entonces, nada vale más que cumplir la promesa por la que ha salido al camino; así que, aferrándose al volante, pisando el acelerador, como el buen piloto que es, continúa.

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