Guillén Landrián: “demasiado creativo, demasiado negro, demasiado popular”

Superó la cárcel, pasó las granjas de rehabilitación y sobrevivió el manicomio, un lugar recurrente en su vida a tal punto que a su salida de la Isla, en 1989, contaba con un expediente penal limpio de causas que constituyesen delitos, común o político, pero de los archivos de Mazorra recibió un documento donde se le diagnosticaba “esquizofrenia paranoide” desde los 35 años.

Guillén Landrián entrevistado por el cineasta, periodista e investigador Manuel Zayas. Imagen: fotograma del documental “Café con leche”, de Manuel Zayas.

La semana pasada leí esta noticia: el Instituto Cubano de Arte e Industrias Cinematográficos (Icaic) restaura las obras de Nicolás Guillén Landrián; un acto de justicia a cargo del cineasta Ernesto Daranas, después de años de injustas marginaciones desde el Instituto, pero ramificadas a todos los niveles.

El esfuerzo busca promover el trabajo del documentalista, un creador casi desconocido por el público, con la excepción de cineastas, investigadores, periodistas, artistas y estudiantes cuyos intentos por visibilizar su nombre se remontan a la llegada del nuevo siglo, cuando, entre el 2002 y el 2003, la Muestra de Jóvenes Realizadores, famosa también por la presión y rebeldía ante lo más ortodoxo del Instituto de Cine, comenzó a mostrar el nombre y parte de la obra de quien tanto sigue encajando en el perfil del evento.

También se pusieron sus documentales casi secretamente en un Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de mediados de los noventa, según recuerda el cineasta, periodista e investigador Manuel Zayas; lo cierto es que desde entonces, muchas veces underground, comenzó a ser frecuente la mención de este nombre; y, ahora, con la noticia, todos los medios cubanos lo vuelven a invocar, incluido el Granma, donde se le ha definido como “uno de los mejores cineastas cubanos de todos los tiempos”.

Ociel del Toa (1965, Cuba)

Apunta el crítico de cine Dean Luis Reyes en su libro La mirada bajo asedio que desde aquel año en que los jóvenes rescataron su obra, la diseminación de esta “ha tenido carácter vírico”. Muchos artículos y ensayos se siguen escribiendo sobre Nicolás Guillén Landrían; incluso, representantes cubanos de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipreci) ubicaron dos de sus obras: Ociel del Toa (1965) y Coffea Arábiga (1968) entre las diez producciones más destacadas de la no ficción cinematográfica producidas por el Icaic, a propósito de su cincuenta aniversario, en 2009.

Ambas piezas se encuentran disponibles en YouTube. Las he visto. Hay un sustrato poético semejante en ellas, pese a las diferencia de tempo, de propósitos, de montajes; no obstante además de haber nacido por manera y en condiciones muy diversas una de la otra. Si Ociel del Toa surge tras una conversación de su realizador con el cineasta danés Theodor Christensen, quien ante la confesa falta de temas de Guillén Landrián, le propuso irse al campo y encontrar allí motivos para su trabajo; Coffea Arábiga, por el contrario, fue un encargo del Icaic ante el desasosiego existencial de su creador.

Por lo visto, se trata de una obra donde el cineasta alcanza su mayor violencia visual, donde camuflado con el didactismo recurre otra vez al sarcasmo, sin desdeñar la poesía que contiene cualquiera de sus cortos anteriores; es también este documental resultado de la presión ideológica, de la cárcel y la locura que desde épocas tempranas lo amenazaban.

Nacido en Camagüey, en 1938, y miembro de una familia de negros cultos ligados a la imprenta, el periodismo, las leyes, las luchas sociales y la literatura —en la cual sobresale su tío, el poeta Nicolás Guillén—, Guillén Landrían había encontrado en el Icaic un espacio desde el cual materializar sus preocupaciones intelectuales, las mismas que se vertieron de modo semejante en la pintura, de la que llegó a vivir durante su exilio en Miami, o en la poesía, mayormente inédita por lo que sé.

Al Instituto llegó luego de haber sido expulsado del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP) y de la Escuela para Diplomáticos, en 1960, según cuenta su viuda, la también pintora Gretel Alfonso. El propio Guillén Landrían escribe a Manuel Zayas: “Me acerqué al Icaic debido a que no tenía ninguna opción laboral en la década del 60. Busqué trabajo allí y me lo dieron. Comencé como asistente de producción y en unos años fui nominado director de cortometrajes”.

En una reveladora entrevista ofrecida al puertoriqueño Julio Ramos, publicada por la revista Chilena La Fuga, en 2013, Alfonso recuerda que para esos años el muy joven cineasta ya estaba colmado de conflictos.

Había padecido la cárcel, pasó por las granjas de rehabilitación y sobrevivió el manicomio, un lugar recurrente en su vida a tal punto que a su salida de la Isla, en 1989, contaba con un expediente penal limpio de causas que constituyesen delitos, común o político; pero, desde los archivos de Mazorra recibió un documento donde se le diagnosticaba “esquizofrenia paranoide” desde los 35 años, enfermedad para la que él mismo, según cuenta su viuda, tenía una única respuesta: lo habían “esquizofrenizado” en la prisión de Isla de Pinos entre 1965 y 1966.

Para esta fecha, 1965 o 1966, había realizado muchos de sus famosos documentales, algunos de ellos desaparecidos a no ser que Daranas y su equipo los haya encontrado al fin. Congos reales (1962), El morro (1963), En un barrio viejo (1963), Plenaria campesina (1964), Rita (1965), Ociel del Toa (1965), Los del baile (1965) y Retornar a Baracoa (1966) le dejaron una sólida reputación como documentalista, sumada a la de tipo duro, irreverente, probablemente “sobrinito del Poeta Nacional”, y un verdadero agitador de espectadores con cada una de sus piezas.

A Guillén Landrián puede vérsele contando su propia historia en el documental Café con leche (2003), trabajo en el cual Manuel Zayas, pionero en el rescate de su obra y un verdadero detective de datos escondidos, laboraba cuando ocurrió su muerte por cáncer de páncreas, en la ciudad de Miami, adonde había llegado como refugiado político catorce años antes y vencidas décadas de penurias después de su expulsión definitiva del Instituto de cine.

“El documental que provoca mi expulsión de la industria no es Coffea Arábiga, es Taller de Línea y 18”, le cuenta a Zayas. Otro trabajo con el mejor estilo esquizofrénico fue este, estrenado en 1971, año, por cierto, en el cual se exacerbaron las posiciones adversas a una cultura abierta y emancipada de acartonamientos luego de recibir el espaldarazo necesario desde el Congreso de Educación y Cultura.

Guillén Landrián y su esposa, Gretel Alfonso, en Miami. Foto: lafuga.cl

Y el dato no es menor, pues habría que acotar que, al fin y al cabo, el Icaic no fue un territorio libre de inquisidores como los del Consejo Nacional de Cultura, sino que allí se preservaba solo a quien ante los ojos del presidente del Instituto no pareciera demasiado disloco o, acaso por lo mismo, poco ejemplar y más bien peligroso. También los inquisidores, en este sentido, han sido caprichosos.  

Cuenta Guillén Landrían que este último documental suyo en el Icaic tuvo un gran rechazo oficial desde la industria y fuera de ella. La propia dirección del Instituto le aseguró solo aprobarlo si los obreros del taller lo hacían, y como ellos dieron el visto bueno, el trabajo llegó a los cines junto a la pregunta recurrente en sus apenas 15 minutos: “¿está usted dispuesto a ser analizado por esta asamblea?”

Taller de Linea y 18 (1971, Cuba)

Una voz que no identifico en el documental de Zayas, y que tal vez sea la de su viuda, asegura que Nicolás Guillén Landrián era “demasiado creativo, demasiado negro, demasiado popular”, que todo eso junto producía un estallido que mucho molestaba. Tal vez no sea la voz de Alfonso la que lo dice aquí, pero sí es ella quien cuenta dos anécdotas memorables.

Guillén Landrián durante el rodaje de “Ociel del Toa”. Foto: lafuga.cl

Una, evidencia el humor y carácter de este temperamental cineasta, quien ante la pregunta del famoso periodista cubano Agustín Tamargo, en Radio Mambí, respecto a si se sentía discriminado por negro en la ciudad de Miami, respondió: “Yo soy rubio y de ojos azules”. La otra, de ser tal cual la cuenta ella, devela la naturaleza miserable de quienes intentaron mantenerlo controlado, en este caso en el hospital psiquiátrico, donde su director llegó a proponer a su madre, Fidelina Landrián Montejo, que lo dejara viviendo allí, que le permitirían pintar para la institución y de ese modo recibiría una mensualidad de 10 pesos cubanos.”

Eso lo contó Gretel Alfonso después de la muerte del creador al que también llamaban “Nicolasito”. Entonces se encontraban ambos en La Habana. Ella, desolada por la muerte del hombre al que amaba; él, sin mayor importancia ya, porque los cadáveres nunca le importaron demasiado, dice ella. Lo demás, como casi todo en su historia, ha sido desde entonces cuestión de fuerza.

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