Junto a Obatalá, y bailando

En Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, conocí a Alberto Jesús Mejías Fernández, uno de los cubanos que viven allí.

Foto: cortesía del entrevistado.

Dos imágenes perduran en la memoria de Alberto Jesús Mejías Fernández: los ojos de una chiva, propiedad de su madre en Antilla, y el cerebro de un aire acondicionado que armó en una de las plantas de Newsan, el grupo económico que en Argentina encabeza la fabricación, importación y distribución de electrodomésticos. Su primer trabajo estable en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, fue acoplando elementos de aire acondicionado en una de las plantas conocida entre fueguinos como “La fábrica”. Su norma diaria, recuerda, era de mil 700 equipos a los que tenía que colocar aquella masa encefálica tricolor. En eso estuvo hasta que se cansó, porque “no iba a poner tornillos toda la vida”, sobre todo porque había estudiado otra cosa.

Sin embargo, los años de aprendizaje allí no fueron tiempo perdido que haya que exiliar de la memoria; más bien lo considera una oportunidad grata a la que supo sacarle beneficio. Le permitió ayudar a su familia. “Mi mamá se mató para que yo estudiara. Por eso amo mucho a mi familia y siempre pienso en ella”. Ese tiempo le trae tristezas asociadas al gobierno de Mauricio Macri, cuando empezaron a despedir personal y cada día algún conocido se quedaba sin trabajo. Tuvo suerte. “Como esta provincia es kirchnerista, pagó con creces”. Alberto tiene su forma positiva de enfrentar la vida: “Yo pienso que todo va a salir bien, aunque hay momentos en los que uno se frustra”.

Piel morena y brazos macizos. El pulóver gris que viste este jueves en el que hablamos, después de haber mantenido una comunicación pausada por seis años, le oprime los bíceps donde lleva tatuado varios motivos yorubas. Aunque es bailarín formado de la Escuela Nacional de Arte (Ena) en Cuba, bailando para los turistas comprendió que debía preocuparse de su porte y aspecto. “Yo pesaba 54 kilos, y cuando entré a Varadero me dijeron: ‘mira todo bien, pero tienes que ponerte las pilas’. ¡Muchacho, me quedaban dos almuerzos! Empecé a entrenar…; y bueno, acá me fui a la mierda: carne, gimnasio gratis… este cuerpo lo agarré ahora”. En 2018 dos legisladores del Movimiento Popular Fueguino, presentaron un proyecto de ley para lograr la adhesión de la Provincia a la Ley Nacional de lucha contra el sedentarismo. La idea era crear un Programa propio para promover la actividad física y de ese modo reducir la prevalencia de la inactividad entre la población. Algunas cifras rodaban en la opinión pública, como que el 33,2% de los menores de tres años padecían sobrepeso. “Hay mucha vida de interior, mucho problema de obesidad”, dice Alberto.

Foto: Lez.

Sabe de lo que habla porque ahora se desempeña como instructor de baile, estiliza el cuerpo de sus clientes a ritmo de zumba en el Sport club de Ushuaia, situado al este de la ciudad, en el Shopping Paseo del fuego cuyos ventanales permiten una increíble vista de la bahía y el canal Beagle que navegué una inmejorable mañana de noviembre. El baile le abrió puertas también aquí. Hasta los choferes que te llevan a distintos puntos turísticos lo conocen como “el cubano que baila”. Uno de ellos me dijo que había recibido clases con él, e incluso antes de que yo lo hubiese ubicado lo describió como un moreno inmenso, “Así”, y levantó una mano para marcar una altura mayor a la de ambos. A los alumnos de Alberto les gusta la música cubana, “y más la música afrocubana, el folclore yoruba”. Tiene un grupo experimental y se presentan los sábados, que es uno de los días en que le queda tiempo para proyectos extras. Pero la ciudad no tienen gran vida cultural y hasta lo que pudo ser un impresionante teatro es hoy un espléndido Casino que, además, funge como vacunatorio.

Foto: cortesía del entrevistado.

Rutina: se levanta de madrugada, entrena dos horas, abre el gimnasio a las siete, regresa a casa a las tres para almorzar. Una hora después vuelve al trabajo en su blanco Chevrolet Tracker de 2019 para quedarse hasta las diez. “Los sábados y los jueves es cuando estoy con tiempo. Es complicado, pero se gana bien. Es una ciudad tranquila”. Ushuaia no es solo la ciudad más austral, sino que se trata de un impresionante destino para turistas de todo el mundo y el más importante polo de producción tecnológica gracias a la ley 19640 que fijó un régimen especial fiscal y aduanero desde en 1972 con el objetivo de poblar este trozo de piedra a las que solo llegaban convictos, con quienes intentaron poblarla primero.

El presidio fue construido a finales del siglo xix y era uno de los peores sitios para castigar a quienes habían cometido delito o acaso fueran presos políticos. La ciudad debe parte de su infraestructura a los convictos. Algunas artesanías hechas por ellos permanecen en esas casas recubiertas con chapas de metal para contener la furia de los días ventosos. En la zona del Parque Nacional Tierra del Fuego observamos un vacío en medio del bosque y el guía del tren que atraviesa parte de sus 68 mil hectáreas nos contaba que la mancha de lengas taladas y húmedas eran tal vez la huella más persiste del trabajo de los presos. Hoy el impresionante edificio donde dejaron años de sus vidas es punto obligatorio en los mapas de las agencias de viaje. Y una representación de quienes padecieron las frías y húmedas mazmorras, convertidos en personajes de tradición, persiguen amablemente a quienes desandan el centro de la ciudad, cuyo tráfago se había recuperado a finales de 2021 después del parón obligatorio a causa del coronavirus.

Las temperaturas han llegado a marcar -15 grados en invierno, cuando la luz del sol se reduce a unas pocas horas diarias y las calles se saturan con la nieve que aprovecha tanto la economía local en empresas como sus famosos centros internacionales de esquí. A pesar de que este cubano, nacido en 1986, hasta los 28 años solo tuvo sol y verano eterno, no ha sentido impedimento en esa nieve o en el apocamiento de los días que definen su vida desde 2014, cuando llegó invitado por su actual pareja, un hombre diez años mayor a quien conoció mientras trabajaba en el balneario de Varadero. Recuerda el día que un vuelo de Lam lo sacó de La Habana para marcar lo que sería su primer viaje fuera de fronteras. “Cuando llegué hacía tres días que no aterrizaba ningún avión por el temporal. Me bajé del Airbus que pusieron en Ezeiza y nevaba”. Era la continuación de su progreso, marcado por un punto de giro que no comenzó a los nueve años cuando salió de su casa para estudiar danza, sino cuando empezó a ganarse la vida en un Hotel de Iberostar.

En ese hotel la madre de una antigua compañera en la ENA, que era responsable de la animación allí, le tendió la mano. “Me fui para el turismo porque era la única vía para ser persona. Era profesor en Instructores de Arte, pero tenía que pedir ropa prestada para salir. En mi casa no teníamos nada, dormíamos en colchones de hierba. No teníamos ni dónde sentarnos, y por eso no quería que mis amistades fueran”. ¿Qué hace que un hombre del Caribe se instale en el fin del mundo después de haberse hecho persona en un hotel? Yo me quedaría también en esta ciudad, le digo, porque es un sitio donde la naturaleza te conmueve y condiciona. Pero, ¿qué ha hecho que otros lleguen sin siquiera tener una idea del lugar al cuál van?

Foto: Lez.

Alberto no recuerda haber visto tantos compatriotas como los que ahora pululan en Ushuaia. Estima la cifra en medio centenar. “La semana pasada se fueron seis para Estados Unidos”. Hablamos de que lo normal para los cubanos, si fuera natural el hecho, sería emigrar al norte o a lugares donde el clima no sea impedimento. Él mismo entiende al clima como otro gran aprendizaje: “Aquí todo está atado a la naturaleza”. Es ella quien impone el ritmo de la socialización, el estilo de vida y la propia rutina puertas adentro, donde la gente ante una nevada prefiere tumbarse a comer y beber vino delante de una pantalla, y así hasta que mejora el clima y llega el verano, cuando el mundo parece alargarse para los fueguinos y entonces el tiempo alcanza para materializar proyectos, practicar cualquiera de los muchos deportes que permiten tantos lagos increíbles y montañas nevadas alrededor. Cualquier cosa es buena, como el simple hecho de entregarse a la saludable actividad de recorrer la ciudad viendo a la sombra de uno dilatarse delante como si quisiera llegar más rápido que el cuerpo a todo lugar.

La sombra de Alberto siempre había estado un poco más adelantada y tal vez por ella haya encontrado su vocación. “Recuerdo que vi en la televisión cubana un reportaje, nunca se me olvida, de Danza Espiral, la compañía de Matanzas. Entonces le dije a mi mamá que quería ser bailarín. Tú sabes cómo son las madres… se escandalizó. Pero como insistí me llevó a hacer las pruebas y aprobé”. Además de bailar, por placer y necesidad espiritual, la vocación apuntala para él una de las máximas que, según me dice, es la misma que conserva buena parte de los artistas cubanos: “la pauta es que uno sabe que en cualquier momento vas a viajar. Lamentablemente es así. Siempre dije que en Cuba no iba a morir, por todo lo que uno pasa”.

“Gracias a la chiva de mi mamá estoy acá”, exclama mientras conversamos en el primer piso del café Tante Sara, situado en el centro de la ciudad. “Un día no tenía ni esta puta plata y la vendí. Era una chiva blanca que tenía ella. Yo me dije: ‘tengo que irme de aquí’. Lo único que había para vender era la chiva aquella, y… Mira, mi hermano, yo la agarré, y la chiva me miraba con una cara, como diciendo: ‘hijo de puta me vas a vender’”. Ahora, sonriente, recuerda que su madre no le habló por una semana y que vestido con un suéter negro salió de su casa rumbo a Varadero uno de los días más fríos que se hayan reportado en la isla.

Vista aérea de la ciudad de Antilla. Foto: Juan Pablo Carreras, vía ACN.

Ese detalle no lo olvidará porque unos treinta internos, mayormente ancianos que vivían en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, conocido como Mazorra, murieron en esos días, no tanto por la ola de frio como por las deprimentes condiciones en la que vivían en la institución, una de las puntas de lanza del sistema de salud pública en la Isla en su momento. Pero, sí, fue de los más fríos que se recuerdan, como si la gelidez de Ushuaia hubiese estado llamándole con su voz susurrante desde entonces. Atraído por esos aires emprendió un viaje que lo condujo a Cárdenas, donde había pasado parte de su infancia junto a su madre, quien estuvo casada allí con un marinero mercante. Cárdenas, como Varadero, también forman parte de su evolución.

Instalado en Varadero, Alberto aprendió a “poner extensiones de pelo» en la peluquería con la cual alternaba el trabajo del hotel gracias a la amiga que lo acogió. De esa manera comenzó a ganar dinero y a conocer gente, sobre todo turistas. “Nunca me prostituí. De que sí luchaba, luchaba: daba clases de baile, les cobraba lo que no era. Pero, tengo la suerte de no haberme prostituido, cuando el turismo sexual en Cuba es muy bien pagado”.

A los cuatro años el padre de Alberto abandonó a su familia. Su madre tenía una hija, hoy doctora, y debió educarlos a los dos. La familia, también formada por la abuela de Alberto, ambas dedicadas a la limpieza de pisos, vivía en un departamento del municipio ultramarino de Antilla, una lejana y olvidada ciudad oriental de caras a la Bahía de Nipe, por donde, se cuenta, comenzó el mito de la Virgen del Cobre. Aunque la respeta, de alguna manera Alberto tiene más que ver con una virgen extranjera: la de Las Mercedes, patrona de Barcelona. “Tengo hecho a Obatalá”. Es el santo que en la religión yoruba sincretiza con la Virgen de las Mercedes. Obatalá tiene veinticuatro caminos o avatares. El castillo que habita tiene dieciséis ventanas por las que no entra sol, aire o sereno. Además, es el único orisha con caminos masculinos y femeninos. “El santo te escoge a vos”, dice ahora y lo ha traicionado el lenguaje, o más que traicionarlo, se ha impuesto en él esa otra manera de decir para recordarnos que quien sale de su tierra pertenece para siempre a dos mundos.

La primera fuga de Alberto fue de Antilla a Cárdenas, y ya ese viaje resultó significativo: “Desde chico ya sabía lo que yo era. Pero, viste como es Cuba; ser gay es como estar en un campo de concentración, porque tienes que construirte una imagen. La pasé mal en Antilla, hasta que me fui para Matanzas que es otro pensar.” En Argentina se casó con su pareja, hecho legal al que acudieron por meros asuntos burocráticos que los burócratas argentinos agudizaron en su momento y que él, dice, resolvió a la cubana. “Yo me desprendí de Cuba. Me duele mucho, pero no me queda otra. No echo de menos a nadie, solo a mi familia. Cuando me pasa, los llamo. Es feo decirlo, y es triste, pero no extraño”.

Foto: cortesía del entrevistado.

En 2016 Alberto “se hizo santo” en el municipio habanero de Regla y terminó su iyaworaje en Ushuaia. “Ay, muchacho, yo era un foco. Imagínate con esa cantidad de collares y eso. En Río Grande hay cubanos también con el santo hecho, pero en ese momento yo creo que era el único aquí”. El pianista Chucho Valdés, llegado para presentarse en el teatro del Hotel Arakur, se pasmó al conocer a un cubano que se hacía el santo entre la nieve, a casi nueve mil kilómetros de Cuba y todavía en un clima tan distinto al de África. Me muestra una foto con Chucho. Me muestra otra en invierno. Una nevada. Alberto envuelto en abrigos hasta los ojos.

“Mira con quien estoy aquí”, dice sonriente, y veo una en la que posa junto al presidente del gobierno cubano Miguel Díaz-Canel cuando este realizó una serie de encuentros con emigrados en sus giras internacionales de 2019. Alberto se compró un traje en Zara para estar allí. “De la embajada me llamaron para que fuera y dije: ‘Dios mío en qué me metí’. Nada. El tipo solo preguntó por la vida de uno acá. No se habló nada de política. Me dije: ‘mierda, creo que Cuba va a cambiar’, porque sentí que no había que estar con el viva este y viva el otro para mantener un diálogo. De un momento hasta acá no sé qué ha pasado”.

Le habría gustado integrar alguna compañía emblemática de su país natal, como Danza Moderna, Danza Contemporánea o el Conjunto Folclórico Nacional, aspirar a cualquiera de ellas implicaba radicar en La Habana y no llegó a enlistarse. Como no era habanero debía cumplir el servicio social en su provincia, y en ella se encontraba impartiendo clases a los instructores de Arte cuando aquella chiva lo miró desconsolada porque él se le había acercado con cara de poseído, totalmente irracional por la necesidad. “La idea con la que yo vine era la de no volver”, dice. Pero, Alberto ha vuelto muchas veces desde aquel día que no olvida.

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