La creatividad como objeto de burla

Pasaban los noventa, íbamos por ellos lentamente y hasta llegábamos a sentirnos orgullosos de los inventos que nos permitían atravesar la crisis.

Foto: Ernesto Oroza.

En la complicada circunstancia que vive Cuba, definida por el gobierno como “situación coyuntural”, se le recuerda al pueblo echar mano a la creatividad. No pocas veces ha saltado el asunto en los discursos oficiales. La creatividad, no al poder, sino en el discurso del poder (incluso el popular).

Quizá todo comenzara el día en el que durante una transmisión de la Mesa Redonda el presidente Díaz-Canel comentó que el Periódico Especial fue un gran acto de creación colectiva. Cuando desde mi lejanía patagónica observé esa escena y escuché la frase no me pareció totalmente errada. Puede ser que desde algún punto de vista los años noventa se interpreten así.

Pero, más que un acto de creación colectiva, para mí aquel periodo representa otra cosa. Recuerdo y tengo la impresión de que la crisis de los noventa, junto a cada uno de los tiempos traumáticos transitados por la economía cubana, ha sido un acto extremo de invención individual. Frente a la pregunta simple de: “¿Cómo está la cosa?”, la frase: “Aquí, en el invento” suele alzarse como la mejor consigna del mundo underground.

La creación, la imaginación, el invento se volvió tabla de salvación, otra clase de balsa, recamara o cualquier cosa flotante que se tuviera a mano. Solo que, en lugar de echarla al mar para cruzar el estrecho de La Florida, la arrojábamos a la realidad. De ese modo nos manteníamos a salvo.

La imaginación alimentada por la carencia devino prórroga conferida a los individuos por la sociedad. Para esta devino una especie de esperanza, algo así como un canto nacido en sus profundidades, un murmullo que avisaba: cuando se desarrolla y libera la creación hay futuro para todos.

De hecho, en semejantes coyunturas la burocracia destraba mecanismos económicos que ponen en movimiento ciertas fuerzas productivas, promueven determinados mercados y dan paso a pequeños negocios basados en oficios olvidados o por momentos tirados a menos.

La crisis nos volvía inventores y racionalizadores sin carné, sin participar en foros, sin tener más premio que la sobrevida. Yo mismo por aquel tiempo empezaba a formar mi biblioteca y guardaba entre novelas y cuentos un libro cuyo título era Soluciones, una especie de historieta, algo como un manual práctico donde el personaje principal  recuperaba cualquier destrucción: la pared desgastada y los techos ruinosos eran transformados sin recursos en un magnífico y moderno espacio para descansar; un trasto desechable daba lugar a otro artefacto renovado en época donde no había más que propaganda en las vidrieras.

En los comercios apenas llegaba uno a encontrarse algún artefacto soviético que nadie se había atrevido a comprar porque, ¿para qué se quiere un proyector de 16 milímetros cuando no hay películas y ni siquiera se cuenta con electricidad para hacerlo funcionar? Compré uno y en mi casa lo transformaron en un cargador, tungar le llamábamos; así, por lo menos lográbamos mantener encendido dos o tres bombillos cuando se prolongaba la oscuridad.

Otros inventos iban popularizándose en la medida en que sus manuales pasaban de boca en boca: ventiladores construidos con motores de lavadoras rusas descompuestas, trípodes inventados con piezas de autos inservibles, hornillas cuya resistencia no era más que las trenzas de hierro desechadas por los torneros locales al rebanar el metal, fogones a base de aserrín comprimido y, así, decenas de artefactos con los que aprendimos a coexistir.

De esa manera pasaban los noventa, íbamos por ellos lentamente y hasta llegábamos a sentirnos orgullosos de los inventos que nos permitían atravesar la crisis. Incluso fuimos olvidando nuestras primitivas creaciones salvadoras. Las habíamos naturalizado tanto que un día, cuando de súbito aparecieron en la televisión, nos atrevimos a burlarnos de su aspecto lamentable, de su burda apariencia que, al final, era la representación de la nuestra.

Una cocina criolla a base de alambrón, otra cocina criolla en base de aluminio. “Todo esto da lugar a robo de toda clase”, decía la voz que los mostraba. Un ventilador criollo montado sobre la base de un disco de freno de, ¡nada menos que un Lada! “Cualquier cosa”, apuntaba la voz.

Cada vez que se nos mostraba un nuevo aparato, otro de aquellos especímenes prueba del ingenio cubano desarrollado en situación de absoluta precariedad, la gente que llenaba el teatro donde se estaba produciendo la asamblea, reía, carcajeaba, se burlaba.

La voz, que era la de Fidel Castro, solía hacer comentarios como: “Alguno de ustedes conocerán este aparato”. Entraban dos hombres con el aparato y, al verlo, la gente presente, y hasta nosotros en nuestras casas, se reía estúpidamente de las chatarras que habíamos popularizado con el único fin de hacer más felices nuestros días.

En un determinado momento recuerdo haberme puesto serio y triste. Había entendido que todo el ingenio demostrado diez años atrás pasaba a ser el centro de nuestra propia chanza, que parte de esa creatividad puesta en práctica en los años noventa estaba siendo ridiculizada y destruida solo porque nos creíamos libres de la precariedad.

Fue una sensación amarga la que me dejaron aquellas reuniones televisadas. Casi siento vergüenza al verlas hoy cuando las busco en YouTube. La revolución energética trajo ese tipo de sentimientos contradictorios.

Y ahora, cuando la presión del gobierno norteamericano es feroz y la terquedad del cubano es asombrosa pienso que en Cuba podrían retornar los años de echarle mano a cualquier cosa para inventar aparatos con los cuales superar carencias. Aunque, la verdad, no creo que esos tiempos se fueran del todo. No para buena cantidad de personas.

Y pienso en este ciclo infinito que puede convertir al individuo en creador y luego en objeto de risas por causa de sus invenciones, las más precarias, esas que, en verdad, solo han sido resultado de un esfuerzo sobrehumano y, tal vez, representado incluso nuestra salvación.

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