Leal, Zweig, la carretera y el campo

Personas fotografían al presidente Pedro Sánchez mientras recorren calles de La Habana. Foto: Yander Zamora / EFE.

Personas fotografían al presidente Pedro Sánchez mientras recorren calles de La Habana. Foto: Yander Zamora / EFE.

La prisa de las autoridades cubanas por salvar la economía en medio de confusas circunstancias regionales se traduce en detalles cotidianos diversos. Pensaba en ello durante un viaje intermunicipal emprendido en esta otra semana alejado de Buenos Aires.

Aún parado ante una de las arcaicas máquinas que me llevaría a donde unos familiares, seguí reflexionando al respecto. Pocas señales, signos o sugerencias habían sido tan contundentes para mí como una frase del historiador de La Habana, Eusebio Leal, cuya noticia acababa de leer en este mismo medio.

Lo que comente un hombre inteligente y perseverante como Leal no debe pasar inadvertido, ni siquiera cuando la expresión en cuestión pudo ser extirpada del conjunto de palabras que la justifican. Aun sabiendo esto, es seguro que lo que se suelta al vuelo, ya sea en forma de chiste o comentario pasajero, incluso cuando se trata en verdad de una acotación dentro del discurso, resulta muchas veces más significativo que una sarta de palabras en corbata.

Había asegurado Leal, para el diario El País, que España no podía perder a Cuba por segunda vez, que en 1898 extravió a su fidelísima debido a que “en vez de otorgarle la soberanía al pueblo cubano, como debió ser, se la cedió a los Estados Unidos”. Eso es una verdad histórica, pero la frase en sí misma se tornaba de repente despiadada para mí sensibilidad histórica, y aun en medio del tráfago de la terminal me vi impulsado a preguntarme que, de querer recuperar su posición “protectora” o de socio con privilegios, ¿a quién intentaría entregarle autoridad España esta vez?

Es evidente que Pedro Sánchez, aunque en visita breve, ha tratado de conocer la situación real en que se encuentra esta “llave del Golfo”. Así como se reunió con funcionarios del gobierno, incluyendo a su presidente, hombre cercano en edad –doce años los diferencia–, conoció también a algunos representantes de la sociedad civil que componen una franja menos cercana a la muestra preferida por el gobierno cubano en los últimos sesenta años, pero que tampoco es el prototipo de cuanto estaba viendo yo alrededor mío: madres y abuelas en busca de médicos y hospitales mejores, campesinos rastreadores de alimentos e insumos, cuentapropistas con la vida al límite sobre la acera, gente dependiente de una desvencijada mochila militar.

La sola intención de Sánchez demuestra que, en caso de volver, tal vez como aquella vieja promesa del cacique Túpac Katari –también España hecha millones– su gobierno intentará favorecer al cubano promoviendo directamente el comercio, escuchándolo sin intermediarios y, espero, favoreciendo a estos seres de terminal intermunicipal que observaba no obstante mis cavilaciones.

Sobre la inquietud que me produjo la frase de Leal: no es que él represente directamente al gobierno, solo que su currículo lo convierte en elemento particularmente relevante, y para nada se debe dejar pasar una opinión suya por muy al pelo que se haya proclamado. Por otro lado, si no resulta vocero directo de una idea galopante en los centros de poder, algo relacionado con este subyace en su opinión y esta terminará abriendo las orejas de la ortodoxia, que terminará vencida o afilará sus garras.

Poco después de haber subido a la máquina, un Chevrolet verdeazul, seguí pensando en Leal. Fantaseaba más bien con una insólita idea: de haber soltado el criterio, por ejemplo, en la Asamblea del Cerro, algún viejo veterano habría agarrado su machete, se habría levantado del asiento, y Eusebio Leal habría tenido que salir disparado con todo y su hoja de servicio por la patria.

Nadie lo ha amenazado esta vez, y me alegro, porque son solo palabras urgentes que escapan por la grieta del siglo XXI, y supongo que, en lugar de proponer traiciones, sugieran el apremiante deseo de que España se haga cargo de las perentorias necesidades comerciales de la Isla, de que le tienda otra mano al sistema en medio de su desesperación por supervivir y esquivar las zancadillas de los sectores conservadores en emergencia.

Cierto que España lleva años comerciando con Cuba de manera estable, pero, como me informaba un amigo español, de Cuba y mío a la vez, esas relaciones han transitado por incomprensiones definidas por la falta de apertura, transparencia, compatibilidad, tolerancia y una mutua voluntad de conciliación. Superarlo podría ayudar en este nuevo ciclo que se avecina y permitirá sobrepasar periodos de empresas mixtas fracasadas a causa de la inoperancia de una dirigencia terca o cautivos de su dirigencia.

Regreso a la vida real: en este estadio de cavilaciones la máquina subía y bajaba, dejando atrás potreros reverdecidos. Entraba buena brisa por las ventanillas así que dejé de pensar en Leal, Pedro Sánchez y los españoles –incluso en mis ancestros– para ponerme a leer. Siempre llevo libros en mis viajes y sucede algo curioso con ellos, cada uno se relaciona de manera misteriosa con la circunstancia en que los elijo. Así ha sido siempre y puedo enumerar una larga lista de títulos en los que se resumieron mis desgracias o felicidades, exploraciones y repasos. Esta vez iba conmigo El mundo del ayer, memorias póstumas de Stephen Zweig. Al rato, había leído y filosofado a la vez, y al atisbar la vía noté que llegaba a mi destino.

Ese fin de semana hubo lo que suele haber en el campo cuando llega una visita esperada por años y, después de la comida, noche de luna llena con conversación. Hablamos de estos tiempos y de los pasados, de modo que alguien se refirió con nostalgia a los almanaques vencidos, y en especial a los años 80, cuando ganaba como obrero industrial 187 pesos, suficientes para vivir un mes, y más si extendía su jornada laboral por el doble de las horas fijadas, ganándose como “vinculado” un salario que superaba los 1000 pesos.

“Es lo que quisiera yo ahora, ganar un salario que me permita vivir”, dijo. Era uno de mis cuñados, que ahora es campesino, con tierras asociadas a una cooperativa y sueños como solo la gente del campo suele tener. Últimamente anda confundido, visitó un hotel de la playa por primera vez en su vida y le preocupa que a menos de 30 kilómetros de su finca exista un mundo tan ajeno al suyo, cuya característica es la pérdida continua de cosechas por la falta de transportes estatales que la rescaten y las lleven a las placitas cubanas.

Noté que también mi cuñado, como Zweig, parecía nostálgico de un mundo pasado, su mundo del ayer. Tanto como para el biógrafo de Fouché ese tiempo vencido era un lugar seguro que de repente se había vuelto aún más fantasmagórico.

Ellos viven camino a Antilla, razón por la que a veces –solo a veces– se pone él más fantasioso aún, exactamente con las posibilidades que podrían ofrecerle el polo turístico que siguen levantando en El Ramón, una zona de playas paradisiacas que en poco podrían cobijar a unos 20,000 turistas, miles de bocas que mantener y aun mucha mayor zozobra para el campesino que este año conoció los beneficios de ser turista en su tierra.

Como hombre bueno e idealista piensa mi cuñado que sus cosechas podrán comercializarse directamente con estos nuevos hoteles que se edifican. Lo dijo mirando al piso, y después agregó: “Sería una forma de que Cuba sea menos de España”. Como es de esperar yo para ese punto había sacado la frase de Eusebio Leal. No se me quitaba de la mente y a partir de ese momento, creo, a mi cuñado tampoco.

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