Nueve poetas juntos en una misma esquina

En la intersección de Corrientes y Florida, a pocas cuadras del obelisco de Buenos Aires, volaron los poemas por el Día del Lector.

Foto: LEZ.

Los poemas no volaron como palomas, pero una chica y un chico los entregaban amablemente si les pedías uno. Estaban detenidos en la intersección de Corrientes y Florida, a pocas cuadras del obelisco, que no es una columna tan alta como se la imagina el turista, o como debiera serlo para representar a la ciudad de Buenos Aires: ha sido tragado por los edificios, y allí sobrevive, como dando salticos para no ser superado por el tráfago de la hora pico.

Había movimiento de turistas en esa esquina. Un grupo de brasileños se organizan antes de cruzar rumbo a la zona del parque San Martín, que queda en la dirección de la terminal de Retiro, esa zona donde uno encuentra todo lo que es común a los alrededores de una estación de trenes, no muy lejos del puerto. De pronto se escuchó el típico llamado. “Cambio”. Alguien de voz engolada avisaba que estaba allí para cambiar dólares, reales y euros.

Florida es una calle repleta de personas que se ganan la vida en el negocio del cambio de moneda. Hay mujeres y hombres; adolescentes y ancianos. Se diferencian entre ellos por la manera en que se anuncian. Hay verdaderos artistas, como el cantante lírico que sólo dos cuadras en dirección contraria a Retiro vi cantar un aria de Puccini cuando salí del subte. Elevaba los brazos al cielo, que bloqueaba visualmente un moderno edificio, y dejaba escapar su voz. Era la de un perfecto tenor.

Arbolitos se les llama a quienes compran divisas. La última vez que hablé con uno fue el mes pasado, cuando un amigo procedente de Uruguay necesitó pesos argentinos. En teoría es una actividad ilegal, pero ellos forman parte de la legalidad de esta vía. Sin arbolitos estaríamos también como deforestados en Florida. Nos atendió una señora de apenas metro cincuenta de alto y unos sesenta largo en edad. Pelo seco, suelto y canoso. Se cubría el cuerpo con un sobretodo rojo. Nos hizo seguirla hasta la puerta de un viejo edificio, que cruzó sin mayores dificultades porque estaba abierto y el portero que protegía la entrada debía conocerla.

Subimos por una escalera estrecha, como de tres vueltas. En el primer piso y como en la cuarta puerta de un pasillo pavoroso, nos avisó: “Por aquí”. El ambiente me resultaba sospechoso, pero nos dejamos llevar por su palabra de que realizaría el trámite de manera segura. Hubo un momento confuso, sin embargo: la persona encargada de la transacción, separada de nosotros por una ventanilla de cristal, al estilo de los bancos, hizo un gesto y como por arte de magia trastocó el billete de cien dólares que le había dado mi amigo en otro, pero ya era un simple dólar. 

Nunca imaginé que encontrar a Washington en lugar de Benjamín Franklin causara tanto sobresalto en dos personas. Nos miramos. Preguntamos. Hasta que, al fin, tranquilidad. Recibimos el cambio y nos dispusimos a salir de allí a toda prisa. Tenía la sensación de haber superado una importante prueba. Había pasado uno de esos puentes colgantes que conectan con el Buenos Aires profundo, de la ciudad porteña a la que le cantaba el Polaco Goyeneche.

Antes de salir observé una montaña de revistas. Le pregunté a nuestra guía, que hasta ese instante había permanecido en un total mutismo, si podía agarrar una y se encogió de hombros. De manera que tomé una. Era una edición de Caras y Caretas de 2009. Nunca sabré por qué estaban allí y tampoco porque me desvié de tema, si sólo quería contar qué hacía yo el sábado 24 de agosto en la esquina de Florida y Corrientes.

Buscaba corroborar que estuviera sucediendo aquella suelta de poesía anunciada por la Fundación el Libro y la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). 300 mil poemas para repartir en distintos puntos. Y era verdad aquí. Me había enterado por una amiga de la radio, que vive en Cuba. Y desde allá soñaba con poemas que volaban como gaviotas.

Vi a dos chicas acercarse a la mesita. Sobre la superficie podían observarse postales con imágenes de nueve poetas, la mayoría muy conocidos.

Agarré una postal de Alfonsina Storni. Se le encuentra sonriente, con su típico peinado a lo garçon. Le di la vuelta y leí “Paz”: “Vamos hacia los árboles; la noche no será blanda, la tristeza leve”. Había versos de Alejandra Pizarnik, Leopoldo Lugones, Silvina Ocampo, Daniel Edgardo Petasne, Enrique Banchs, Néstor O. Maceira y, claro, de los cumpleañeros: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.

Una tarde en el teatro a ciegas

El 24 era el 125 aniversario de Borges. También tuve su postal, con el poema “Los Justos”: “Un hombre que cultiva su jardín…”.

Me he preguntado para qué sirven estas iniciativas, a quién les salva la jornada, a quién les levanta el ánimo de una depresión, de la ansiedad que ataca como la gangrena.

Como quiera que sea, no hay gesto de esta ciudad que no lleve consigo una pizca de poesía borgeana, que es también decir una cuota de sigilo y melancolía. Dos días después, el lunes, sería el cumpleaños de Cortázar, el 110.

De Cortázar eligieron un poema musicalizado: “Yo tuve un hermano”. Lo recuerdo siempre en la voz de Pablo Milanés, en cuya grabación también se escucha la voz del autor. “No nos vimos nunca, pero no importaba. Mi hermano despierto mientras yo dormía.”

Hoy pareciera un tiempo tan distinto al de Cortázar. ¿Qué nos diría en estos días? ¿Qué opiniones nos regalaría? Tampoco hay sitio en esta ciudad que no lleve en sí un poco de Cortázar. La circunstancia más extravagante puede, de pronto, convertirse en tu burda realidad.    

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