Pantaleón Pantoja y la obligación de hacerlo todo a la perfección

Encarna Pantaleón Pantoja, personaje de una novela de Mario Vargas Llosa, la imagen, más que de un hombre disciplinado, del verdadero idealista que confía ciegamente en quienes determinan sus pasos, en este caso: los superiores.

El escritor Mario Vargas Llosa (derecha), durante la adaptación de su novela Pantaleón y las visitadoras, en 1973. Foto: Andina.

El filme de Federico Lombardi, Pantaleón y las visitadoras (1999), visto ahora muchos años después de la primera vez, me hace pensar en la cantidad de personas conocidas en quienes se manifiesta el tipo de comportamiento del también llamado: Don Panta.

A ese hombre, capitán del ejército peruano, todavía joven, no le importan los imposibles; en lugar de someter a la lógica cualquiera sea la nueva empresa encargada, y que en el argumento de este filme casi se le exige en requerimientos a sus cualidades como oficial, cede por obediencia. Tratándose de una orden emitida por los superiores nada mal podría pasar, parecen ser sus deducciones.

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Se trata de un militar, y como todo aquel que también lo sea suele justificarse con la eterna excusa de: “soy militar, tengo que cumplir las órdenes”. De esta manera, por muy desquiciada que suene la encomienda, Pantaleón Pantoja tratará de ejecutarla tan bien como sabe, la asumirá con una seriedad implacable. Aptitudes tiene para hacerlo: un “cerebro electrónico”, porque es “organizador nato”, con “sentido matemático del orden” y de notable “capacidad ejecutiva”.

Así, “el asunto bastante delicado”, la obra para la cual le han escogido estará llamada a convertirse en una empresa histórica, aun cuando desde el principio resulte una verdadera locura, algo que él mismo intuye sin atreverse a rechazar, porque así son los jefes.

Hay mucha gente con estas debilidades, personas que necesitan de órdenes para vivir o funcionar, como Pantaleón; también hay otros que actúan de una manera similar: cualquiera de nosotros conoce a alguien empeñado en hacer funcionar lo que no funcionaría jamás de la manera que se lo han planteado; pese a la realidad, le vemos enfrascarse con entusiasmo en la empresa, porque es terco u obediente y quiere demostrar que representa dignamente una tradición, o, simplemente, no saben actuar de otra manera.

Sucede con Pantaleón Pantoja, el personaje que en verdad fue creado por Mario Vargas Llosa (Lima, 1935). Pantaleón “don Panta” o “Pantita”, según quien tenga de interlocutor, protagoniza la cuarta novela suya, un libro del cual el filme de Lombardi tomó íntegramente nombre, diálogos y el centro de la historia, solo prescindiendo de unos pocos personajes y subtramas que le hubieran alargado y complejizado demasiado su propuesta.

La historia fue publicada en 1973 y con ella mereció Vargas Llosa el Premio Latinoamericano de Novela. Dos años antes de recibir el galardón, él mismo se había aventurado en llevar su obra a la pantalla en una aventura para la cual se hizo acompañar de José María Gutiérrez, los actores José Sacristán y Pancho Córdova así como de las actrices Katy Jurado y Camucha Negrete. ¿El resultado?: “Una catástrofe”.

La estructura del libro, en cambio, era ya memorable. Se desarrolla a partir de informes escritos por Pantoja, recortes de prensa o diálogos consecutivos que no escatiman en saltos temporales, al mejor estilo del escritor peruano, ganador del Premio Nobel en 2010, perfeccionista e impulsor de una técnica pulida en obras como La Casa verde (1966) o Conversación en la catedral (1969) y autor de cabecera de muchos jóvenes escritores cubanos desde que Eduardo Heras León incluyera fragmentos suyos en aquel libraco “Los desafíos de la ficción” que muchos conservamos por ser un prontuario valioso sobre técnicas narrativas.

Tal vez por el recuerdo fresco de las lecturas y ensayos sobre novelas de caballería en el momento de su escritura, yace en este personaje un sentimiento romántico y quijotesco, de manera que encarna Pantaleón Pantoja la imagen, más que de un hombre disciplinado, del verdadero idealista que confía ciegamente en quienes determinan sus pasos, en este caso: los superiores.

Más que en hombres, cree ciegamente él en la institución que representa tal cual el caballero andante en la orden que lo ha hecho ser. “El ejército es lo que más respeto y quiero en la vida”, dice. Esa fe suya, creer ciegamente en una estructura que, de todos modos, está determinada por los aciertos y fracasos humanos, será su perdición.

Quienes conozcan el libro de Vargas Llosa, o el filme de Lombardi, recordarán que a Pantaleón Pantoja un día le llaman desde la jefatura para informarle una tarea secreta que le han encomendado en medio de la selva peruana.

La misión lo pondrá en Iquitos, una ciudad que si en el momento en el cual se desarrolla la historia (1955-1958) daba la impresión de ser un sitio atrasado, casi determinado por la moralidad, la superstición y la corruptela de los medios de prensa (en este caso, la radio: La Voz del Sinchi) hoy, por lo que se lee, es una ciudad moderna y de sumo atractivo para los turistas.

Como para Pantaleón no existen los imposibles, y sus cualidades organizativas resultan evidentes, da el pecho a la nueva responsabilidad con la mayor seriedad y entusiasmo. De ese modo crea y desarrolla un famoso sistema que, con la finalidad de frenar las múltiples violaciones padecidas por las mujeres en la zona, provee de un servicio de prostitutas a los guardias. Por nombre le pone: Servicio de Visitadoras para Guarniciones, Puesto de fronteras y Afines.

No llama putas a las chicas dedicadas a la prostitución; ante sus ojos no son mercenarias del sexo, sino “funcionarias civiles del ejército” a las cuales impondrá la mayor disciplina, sin embargo velará por su bienestar llegando a exigir salarios justos, jornadas de ocho horas y primas de riesgo a sus jefes, los generales que lo eligieron, boquiabiertos luego con sus crecientes pedidos.

El Servicio de Visitadoras pronto habrá de convertirse en una verdadera institución referencial en toda la Amazonia, e incluso en el Perú. La “novedosa” institución cuenta con himno, estatutos, deberes y derechos establecidos para sus integrantes. Tan próspera y ejemplar resulta la empresa que en el imaginario local pasa su cede, también llamado centro logístico, a llamarse “Pantilandia”.

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Luego vendrán los conflictos propios de un hombre “sin vicios”, “felizmente casado”, dedicado a estos menesteres. Vargas Llosa compuso una sátira social que apunta del mismo modo a muchas instituciones, religiosas o armadas, uno de los temas preferidos y reiterados desde su magistral La ciudad y los perros, historia inspirada en su experiencia en el Colegio Militar Leoncio Prado.

El otro gran asunto, heredado de autores como Juan Carlos Onetti, seguramente, es el de la prostitución y la fauna que de ella se desprende, en especial, desde el bajo mundo de los barrios pobres de Perú. Esos ambientes, que recuerdan también a determinados consejos de Faulkner dedicado a los escritores jóvenes, se mezclan con guiños al oficio periodístico, siempre presente en la obra del escritor, cuyo discurso de agradecimiento por el Nobel, en 2010, me parece una de las mejores defensas por la literatura que puedan escucharse.

“Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar”.

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