Poesía para cuando no haya poesía, recuerdos para cuando no hayan recuerdos

Cuando terminaba un año que no fue cualquiera, sino uno de los más extraños que hayamos vivido, por cuanto conlleva convivir con un enemigo diminuto como lo es un virus, me puse a recordar la obra de un escritor llamado Ray Bradbury.

Ray Bradbury (1920-2012) posa junto al Planetario de Buenos Aires, en 2006. Foto: Clarín.

Aunque uno no lo comente demasiado, tiene libros con los que establece comunicación singular. Esa conexión pasa por la trascendencia que encierra la historia o el tema que desarrolló el autor o la autora, por el respeto que se le tenga a quien lo haya escrito o porque, de alguna manera, se encuentre vinculado a asuntos, digamos que, sentimentales para la existencia.

Creo que debo haberlo escrito alguna vez en estos dos años de columna en OnCuba, y ese es el caso que me impulsa a empezar el año hablando sobre Ray Bradbury. Bradbury, de quien en 2020 se celebró su centenario, es otro de esos autores unido a momentos fundamentales en mi vida. Sin pretensiones de ninguna clase, advierto que esto me sucede porque soy del tipo de persona que siempre anda con un libro a cuestas. De este modo, cada cosa que hago queda relacionado con una obra literaria que ya no olvido jamás.

De Bradbury leía El vino del estío cuando el accidente automovilístico que viví el 31 de diciembre de 2004, y del que también he contado para los lectores de esta columna. Ese libro no iba conmigo al momento del impacto; recuerdo, sí, que lo había dejado sobre una mesita de cristal de esas que había en varias zonas de la que fue mi casa.

Hay un detalle curioso: nunca la narración estuvo en mi cabeza atolondrada durante los días de internamiento hospitalario, acaso solo flashazos de algunas escenas, frases sueltas, adjetivos que parecían fulgurar en determinados párrafos, pura poesía al juntarse con otras palabras que, por gustarme demasiado, llevaba yo a uno de esos prontuarios que en ciertas temporadas organizo como provisión, alarde coleccionista o por mera cautela de mantener a la vista nuevos u olvidados vocablos.  

Lo que sí se estuvo dibujado en mi memoria fue la ilustración de cubierta para la edición cubana, de la Colección Cocuyo, por la que lo leí: un niño de espaldas al sol mira su sombra proyectada sobre la tierra oscura que recuerdo rojiza: brazos abiertos, piernas separadas. Había en aquella imagen tanto misterio como el que encerraban muchos pasajes de esa segunda novela del autor, nacido un 22 de agosto de 1920. Había incluso algo de coincidencia en lo que ocurría con Douglas Spaulding, el niño de doce que protagoniza la narración de lo que es un viaje sin regreso acontecido en un verano inolvidable, y lo que me ocurrió a mí aquel diciembre de 2004.

He encontrado solo esta imagen pequeña de aquella portada

De este autor también guardo imágenes ligadas a la famosa Crónicas marcianas, y aprovecho para contarles de la edición que poseo de su muy aclamada Fahrenheit 451, la historia de Guy Montag, el peculiar bombero cuya responsabilidad, como la de todos los bomberos del tiempo de esta distopia, donde sabuesos mecánicos son programados para fulminar a sus presas, consiste en quemar libros, incendiar estanterías y, de ser necesario, reducir a cenizas a quien sea tan apasionado del conocimiento que prefiere imponerse al momento de su destrucción .

El ejemplar que conservo en mi poder perteneció al escritor cubano Oscar Hurtado. Me cayó en las manos cuando rastraba detalles de la vida de este hombre que también escribió ciencia ficción. Se trata del libro modelo por el cual parece haber trabajado para su edición en Ediciones R, que el mismo año de 1965, desde la Serie del Dragón, había publicado las Crónicas marcianas y que en 1967, aunque ya como Ediciones Granma, incluiría El hombre ilustrado, los relatos de Bradbury de 1951.  

Edición que conservo de Fahrenheit 451, ediciones Minotauro.

La impresión modélica para Hurtado fue aquella publicada por Francisco Porrúa en la Buenos Aires de 1958. El propio editor gallego, asentado desde la infancia en Argentina, bajo el seudónimo de Francisco Abelenda, había realizado la traducción para ponerla su editorial Minotauro, casa que, por cierto, surge por la traducción de una obra de este escritor estadounidense.

El formato de Minotauro, ciertos detalles de estilo registrados por Porrúa, formaron el patrón de Hurtado para esa edición cubana de Bradbury que recorrió la Isla bajo el sello de Serie de Dragón. Seguramente esta influencia estuvo determinada por Virgilio Piñera, quien además de ser cabeza de Ediciones R, había vivido y convivido con el mundo editorial esplendoroso de la Argentina en los años cincuenta.

Por eso, cuando terminaba un año que no fue cualquiera, sino uno de los más extraños que hayamos vivido, por cuanto conlleva convivir con un enemigo diminuto como lo es un virus, me puse a recordar la obra de este grande escritor llamado Ray Bradbury.

Novelista y cuentista de los mejores, pero, notable entre los detalles de su currículo es este otro detalle para mí: Bradbury es la persona que un día nos mostró cómo sería la vida lejos de la tierra cuando este hecho fuera posible. Al mismo tiempo nos avisó que esa vida, aun por probarse, arrastrará consigo, del mismo modo, nuestra monotonía, felicidad y sufrimientos. El hombre padecerá los mismos problemas y preocupaciones por muy lejos que escape para evitarlos.

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