Un relato de cuarentena: gente que parece odiar a los niños

No creo ninguno de estos casos haya sido un ejemplo de xenofobia. Sin embargo, lo que sí se manifiesta es cierta inconformidad perpetua, una especie de deseo de ser y no ser, de estar y no estar; cierta rabia peligrosa que deteriora lentamente los sentidos.

Foto: Kaloian.

Todavía no habíamos cumplido el mes de cuarentena cuando tocaron a la puerta. Era media mañana. El departamento nuestro está en un piso superior y para entrar hay que tener llave o haber sido aceptado por el encargado. Abrí y me encontré a un policía: llevaba barbijo y podía verse toda su indumentaria siempre impresionante.

Mi hijo de cuatro años se adelantó a la puerta, de modo que también se había encontrado al policía de frente. El hombre se presentó muy educado, y no sin cierta vergüenza empezó a decir que estaba ahí debido a un reclamo: la vecina de los bajos había puesto una demanda porque “no podía vivir en calma”, “ni siquiera trabajar”. Le molestaban los pasos y los saltos del niño.

Aquel hombre, haciéndonos firmar el documento, titubeaba. Era capaz de comprender la situación; que carecía de implicaciones legales mayores o menores, repetía: “Es solo un trámite”. También él tenía hijos, podía ponerse en nuestro lugar, era capaz de entender que un pequeño de cuatro años llegue a ponerse intranquilo debido al confinamiento al que nos había obligado la enfermedad del nuevo coronavirus.

Foto: Kaloian.

Los pasos de mi hijo pueden retumbar en el piso de madera de nuestro departamento, pero con sus apenas 18 kilogramos no debe ser un estrépito mayor que el nuestro, moviéndonos de un lado al otro la mayor parte del día. Esa breve reflexión, posterior a su retirada, me llevó a valorar si acaso la queja de la vecina encerraba algo más que el desespero de una mujer joven encerrada también por culpa de la pandemia.

¿Habría escondido en su cerebro algo así como un sentimiento xenófobo exacerbado por el encierro y el miedo? Esta posibilidad, la verdad, rápido la olvidé. No es conveniente pensar más de la cuenta cuando se está encerrado.

Cualquiera como yo, condescendiente con el vecino, puede llegar a comprender a esta persona. Como habíamos sido gentiles y cooperativos con ella alguna vez, debido a eso, tratamos de controlar nuestra actividad, evitando ruidos extremos en horas indeseadas o en las cuales pudiera estar trabajando, como le pasaba a casi todo el mundo que tuviera la posibilidad de hacerlo desde su casa.

La situación de precaución perpetua, en medio de la cuarentena y ante el auge y el desconocimiento de la enfermedad, también alteró nuestro ritmo y nuestros humores más de una vez. Fue difícil lograrlo, pero creemos haberlo hecho: casi no apoyábamos los pies sobre el piso de la casa. Mi esposa, el niño y yo, como el personaje de Paul Auster, casi levitábamos a toda hora.

Pero, al mes, otro policía nos hizo la visita. Ahora era una mujer, tan comprensiva y apenada como su compañero anterior. Observó, hablamos, y después de repetirnos que tenía hijos y que no entendía que hubiesen personas tan poco tolerantes a los niños como nuestra vecina, incapaces de percibir lo que representa para un pequeño el encierro, susurró: “Pero no se preocupen, se va a mudar”.

Y se mudó la vecina unos tres meses después, para suerte de nosotros.

Era una mujer joven, de unos treinta años. Vivía sola con su perro, un bulldog francés al que no paraba de regañar por esto o por lo otro. Nosotros somos tres, ya lo dije. Y un niño no es un perro, al que debe reprimírsele sus actos a cada minuto.

Me hubiera gustado hacerle una pregunta: “¿Sabías que los chicos y las chicas son las víctimas invisibles del coronavirus?”. Tal vez no lo sepa, y posiblemente no me hubiera prestado atención o hubiera reparado en la frase. Ni siquiera es mía; la estoy leyendo en el reverso de una publicación de la Unicef.

No fuimos los únicos. En Argentina y otras muchas partes del mundo se han disparado las quejas de vecinos incapaces de tolerar los saltos o carreras de un niño en determinados horarios, debido al encierro al que se vieron obligados durante tantos meses seguidos.

Muchos no entendieron lo que Quino, el creador de Mafalda, sí entendió. Según la anécdota, tenía un vecino con niños muy activos y un día este vecino se lo topó en el ascensor. Entonces, contrariado, pidió disculpas por los estropicios de sus hijos, a lo que Quino contestó: “No tiene que disculparse, son niños y es su trabajo hacer ruidos”.

Al conversarlo con otra vecina, de mayor edad, y veterana en el edificio donde vivo, se mostraba impresionada con la actitud de quien dos veces llegó a protestar con la policía por los pasos de un infante. En esa conversación mencionó el mismo término que había pensado yo y al cual no quise darle mayor importancia.

¿Habríamos sido nosotros diana del leve golpe de sentimiento xenófobo?

Puede ser, porque al final de cuentas los vecinos que molestaban, nosotros, somos extranjeros a los ojos de aquella persona. No lo es mi hijo; pero quién piensa en los derechos de los niños en esta situación, cuando ni siquiera lo piensan en situaciones normales. Y el tema no queda aquí.

La vecina de los bajos de otra amiga se quejó por el ruido de las rueditas de un auto de juguete que su hijo de dos años hacía rodar de un lado al otro del piso. También la vecina de los bajos de otros amigos fue a tocarles la puerta por el hecho de que se duchaban en la madrugada y manipulaban a esa hora lo que describió como algo parecido al teclado de una computadora.

No creo que ninguno de estos casos haya sido ejemplo de xenofobia. Tampoco considero que el sentimiento de esta muchacha lo fuera; y menos  —por mi experiencia— , que Argentina sea el sitio donde la xenofobia se manifieste con profusión. Es un país bastante hospitalario, su gente se solidariza con el migrante. Si es cubano, se solidariza más. La base nacional aquí es esa: la migración, la diversidad, la mezcla.

Sin embargo, lo que sí se manifiesta es cierta inconformidad perpetua, una especie de deseo de ser y no ser, de estar y no estar; cierta rabia peligrosa que deteriora lentamente los sentidos.

Foto: Kaloian.

Esa realidad percibida en Buenos Aires, donde vivo, me ha hecho pensar en muchos de los contextos descritos por el escritor estadounidense Chuck Palahniuk, quien es especialista en desarrollar personajes a los que una especie de rabia les va carcomiendo hasta reventar y terminan contaminando a otros, y pronto todos juntos se convierten en centros de estragos colosales.

Por alguna razón, pensé que también que estábamos viviendo una especie de epidemia, como las descritas por Palahniuk. Mas de eso no escribo hoy; otro jueves, el que viene, quiero abundar sobre este escritor y sus personas rabiosas.

Hoy solo quise hablarles un poco de la vida real, de la ira real, de los niños en esta nueva normalidad antes de que lo fuera; y de la realidad de un país, o del mundo, donde cualquier cosa es ya motivo de rabia.

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