Una Suite Habana que no precisa aniversarios

¿Qué tenía aquella película para que partiera el alma como sentíamos que lo había hecho?

Foto: Kaloian.

Después del aluvión habanero de la semana pasada, pensé que sería bueno recordar uno de los mejores homenajes que desde el cine ha recibido la capital cubana. Es lo que pienso de Suite Habana, aquel documental de Fernando Pérez lo suficientemente potente como para que los espectadores saliésemos de la sala angustiados por la ciudad y, claro está, por nosotros mismos.

Para el estreno, que ocurrió en 2003, reunieron también a trabajadores y miembros de las organizaciones de masas como había sucedido antes con otras películas polémicas o traumatizantes. Así, de pronto, junto a otros muchos estudiantes de periodismo me encontré en el Riviera aquella mañana de sábado rodeado por federadas y cederistas ansiosos por saber de qué iba el nuevo filme.

Aun cuando hubo risas o carcajadas, recuerdo el gran silencio predominante durante la proyección. ¿Eran ochenta minutos a ocaso esa copia estaba censurada? No. Veíamos el filme íntegro, pero pasaba así de rápido; y lo peor estaba llegando.

Después de los créditos, ya en los pasillos me sentí bastante perturbado. Alrededor mío algunos no disimulaban sus lágrimas o mocos abundantes. La mayoría no atinábamos a decir algo y debimos aguardar para que, libres de la penumbra, la realidad con su aparente superficialidad acostumbrada volviera a sacarnos del hechizo.

¿Qué tenía aquella película para que partiera el alma como sentíamos que lo había hecho?, ¿qué Habana se nos había revelado para que después, cuando estábamos de vuelta a la Avenida 23 con sus fachadas arte decó y sus almendrones humeantes y sus timbiriches de croqueta frita, lo viéramos  todo de otro modo?, ¿qué verdades, qué secretos, que cosas invisibles se nos habían descubierto?

Con su llaneza y una claridad intelectual evidente en trabajos anteriores y posteriores como Clandestinos (1988), Madagascar (1994) o José Martí: el ojo del canario (2010) Fernando Pérez había hecho algo cruel y generoso: había abierto la puerta de algunas viviendas a las que nunca hubiéramos entrado siendo estas, muchas veces y tal vez, como las nuestras. Quiso que compartiéramos la cotidianidad de esas familias y que, sobre todo, contempláramos lo ordinario con la quietud que se examina una obra de arte.

Pero, también el cineasta, que, por cierto acaba de cumplir 75 años, tenía un secreto: había desechado las características más evidentes del cubano, lo había librado de su propensión al chiste y a la broma, a lo desmesurado o heroico, a su perpetuo parloteo, gestualidad sensual y obsesiones para confrontarlo a su entorno, produciendo tanto en protagonistas como espectadores una profunda cavilación.

El cubano, y en especial el habanero, en Suite Habana, por llamarlo de alguna manera, quedaba limpio en su entorno, desnudo ante su circunstancia, sin más herramienta o arma para enfrentar y defenderse de la ciudad que su cuerpo y sus acciones.

El silencio es la gran metáfora de un filme lleno de metáforas. Un faro para empezar, imagen de alto significado: La Habana como luz, La Habana como señal, La Habana como guía o posibilidad de una idea que tal vez ni exista tal como se planteó, aunque  alguna gente que cree en ella sobrevive a los embates del agua por todas partes. La Habana como representación de Cuba.

La imagen del faro alterna con el Lenon del Vedado al que hombres y mujeres le hacen guardia evitando así que roben sus espejuelos. Bajo la lluvia o el sol, de día o noche, siempre alguien protegerá la estatua de los malhechores. El hombre sacrificándose por la alegoría del hombre. La ciudad o el país donde importa tanto o más lo simbólico que lo real. Metáforas son metáforas.

Luego, una sucesión de secuencias en las que hay barcos y balcones, y un joven ciclista que se desplaza con unos tacones de mujer enganchados al manubrio. Ese ciclista es el fragmento de otro gran elemento salvaje: La ciudad es así mismo transfiguración; una cosa por fuera y otra pode dentro, una de día y otra de noche, la realidad de la televisión y la de fuera del artefacto que, en la película solo muestra banderas cubanas movidas por la muchedumbre. A esa imagen se enfrenta únicamente una anciana que tal vez ni sepa lo que está mirando.

Un reloj. El tiempo. La fragilidad del hombre ante los días y las horas. De eso nos sigue hablando Fernando en su película que es documental, pero que tiene algo de ficción en tanto él mismo asegura haberla modificado lógicamente con luces y montajes… La Habana simboliza a todos esos edificios, columnas y hombres que se resisten a ser renovados o remplazados, a los ancianos de la masa que atestiguó el mayor de los últimos cambios experimentados por la ciudad, a los jóvenes que nacieron después del 59.

¿Qué ha pasado con quienes tal vez lucharan por una Revolución y ahora se mecen tristemente desde un balance? ¿Qué ha sido del Hombre Nuevo a las puertas de la tercera edad y con su balance esperándolo? Tanto uno como otro padece el tiempo, ambos sobreviven gracias a las transfiguraciones. Nadie es lo que fue. Nadie en lo que dice ser. Lo que vemos de las personas no refleja lo que son realmente.

Un abuela vende maní, un cuarentón sueña con integrar una orquesta mientras trabaja como ferroviario, un médico anhela ser actor, otro se trasviste y actúa en su afán de llegar a ser una gran artista.

Francisquito era el pequeño príncipe de una familia. Esa familia se esforzaba mucho para que Francisquito pudiera vivir como un niño normal pese al Síndrome de Down. Francisquito tenía una educación gratuita y un padre que abandonó su profesión como arquitecto para dedicarse a la albañilería por cuenta propia, la forma única en la que podía  alimentar mejor a ese hijo.

No hay diálogos, las voces no son más que las colectivas fundidas con los ruidos propios de la ciudad. Y la música pertenece a Edesio Alejandro o a varios autores, como la incidental que se escuche en uno u otro momento. Por ejemplo, Silvio Rodríguez recordándonos: Tu tiempo es ahora una mariposa, navecita blanca, delgada, nerviosa…

¿Cuándo ha cambiado La Habana como para que de enfrentarnos a otro documental idéntico al de Fernando Pérez no salgamos de la sala turbados o llorando? Seguramente ha cambiado mucho, pero casi nada como para presentarnos una situación plenamente distinta.

La Habana tiene, sin embargo, algunos elementos que representan su salvación; tiene ese mar que su gente venera como los antiguos al sol. También tiene sol. Esa combinación la convierte en urbe de alma implacable, cargada con la energía de los hombres y mujeres que murieron peleando por ella, o con la de quienes estarán con ella hasta que caiga el último balcón; incluso, con la fuerza de quienes lejos de ella siguen pensando en sus calles, barrios y edificios. La Habana tiene a su gente, emancipada y cautiva por La Habana.

https://www.youtube.com/watch?v=qLwi_3lH-co

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