Una tarde en el teatro a ciegas

Una obra basada en cuentos de Quiroga en el Centro Cultural Konex, en la zona de Almagro, en Buenos Aires.

Foto: Kaloian Santos Cabrera.

Fui a ver una obra de “teatro a ciegas” con mi hijo. La puesta tuvo lugar en el Centro Cultural Konex, en la zona de Almagro, en Buenos Aires. Llevaba por título Quiroga y la selva iluminada y era una puesta del grupo Teatro Argentino que parte de varios cuentos de Horacio Quiroga, entre ellos uno, por cierto, muy popular entre los cubanos de mi generación.

Título: “El Loro Pelado”. Así comienza:

“Había una vez una banda de loros que vivía en el monte. De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien. Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros”.

Creo que llegamos a esa historia primero por la adaptación de Mario Rivas en aquel dibujo animado de 1986, producido por el Icaic, y que recordamos por su estética y las voces de actores y actrices como José Antonio Coro, Ana Nora Calaza y Manuel Marín.   

Una vez, en la ciudad de Holguín, vi una obra de teatro parecida a esta en cuanto a técnica, aunque desconozco si parten de variaciones de un mismo modo de hacer o son tendencias completamente distintas. Aquella, recuerdo, era una obra de “teatro de luz negra” realizada con mucho empeño por un grupo local llamado Neón Teatro. La puesta resultaba muy buena e, incluso, la calidad de los muñecos alcanzaba una calidad satisfactoria si hago la comparación con esta que vi.

El Loro Pelado 1986 Mario Rivas

La nueva experiencia, sin embargo, tuvo un rasgo más fidedigno a las exigencias del teatro inmersivo, pues también el público se adentra en la trama gracias al efecto posible desde la total oscuridad. Pocas veces había estado tanto tiempo sumido en una atmosfera como esta en la que no se distingue nada.

Era una tarde gélida y umbría. El centro cultural estaba en una zona céntrica de Buenos Aires, de esas que tienen aceras solitarias y viejos edificios cuya arquitectura de sensación gótica hace pensar en la clase de gente que termina viviendo en sus habitaciones.

Pensaba en esos paisajes y en la vida cuando entramos a la sala en una fila, yo agarrado de mi hijo de 8 años, a quien le correspondió entrar primero. Sus manos se apoyaban en la cintura de uno de los actores mientras que otra persona se guiaba agarrándose de mis hombros. La fila que continuaba detrás de mí no superaba las diez personas.

Avanzábamos lento. Cruzamos la puerta de entrada y una especie de telón. A menos de 2 metros la luz se había disipado hasta volverse una refulgencia moribunda que continuó en un estertor hasta apagarse completamente sin aspaviento, como la luz de una vela ahogada por la espesura de la noche.

Había que detenerse y palpar el costado. Un borde de ladera. Era una silla y nos sentamos. Una especie de vacío incierto. Solo nuestros cuerpos nos conectaban con algo tangible. El trasero sobre la madera. Los pies, aún cubiertos por zapatos, como un apéndice sensorial. El oído se iba afinando para situarnos en espacio. Nuestras voces interiores tomaban fuerza, como si de pronto hubiéramos pasado a ser una esencia.

En algún momento mi hijo me dijo: “Tengo miedo”. Se había recogido en la silla, abrazado a sus piernas. Luego el miedo fue espantado por la risa, pues los actores querían introducirnos en el ambiente de la obra con frases y chistes. Luego la música, la historia con todos esos animales que conocimos por Quiroga y otra vez los momentos del absoluto silencio en la profunda oscuridad que desembocaban en un estado extraño para mí.

Extraño y peligroso, digo, porque a veces tenía la impresión de que en mi cerebro se desbordaban los problemas, y con los problemas brotaban los fantasmas, y el flujo manaba con tal fuerza que me sentía casi empujado por mis pensamientos, que parecían tener una cualidad física en aquel vacío. Pensé en mi abuelo materno, que era ciego.

También pensé en la importancia que ha tenido el asunto de la ceguera en algunas obras literarias y en la literatura; además del clásico de Saramago (Ensayo sobre la ceguera) está el otro clásico de Ernesto Sábato (Sobre héroes y tumbas). Y tenemos a escritores, desde el improbable Homero hasta el requerido Borges.  

Un cansancio en la columna me obligaba a rectificar la postura, a cruzar una pierna, a saciar las solicitudes de mi cuerpo. Si no hubiera sido por la urgencia de cambiar de posición habría jurado que era parte de aquel vacío; es decir, de la nada y el universo y que disfrutaba ese estado como un observador divertido.

“Es como estar muerto”, me dijo mi hijo, que a veces tiene esas ideas que incorpora de los juegos y de las conversaciones sobre monstruos que por la pantalla conoce. Cuando salimos nos esperaba la rutinaria realidad, y la noche, pero brillaban las luces de las farolas y los autos, que a su vez hacían destellar las miles de partículas de un tipo de llovizna que también se conoce como garua.

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