Espeleología en Siguaraya City

A juzgar por las sugerencias cotidianas, existe un renacer de la espeleología urbana en Siguaraya City. Solo así podría entender tanta insistencia por aventurarse a las alturas de San Miguel, a perderse en los recovecos de cierta Cuevita digna de Alí Babá…

Promesas de maravillas insospechadas, a precios menos creíbles aún, alimentaban la leyenda de este bazar cuyo equilibrio, como las cavernas de origen cársico, solo parece tambalearse al grito de “¡Agua!”, preámbulo de indeseadas inundaciones.

Aquí hay quien le entra con el entusiasmo de un Núñez Jiménez navegando en canoa del Amazonas al Caribe, y acude con la religiosa disciplina de un católico a misa. Por ejemplo, para mi vecina Regla los martes son de sagrada peregrinación a la Cuevita, aunque solo vaya a mirar. O a ahorrarse unos pesos en palitos de tender.

La Cuevita es, de facto, el mercado mayorista que no existe de manera oficial en una Siguaraya City que en apariencia se abre a la iniciativa privada, aunque paradójicamente privada está esa iniciativa de suministros al por mayor, para salvar y salvarse: cuerno de abundancias salidas de las fuentes más insólitas, ahí se abastecen además las hordas de quincalleros ambulantes más fañosos que locutor de Terminal, con pregones sin gracia ni musicalidad que se cuelan sin permiso por toda rendijas posible.

Todo siguarayense que alguna vez haya viajado “afuera” conoce este tipo de bazares, pues ahí donde llega, sin quitarse el polvo del camino, averigua dónde se compra mucho y barato, pensando en la familia. Y nada hay más parecido a un arbolito de Navidad que un siguarayense en el aeropuerto regresando a casa…

Por ejemplo, en la desaparecida candonga Roque Santeiro de Luanda nos conocían y sabían que regateamos sin miedo, igual que en la mexicana Tepitos y la Hoyada caraqueña. En el Dong Xuan de Hanoi hay incluso una vendedora bautizada la “Madam”, que sabe que compramos blumers por docenas, y hasta español aprendió. Ahí mismo también está el Mercado del Cielo, bautizado así porque sus tenderos dicen que toda su mercancía sale del cielo, y no pregunten más…

Por aquel tugurio me paseé, como mismo exploré en Bolivia los entresijos de la calle Huyusto, en Cambodia el mercadillo ruso y en Berlín la explanada del fanguete, donde al mediodía los polacos desarman la carpa y regalan el rastrojo al grito de “geschenk, geschenk“. Aún conservo una camisa y un saco negro conseguido ahí al módico precio de 9 euros: mi alemán a duras penas servía para pedir cerveza, no podía regatear…

Esa cultura del regateo sí falta en La Cuevita, donde los precios son tan inferiores a la media, que nadie piensa que pueda pugilatear una rebaja, aunque se pueda. Sospecho que perdimos ese gen de tanto coger lo que nos toque. Desde que entré hasta que salí, los cubos de metal valían los mismos 80 pesos, si te gusta bien, y si no también.

Quizás al principio no era así, y este sigilo obedezca a los crecientes rumores de que La Cuevita se derrumbará de un momento a otro. Hace par de meses la cerraron, y se dice que el próximo 31 de diciembre los vendedores con licencia serán trasladados a una nave en Monterrey, y los que no tengan permiso, serán proscritos. Lo cual no significa, necesariamente, que dejarán de vender.

Por lo pronto, a la cercana Virgen del Camino no le faltan las flores por estos días, y no dudo que muchos ramos sean de mercaderes con significativo acento oriental, o de esos siguarayenses de a pie, para quienes la espeleología urbana se ha convertido más en una necesidad, que en un capricho de Indiana Jones…

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