Crimen en Narvarte

Foto: AP

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Cuba sufre una manipulación doble. Cubanos que, mientras en Ayotzinapa desaparecen 43 estudiantes, dicen sin ningún tipo de perspectiva: “compadézcanse de nosotros.” Dirigentes, a su vez, que ripostan: “en Ayotzinapa desaparecen 43 estudiantes. Valoren, por tanto, la salud, la educación gratuita y la seguridad social que les damos.” Nuestra falta de libertades básicas es tanta que ni siquiera nos hemos enterado, y resulta más alarmante aún si la comparamos con lo que merecíamos o con lo que pudimos ser.

Partiendo de tal premisa, sin embargo, resulta igualmente lógico que muchos cubanos se muestren renuentes cuando se les quiere convencer de que, por ser Cuba, nos hemos perdido ser cualquier otro de los países latinoamericanos, o de que, gracias a que somos Cuba, no somos ningún otro país latinoamericano.

Los que inflaman la realidad no deben sospechar siquiera cuán dañino resulta para sus propios intereses un método tan poco riguroso, de lo contrario lo desecharían de inmediato. He leído cartas públicas de disidentes cubanos donde califican a Raúl Castro como el peor dictador de la historia, y no he podido menos que reírme. Hubo, en su momento, pancartas y anuncios que calificaban el bloqueo económico como el peor genocidio conocido.

En la política, la compasión no funciona. Tener una fractura de hueso es grave, pero si lo vendes como cáncer, me veo en la obligación de no tomarte en serio.

El pasado 31 de julio, cinco personas fueron asesinadas en la colonia Narvarte –DF, México–, entre ellos un fotorreportero y una activista. En su habitual columna en Reforma, Juan Villoro se preguntaba: “Un impulso defensivo nos hace suponer que, si alguien perdió la vida, fue porque dio “malos pasos” (en la medida en que no hagamos lo mismo, podremos sentirnos a salvo). Nos protegemos del mal relegándolo a una zona ajena a nosotros.”

Desde la cómoda madriguera de La Habana, no he dejado de preguntarme cómo es que cientos de periodistas mexicanos siguen ejerciendo su oficio, cómo no dejan de dar “malos pasos” y se mantienen denunciando, olfateando y mordiendo cualquier información relevante, trazando a riesgo de sus integridades físicas el mapa del horror, protagonizando o relatando, indistintamente, la barbarie y su posible memoria.

Debe haber, supongo, un callado y noble sentido del deber que erigido sobre la montaña de huesos de los reporteros muertos los convoque. El núcleo de este oficio tiene que ser tan duro, tan proverbialmente humano, para que todavía haya quienes lo practiquen con tan envidiable osadía, solo por ética u honor.

Paradójico: cada vez que un periodista muere, el periodismo vive. Con esto no quiero sugerir la mezquina ecuación de que justo porque ningún periodista cubano muere es que no tenemos periodismo. Es una suerte que ningún periodista cubano tenga que morir (es una desgracia, sin embargo, que ningún periodista cubano se estruje siquiera la camisa). En rigor, no puede morir, ni matar, lo que no existe. En Cuba no hay periodistas; tampoco sicarios.

Hace poco más de un año, me contactaron para que escribiera en una antología llamada Los malos: suerte de perfiles periodísticos sobre los tipos más malvados y siniestros de Latinoamérica –torturadores, asesinos en series, paramilitares, narcotraficantes. Reprimiendo mis ambiciones profesionales, tuve que responder lo siguiente: “el problema de Cuba es su generalizada abulia, sus muy enquistados conflictos ideológicos, la profunda y asfixiante politización de la vida cotidiana, y, como consecuencia, el marasmo, el estancamiento.” Malos como los que la antología requería, ciertamente nosotros no tenemos. Y eso, por supuesto, satisface.

Con esa satisfacción, no obstante, los políticos cubanos armaron una fiesta. Y, con los políticos, la prensa. Ninguna farsa más extendida en los noticiarios cubanos que la de comparar nuestras desgracias actuales con nuestras desgracias anteriores, o con la situación de países más tullidos que el nuestro. Por fortuna, el común de la gente no se volvió tan usurera como para aceptar semejante negocio. A saber: que la miseria ajena, en vez de provocarnos desamparo porque alguien la esté padeciendo, nos despierte consuelo por no padecerla nosotros. Que trafiquemos con pobrezas más agudas no por el pobre en sí, sino para justificar o matizar la nuestra. ¡Ah! ¡La prensa proletaria es tan burguesa!

Sin embargo, la opción a esa prensa fue, en estricto sentido periodístico, lo mismo, pero al revés. El periodismo independiente cubano es abultadamente ineficaz, y sedentario. En vez de echar por tierra el fácil truco oficialista, desentendiéndose de él, se doctoró en dibujar una Cuba más miserienta e irrespirable que cualquier otro país de Occidente. Menuda estrategia.

En el corazón de los medios de prensa cubanos, sea cuales fueren, las coordenadas del oficio fueron sustituidas por las de nuestras filias. Salvo contadas excepciones, los escribidores, reporteros, columnistas, articulistas y editorialistas nacionales se limitan a calificar, nunca demuestran.

La lista de adjetivos (fuertes adjetivos; y mientras más se adjetive, más valientes o comprometidos somos) para referirse a Cuba es tan larga, que si tenemos la paciencia de seguirle la pista nos encontraremos con que al principio no hay sustantivo alguno. Son epítetos sobre epítetos, sobrenombres, apodos para los hechos. Una compacta nube de valoraciones tremendistas, mientras abajo, intocado, el cauce de la realidad sigue fluyendo.

Pero no vayamos lejos. Repare en el tono de esta propia columna. Yo también soy consecuencia del despropósito que nos consume. Que reconozca el mal no quiere decir que no lo padezca.

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