El telón

Es muy gráfica la historia de Cuba en este último medio siglo. Mi generación, en caso de que existiera algo que pudiésemos llamar generación, no deja de poseer cierta coquetería propia, una interesante ambigüedad.

Primero: los sesenta fueron los años de justicia social. Los setenta, de igualitarismo. Los ochenta, de reconocer que algunas cosas no eran tan pulcras como se pensaban. Los noventa, el derrumbe de la realidad y la admisión de que algunas cosas no solo no eran tan pulcras,  sino de que podían e iban a ser mucho más duras de lo que se esperaba. Los dos mil, un intento desesperado por arribar al comunismo. Y esta segunda década del veintiuno, otro intento -in extremis, si aún queda tiempo- de recomenzar el óleo.

¿Cómo se recomienza el óleo? Bueno, pues me viene a la cabeza Boris Santiesteban (este no es su nombre real), que es mi hermano entrañable desde el preuniversitario, una de las personas con las que más he aprendido y con quien todavía puedo conversar durante tres o cuatro horas seguidas, sin aburrirme.

Boris entró a la universidad como yo, en 2008. Pero siempre ha sido sumamente pícaro, hábil para el negocio. Comenzó vendiendo puré de tomate y hoy, para no alargar la historia, aún sin graduarse, ya cuenta con una pizzería propia, dirige o guía una red de contrabando y gana aproximadamente diez mil pesos mensuales. Incluso antes de matricular su ingeniería ya estaba elucubrando el modo de procurarse una vida más holgada.

Mi padre, por ejemplo, nunca hubiera hecho eso. En efecto, nunca lo hizo. Nació en un campo al occidente de Cuba, y viene de una familia extremadamente pobre. Estudió medicina, no pagó un centavo, y siempre pensó que podría vivir como un profesional. Se graduó en el 86´, no se ha ido de Cuba ni lo hará, y nunca ha vivido como un profesional. Ha vivido como obrero, ha ganado como obrero, pero es demasiada su gratitud, su fe, la deuda moral y personal contraída como para abjurar.

Volvamos: los sesenta fueron los años del hombre nuevo. Los setenta, la supuesta consumación de ese supuesto hombre nuevo. Los ochenta, las primeras erosiones del hombre nuevo. Los noventa, el derrumbe abrupto, sísmico, del hombre nuevo. Los dos mil, el cadáver danzante del hombre nuevo. Y esta segunda década del veintiuno, el hombre que ya no importa si es nuevo o no, sino simplemente que sea.

Mi padre ha perdido su puesto, y ha pensado seriamente en trabajar como cuentapropista. Pero a la larga no lo ha hecho. Sigue esperando que le llegue o que le resuelvan otra ubicación estatal. A veces sale a la calle y llega hasta la parada de la guagua pero la guagua no viene. Aguarda durante tres horas y luego regresa. Se sienta en su sillón y se mece continuamente. No habla con nadie.

Fue a Angola en el 85´ y antes quiso enrolarse en el entrenamiento para las guerrillas latinoamericanas. Es demasiado honesto, como pocos. Tan honesto que le ha costado. Una honestidad que los de mi generación nunca tendremos. Pero incluso esos gestos no son suficientes. Mi padre debe saberlo. Leyó a Zolá y a Mailer y algo de filosofía y transcribe para mi hermana las cartas que a María Mantilla le enviara Martí. Esto habla de su persona. También es un tipo sagaz y bebe ron.

Boris nunca esperará la guagua durante tres horas (la guagua es real, pero si quieren tómenla como un símbolo), ni siquiera durante veinte minutos. Si perdiera su trabajo de ingeniero, se marcharía y punto. Es más, Boris no vivirá de su trabajo de ingeniero.

Por último: los sesenta comenzaron con las nacionalizaciones y las reformas agrarias. Los setenta, con la zafra de los Diez Millones. Los ochenta, con el Mariel. Los noventa, con el derrumbe de la URSS. Los dos mil, con la Batalla de Ideas. Y esta segunda década del veintiuno, con la paulatina descentralización del Estado.

Mi generación ha crecido sobre los huesos de la generación de mis padres. Boris sabe que el salario como profesional no le alcanzará, no sirve para nada, sin embargo, decide ir a la universidad.

Si existe algún triunfo en los últimos cincuenta años, es precisamente ese: que alguien apueste por el intelecto aun cuando resulta evidente –tan evidente y cercano como voltear el rostro y observar- que el intelecto y las utopías pueden inmovilizarte y situarte en una posición de riesgo.

Si existe alguna derrota, es también esa: que alguien que apueste por el intelecto tenga que recurrir, de antemano, a puertas de emergencia y que lo asuma como algo natural. Lo natural puede no ser reflejo de optimismo, sino de indiferencia. Abrimos, cada diez años, con un batacazo histórico. Y cerramos con otro.

Salir de la versión móvil