Hidalguía

Nunca un deportista es más relevante que cuando ha venido a menos. Por algo decía Gay Talese -que se encargó de inmortalizar a Floyd Patterson tanto como Patterson mismo- que el deporte «se trata de gente que pierde y que vuelve a perder.» No hay modo de haber sido deportista, y luego dejar de serlo, sin que eso no sea una derrota.

Borges decía que hay un momento en la vida, como un alumbramiento, supongo, en que el hombre sabe exactamente quién es, y a qué se debe. Los deportistas lo saben, sí que lo saben, y luego, durante la eternidad del retiro, tienen que cargar con el peso de ese conocimiento. Salvo Alí, a quien la gloria no le arrebató el carisma, no hay deportista que en la cúspide haya dicho algo que valga tres peniques. La perfección es inconsciente. La perfección suprime el lenguaje. No le necesita. Por eso entrevistar a un deportista en la conferencia de prensa, segundos después de que haya batido el récord mundial, no es más que un protocolo repleto de lugares comunes. Que un deportista sea capaz de alcanzar el milagro, no significa que sepa explicarlo.

En los días mustios del recuento, sin embargo, los deportistas son los Homeros de los Aquiles que fueron, y es ahí, entonces, cuando uno debiera prestar el oído. Toda esta teoría, déjenme sincerarme, es apenas la justificación de una debilidad personal. Pocas cosas me parecen tan hermosas como el lánguido estoicismo de un deportista roto, ya avejentado o en declive. Los he preferido: Dayron Robles, cuando prácticamente lo habían echado del país; Contreras, cuando regresaba a Las Martinas después de diez años de tormentosa ausencia; Víctor Mesa, con la derrota del Tercer Clásico a flor de piel; y recientemente René Arocha, apartado, precavido y sereno.

Arocha. Que, tal como me dijo un amigo cuarentón y sabio, es incluso más inteligente de lo que un pitcher debiera ser. Ya sabemos que el exceso de lucidez, o sea, el sueño de la razón, produce monstruos. Arocha cuenta, por sí mismo, con las suficientes armas como para no necesitar siquiera nuestra nostalgia. No obstante, no la rechaza. No es despectivo Arocha. Es, también, como un atleta de alto rendimiento que no se compadece, ni nos compadece, sino que se lleva el guante al rostro e inicia, una y otra vez, todavía, su limpio wind-up.

En el juego de Cuba, parece decirnos, no importa que nos den palos. Lo importante es permanecer en el box, y tirar para home. Hay gente que es su propio relevista. Esa hidalguía nos vas a sobrevivir. Acostumbrados a aplaudir al emigrado que dibuja el exilio como un calvario para su alma, la hidalguía de Arocha, el modo en que lleva los ojos abiertos bajo el agua, sin careta y sin snorkel, nos va, de lejos, a sobrevivir.

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