La muerte del maquinista

Porque La Habana es La Habana y no,
no lleva talla mediana, no…
Juan Formell.

Un réquiem inaudito se ejecuta en el lobby de la Sala Avellaneda del Teatro Nacional. Algunos lloran –el llanto tiene, como sabemos, muy distintas clasificaciones-, otros, ya de regreso, exhiben la angustia característica del que ha decidido permanecer entero pero ha terminado desahogándose a pesar de su voluntad: los ojos afiebrados, levemente húmedos, la nariz enrojecida de tanto apretujarla entre el tabique y la palma de la mano, y la movediza máscara del desconsuelo aprisionándole la cara.

Hay quien no demora y sigue de largo y hay quien conversa alguna que otra novedad, debate el más reciente conflicto musical o político y de paso hace una pequeña estancia. Al fin y al cabo, un velorio –la exposición del occiso- no es más que un mal disimulado coctel de despedida. Vallas de hierro, y luego cintas rojas, marcan la ruta por la que los habaneros habrán de pasar, rendir homenaje y retribuir, al menos simbólicamente, un poco de lo que durante los últimos cuarenta y cinco años le han venido dando sin interrupciones.

Colgadas de los balcones del segundo piso, o colocadas en el suelo con fúnebre reserva, una serie de bien tupidas coronas de flores a nombre de las más distintas instituciones, escuelas, personalidades, grupos de jazz o de timba. Sujetas a sendos caballetes, rematadas por elegantes cintas malvas, las respectivas y muy marciales coronas de Fidel y Raúl Castro. La primera con martianas rosas blancas. La segunda con románticas rosas rojas.

A la derecha del cofre de madera, un micrófono estilo radial de los cincuenta, que instantáneamente remite a la CMQ. A la izquierda, encima de una silla, lamentablemente sin luz cenital, un bajo tan impecable y puro que parece un instrumento sagrado, el silencioso ejemplar de un muerto. Y dentro del cofre de madera, a punto de pasar desapercibidas, como si no fueran el motivo de todo este despliegue social, las cenizas de Juan Formell. Un hombre reducido a cenizas sigue siendo una idea demasiado perturbadora si demora en la cabeza más del tiempo prudencial.

Repetimos. A un lado el micrófono de cuello fijo y cabeza cuasi rectangular que toda vitrola esconde, y al otro el cimbreante, hiperestésico bajo del rock. Sincopado en el caso del jazz. El arquitecto de la línea férrea que une ambos extremos -ambas estaciones musicales- es Juan Formell. Y el único transiberiano capaz de cubrir semejante trayecto -al menos hasta donde podrían afirmar los pasajeros del baile- es Van Van.

Ya se abre, más allá de la cortina del luto, un recurrente signo de interrogación, nunca tan imponente como ahora: si su hijo Samuel Formell –baterista notable, buen compositor, pero con ello no basta- podrá evitar el descarrilamiento. A fines de los noventa, Van Van atravesó una severa crisis (como la que podría avecinarse), marcada por excesos bohemios de Formell y por las intempestivas salidas de Pedro Calvo y César (Pupy) Pedroso. Voz y piano. Gestualidad y cimiento. Soldado insigne y lugarteniente emblemático. Estética del desparpajo uno y pulmón derecho el otro.

César Pedroso es pieza fundamental en la conformación general de un óleo sobre el que luego Pedro Calvo agregaría huracanados golpes de sandunga, pinceladas de sabrosura. Pedro Calvo es pañuelo y sombrero de ala ancha, mostacho pronunciado, ojos sonrientes y achinados, coquetería de mujeriego, un vendaval sáfico de sudorosa tez mulata que pudo permitirse cualquier acrobacia vocal o cualquier regodeo en el baile porque detrás lo sustentaba una impresionante estructura sonora que nunca les ahorró excesos a los cantantes. Una propuesta que cada vez que se fortaleció, lo hizo justamente a base de temeridad y riesgo. En cada cruce con señal de peligro, en cada empinada curva de la cuesta, Formell jaló el cordel, expulsó una promisoria bocanada de humo y pidió vía para todos sus vagones.

***

Antes de que el padre se mude a la periferia de La Habana (la Lisa), a inicios de la década del cincuenta, y antes de que se inicien largas sesiones de entrenamiento con el fin de solfear las lecciones de bajo en todos los tonos, sesiones que si no fructificaban podían terminar en algo que, con benevolencia, llamaremos cocotazos, ya el Formell niño, oriundo del Callejón de Hamel, barriada de Cayo Hueso, ha memorizado a nivel celular par de episodios rumberos y las descargas de feelling de Ángel Díaz y César Portillo de la Luz. Luego estudia con el maestro Orestes Urfé, y como bajista de la orquesta del Hotel Habana Libre, bajo la supervisión de Juanito Márquez, comienza a cultivar con sus primeros arreglos y composiciones un vicio que luego resultaría indetenible. Alguna vez, un Formell muy inicial, del que no quedarán rastros, solo pretende tocar su instrumento, convertirse en un eficaz, pero mero ejecutante.

Después, sin saber muy bien cómo, debido a la evidente inclinación jazzística, arriba a una orquesta, la Revé, con formato de charanga. Una orquesta no desconocida, pero tampoco de primera línea. Exactamente el tipo de agrupación que necesitaba para desembozar un par de ideas y proponer una fórmula de éxito. Sucede que, anteriormente, ya Formell ha escuchado en Radio Kramer a Elvis Presley, a Little Richard, a Beverly Brother, y su necesidad de estallar lo lleva a romper drásticamente, a llevarse consigo a César Pedroso y a buscar al otro músico esencial que le faltaba, la tercera cabeza de la troika.

El 4 de diciembre de 1969, con la anuencia de Santa Bárbara y los eslóganes optimistas de la Zafra de los Diez Millones saturando el léxico publicitario y la narrativa nacional, Juan Formell funda los Van Van: bajo eléctrico más rítmico que melódico, organeta y una batería sin platillo elevada a la categoría de columna vertebral, con José Luis Quintana (Changuito) como ejecutante y estratega.

***

Hoy, 2 de mayo del año 14, en la exposición de las cenizas al público, una mulata de cejas tatuadas y vestido rosa llora sin consuelo. “Imagínense”, dice para quien quiera oírla, “yo aprendí a bailar con Formell cuando tenía siete años, y ya tengo cuarenta y uno. Todo lo que he hecho en mi vida es bailar con Formell.” Extrae un pañuelo de su seno y amortigua las lágrimas.

Hace cuatro días, Juan Formell ingresó en el hospital CIMEQ por complicaciones hepáticas, un padecimiento ya recurrente. El 1 de mayo, mientras el país entero desfilaba en conmemoración por el Día de los Trabajadores, el hígado de Formell, al límite, comenzó a sangrar. Lo entraron con urgencia al salón de operaciones. En vano.

-Yo venía de un concierto en Cienfuegos, de tocar precisamente canciones que hacía con Van Van –dice Pedro Calvo-. Y la gente las cantaba como si fueran de ahora mismo. Me llaman entonces al celular. Sentí un golpe fuerte, un dolor en el pecho.

Con mayor o menor intensidad, buena parte de los cubanos debe haber experimentado una conmoción similar cuando el noticiero de las ocho de la noche anunció la noticia. Beatriz Márquez, quien venía hace poco de grabar Ese amor que se muere a dúo con Formell, lo define brevemente:

-El corazón de Cuba está estremecido.

La gente, ubicada detrás del perímetro fijado, en el portal del Nacional, llama a Pedro Calvo y Pedro Calvo va hasta donde ellos y los saluda. Toma la mano de una negra yabó y de otra negra, al parecer hija de la primera, con una banda roja en la cabeza. Toma la mano de un hombre que carga a su hijo muy pequeño en los brazos. En el pulóver del niño, un resguardo para los malos ojos. Toma la mano de una blanca flaca, desgreñada, quien, al llevar un mazo de llaves colgado al dedo índice de la mano derecha, parece haber dejado los frijoles puestos y haber venido solo un momento, a pie desde su casa. Pedro Calvo toma la mano de una pelirroja distraída que no se la ha extendido, y de una rubia que sí se la ha extendido y que se adelanta a un mulato veinteañero, vanvanero de nueva promoción. Entre ellos, una señora de baja estatura, que pasa los cincuenta años, no ha alcanzado la mano de Pedro Calvo, por lo cual le invade una momentánea pesadumbre.

Alguien larga la voz y la gente empieza a corear Marilú.

-Mi madre –dice Telmaris, la diva de aquel Interactivo que ganara el Gran Premio Cubadisco en 2006 por Goza Pepillo– se llamaba Marilú, y Formell siempre me hacía anécdotas de ella porque yo era muy chiquita cuando mi madre murió.

No sabemos si la madre de Telmaris tuvo relación directa con la musa de la canción, pero es, sin dudas, una pista a seguir.

-Formell me dio noticias de mí misma que yo ni sabía.

Dijo de Telmaris que era una santera, una moyubbera, alguien que actuaba la palabra. Inventó diez mil términos porque no se explicaba que Telmaris poetizara arriba del jazz, de la timba o del bolero, lo cual habla de un Formell que siempre estuvo atento a la aparición de nuevos talentos. Nadie recuerda al director de los Van Van como la estrella consagrada que cerrara puertas.

-Hoy hay un ángel más en el cielo. Mucha luz, mucha luz.

El momento es hermoso. La gente desentona con el tema presuntamente inspirado en la madre de Telmaris, no logran ponerse de acuerdo. Pedro Calvo chasquea los dedos y ensaya un pasillo, pero no hace nada por rectificarlos. Marilú probablemente sea, junto a Yuya Martínez –esa nana tan fea y jovial que a todos nos ha cuidado- y La bola de humo1 –esa ninfa gatuna, candelera, que también a todos nos ha corrido por tercera sin que lo percibamos-, uno de los primeros temas que Van Van logró inocular en el centro rector de la cadencia del cubano. Son, apuntemos el detalle, los tiempos en que comienza a gestarse el casino.

Diez años después de fundado el grupo, ya se ha acuñado una fórmula de baile, pero Formell la dinamita con lo que, según él, fue el paso más atrevido que diera Van Van alguna vez. El contexto es adverso. Ha incursionado Irakere2 en la música popular. Un flautista como José Luis Cortés (el Tosco) se ha marchado del grupo y ha recalado en el all star de Chucho Valdés. En 1980, Van Van lanza el disco Cuéntame, con temas ya antológicos como De la Habana a Matanzas o La rumba no está completa, y no pasa nada. Formell cree que es un disco estable, que mantiene un nivel, y cierto, es un disco estable, correcto, puede que cerebral, pero en el que ningún arreglo nos cruza el mentón. Formell introduce entonces los trombones –los determinantes trombones que fueron un acicate para la cintura del casinero, para la contorsión pronunciada-, e introduce los sintetizadores.

En 1982, después de grabar Seis semanas, la gran canción de César Pedroso, una canción mucho más acorde con lo que se venía bailando en el momento, Formell se aparece con otra idea descabellada.

-Cuando la gente estaba bailando muy rápido, él venía con un tema muy lento -dice Pupy-. ¡Y lo pegaba! Le daba al bailador donde le dolía. Así pasó con El buey cansao. Cuando ensayamos el tema, lo jodimos diciéndole que estaba loco.

-¿Y qué dijo?

-Está  bien –dijo-, déjenme con mi locura.

Más de treinta años después, El buey cansao3 parece en todo sentido un exceso de Formell, un alarde de virtuosismo, valentía, demoledora intuición. Jugarreta estupenda. Un tema paralelo, abre y muere en él. No entra en ninguna corriente. No tributa a nadie. A nadie le debe. Van Van seguiría siendo Van Van sin El buey cansao. Pero El buey cansao es la guinda del pastel, la irrebatible demostración del milagro, un ejercicio de estilo en el que Formell se gasta, al cabo, una totalidad: música, texto, baile. La música sugiere lo que el texto dicta lo que el cuerpo ejecuta, ese dejo acongojado, ese aquiescente paso a la vera. Un país entero, ridículamente capado, se encogió de hombros, comenzó a dar tumbos acompasadamente, y todos fueron felices.

En 1983, lanza Por encima del nivel, el disco y la canción. En el arreglo original, entre los trombones y la soltura de la sandunguera desbordada, Formell, quizás sabiendo lo que componía, les cede a sus dos generales unos solos que hoy se antojan proféticos, con visos de trascendencia. César Pedroso toca el piano, y luego Chango, el Misterioso, rompe la paila.

En arreglos más recientes, Por encima del nivel abre con violines muy acentuados. Violines altaneros y magníficos, con propensión a lo sinfónico. Violines y flautas propias del formato charanga, que nunca desaparecieron de la orquesta y que, además, en alguna medida le permitieron a Van Van seguir corriendo en paralelo, con vitalidad, y no extenuarse ni extraviarse a través de la senda oscura4. Aislados, sí, pero, como se sabría después, mucho más apabullantes que cualquiera de las orquestas salseras, de una consistencia que hace rabiar, que prende furiosamente en los pies, zarandea y aturde. Los pies: sístole y diástole del baile. En los pies hace cortos el enchufe que lanza rafagazos sanguíneos, latigazos violentos al cuerpo del casinero, un mortal hilo de voltaje que enhebra y dirige las extremidades y las articulaciones, que dinamita desde la entraña y que después compone lo que parecía descoyuntarse sin remedio, producto de esa misma intensidad.

Quien se haya educado en el feudo Van Van –y esto está lejos de ser un alarde de nacionalismo-, luego no podrá dejar de sentir algo diluido en la salsa, un exceso, tal vez, de metales, más agudos que graves, como si la salsa frenara justo donde Van Van arrecia, como si allí donde Van Van nos carga la atmósfera con marihuana y humo de hielo seco, la salsa de raíces neoyorkinas nos la cargara apenas con Marlboro y alcohol. Donde Van Van pinta con pintura de aceite, la exitosa salsa -pobre- lo hace con vinil.

***

No es hasta la década del noventa que Van Van, como la propia Cuba, empieza a franquear el cerco y a expandirse fuera del país. La timba estalla. Al ruedo entra Dan Den, la Charanga Habanera, el Médico de la Salsa. Se afianza el son de Adalberto  Álvarez. La Original de Manzanillo recobra fuerza. Entra NG la Banda, con un Tosco kamikaze y absolutamente demencial al mando. Del grupo, a su vez, sale Changuito y Samuel ocupa la batería. Otra transición que asusta mucho y que Juan Formell sorteará con el único método que conoce. Componiendo. Le hace Disco Azúcar a Ángel Bonne, y ¡Qué sorpresa! (tu foto en la prensa) a Mario (Mayito) Rivera. A Pedro Calvo no le hace nada específico porque a Pedro Calvo ya nada había que hacerle, pero aún así, en plena madurez de Van Van, y antes de colocar en el gusto El negro está cocinando, su último gran hit, Pedro Calvo entona himnos del momento como Que le den candela5. En retrospectiva, podemos ver cómo Pedro Calvo cede espacio, y la inmensa mayoría de los grandes temas de esa etapa –Un socio, Pura vestimenta– son de Bonne y de Mayito.

Luego vienen los años en que Formell se dispersa y la disciplina se resquebraja. Formell, en lo que resultó ser una decisión muy controvertida, le cede la dirección musical del grupo a su hijo. La estrecha amistad que se profesaron, ha impedido que César Pedroso hable de ello, pero cualquiera sabe que su salida de la orquesta tiene relación directa con la postura asumida por Formell.

-Yo no hubiese querido que fuera así –dice Pupy en el documental Eso que Anda– Yo hubiese querido que hablaran conmigo, que me dijeran: “mira, esto no es así, vamos a conversar”. Pero no sucedió.

Luego calla y la cámara lo enfoca mientras Pupy agacha la cabeza y aguanta a duras penas,  con todo el cuerpo, el llanto que sobreviene.

-Nosotros nos fuimos –dice Pedro Calvo en el mismo documental- y Van Van siguió. Aunque se vayan los que están ahora, si Formell sigue ahí, Van Van seguirá siendo Van Van. Olvídese.

Ese parece ser el gran problema. Que ya Formell no está. Ahora sabremos si su presencia durante la última década fue meramente anecdótica o, como muchos creemos, igualmente fundamental. Van Van quizás debiera aplicar el mismo método que aplicó su líder cada vez que se vio en apuros. Componer más y más, aunque bien es sabido que nada tan neurálgico para un método como la ausencia de su ejecutor.

Con la salida de Pedro Calvo, Formell trae a Abdel Rasalps, el Lele hijo del Lele fundador, aquel intérprete de La Bola de humo. Para atenuar las comparaciones entre Lele Jr. y Pedro Calvo, Formell se arriesga y busca a Jenny, la primera y a la larga exitosísima mujer de Van Van, una jugada que colocaría los reflectores sobre ella. Jenny posee una voz mucho más poderosa que la del Lele Jr., quien pugilatea a base de melodía y sale exitoso del encerado, pero no alcanza esos registros, nunca noquea.

En el 2000, llega al fin el Grammy Award con el disco Van Van is here, en la categoría de Mejor Álbum de Salsa. Largamente esperado, cuando Formell toma en sus manos el certificado que lo acredita como merecedor del premio, comienza una graciosa y a la vez reveladora explicación: “Esto tiene un sello, y se lo quitas, y aquí dice que ganamos… pinga, que ganamos el Grammy.” En 2013, la Academia Latina de grabación le concede el Premio Especial a la Excelencia Musical. El acta señala: “Juan Formell es la verdadera definición de un innovador de la música”.

En el lapso entre ambos galardones, Van Van sigue lanzando fonogramas como Chapeando, Arrasando o La Maquinaria, mucho más coherentes, ingeniosos y febriles que el resto de los discos de sus semejantes en Cuba, pero no a la altura del listón que el mismo Van Van se había impuesto. El Van Van actual acude, quizás más de lo necesario, a buena cantidad de arreglos de temas suyos de los setenta y ochenta, así como a canciones muy autorreferenciales, repetitivas, que apelan todo el tiempo a la perpetuación de la orquesta, a recordar lo estables que han sido, lo buenos que son, la cantidad de años que han logrado permanecer en el gusto popular. Van Van se da, actualmente, dos o tres escofiñas en cada disco, y lo peor no es que lo haga por autosuficiencia, sino porque parece haberse quedado sin recursos. Algunos de los mejores temas de los últimos años, los que más se acercan al pulso de la gente –Después de todo, o Un año después-, Formell se los reservó a Jenny. El resto muchas veces carece de la más arrasadora, distintiva e inmaculada fuerza vanvanera.

De cualquier manera, en el Van Van contemporáneo, en los arreglos que han hecho de sí mismos, se aprecia la constante evolución del songo, el modo en que Formell quemó naves la mar de exitosas y volvió a comenzar de cero, como el auténtico parricida de su yo. Van Van propició cada uno de los peculiares estilos del casino y también las encarnizadas defensas que hacen los representantes de cada una de las escuelas.

Está el casino de los setenta, un casino elegante, aristocráticamente preciso, folclóricamente dandy, un casino que se baila en zapato de dos tonos, con bolchevique, guayabera y pantalón con filo. El casino de los setenta a veces se permite resbalar en las puntas, caminar el salón, pero siempre desde una espartana hidalguía. El casino de los ochenta, que no es más que una transición, trae vueltas más arriesgadas, y alguna breve acrobacia funambulera, la cual, vista desde hoy, a veces parece más el guiño de alguien que ansía lo tomen por moderno que una verdadera necesidad del bailador. El casino actual, desproporcionado, y que puede sin problemas bailarse en sandalias o en Converse, a veces muestra en determinados giros tranques derivados del hip hop, adorables payaseos, ralentizaciones de Matrix en el marcaje, vueltas complicadísimas, laberintos que luego se desenredan con facilidad y que están hechos para eso, para impresionar, para golpear cruelmente en la cara estupefacta del perezoso que nunca aprendió a bailar y que de golpe envidia las incalculables riquezas que puede poseer un buen casinero: novias, comentarios al sesgo, aplausos, felicitaciones sinceras, aureola de virilidad, pero, sobre todo, la llave para fabricar, cuando le venga en gana, una cantidad infinita de belleza.

El casino actual necesita, además, seguir el ritmo arrollador de canciones como Agua, algo que hace treinta años resultaba impensado. Agua es una apoteosis delirante, velocidad antihumana, y puede convertirse en una prueba rigurosísima si Van Van, en vivo, decide ponerle todos los hierros.

Las diferencias, también es cierto, al cabo se anulan. El casino todo es una saeta diáfana, dos cuerpos amarrados que son uno, unidad que se desplaza en círculos, sin centro fijo, como un cauce ondulado y calmo o como un remolino furioso. Serpentina en la mano de un niño. Si somos capaces de descifrar el mecanismo interno, el engranaje de la exhalación, podemos decir entonces que hemos encontrado, finalmente, la ecuación para lo anticartesiano, la regla para lo que tiene medida.

***

Horas después, el país despertará del letargo: la televisión nacional le dedicará programas y programas a la vida, la obra y la impronta de Formell en la música y la cultura cubana. La televisión entrevistará a distintas personalidades. Como en toda televisión, habrá homenajes ridículos y otros muy sensatos. Cuatro o cinco días después, todavía podrán escucharse temas de Van Van desperdigados por La Habana: saliendo de las entrañas de un edificio en el Vedado, escapando desde una ventana del Cerro, en el agridulce paladeo de un grupo de borrachos felices que pernocta por el Malecón, en la meliflua entonación de una radio casetera de taxi. Pero hoy, la palabra de orden es contusión. Hoy es justo el segundo en que, distraído, acabas de recibir un pelotazo en pleno rostro.

-Es el primer día sin Formell, y creo que todavía no nos hemos dado cuenta de lo que eso significa –dice Ian Padrón, realizador tanto del documental Eso que anda como de cualquier material audiovisual que Van Van haya producido en los últimos años-. Nos daremos cuenta en el futuro de lo difícil que será repetir a alguien como Formell, alguien a la altura de un Pérez Prado, de un Benny Moré.

El diario Granma de este 2 de mayo, suponemos que igualmente consternado, tampoco puede apreciar la magnitud del deceso. De un total de dieciséis, las páginas dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve están dedicadas a los discursos, las impresiones, las condecoraciones y la repercusión que tuvo a lo largo del país el desfile del 1 de mayo. La foto de portada, una amplia toma del pueblo invicto abarrotando la Plaza de Revolución, ocupa por sí sola más espacio en el periódico que el tercio de la página catorce donde una nota del Instituto Cubano de la Música informa sobre la muerte de Formell.

“Falleció Juan Formell, Premio Nacional de Música”, dice el titular, a todas luces mal jerarquizado. Juan Formell es muchas cosas antes que Premio Nacional de Música, no es exactamente el Premio Nacional de Música lo que le otorga categoría a Formell, sino todo lo contrario. Un titular más justo, menos emperifollado, habría sido el siguiente: “Falleció Juan Formell, el maquinista del tren”, o algo así, no precisamente este, que es cacofónico, pero sí uno que en cualquier caso suene menos vacío y que no impregne, también a la muerte, de tanta encorsetada institucionalidad.

En el lobby de la Sala Avellaneda, cada cual arrastra sus pesares. Algunos, visiblemente conmocionados, se enclaustran en medio de la agitación y levantan a su alrededor un muro de silencio. Ian Padrón y el salsero Alain Daniel parecen caminar en círculos por sus respectivas habitaciones, aturdidos y solitarios. César Pedroso no articula bien, su confusión indica que se le ha ido un hombre sin el cual él mismo no puede explicarse.

Miguel Díaz Canel, Primer Vicepresidente del Consejo de Estado y de Ministros, asiste a la exposición de las cenizas y dice las palabras de rigor cuando un enjambre de periodistas lo circunda. Aunque sus palabras no despiertan mayor interés ni emoción, cabría esperarse que Díaz Canel, fanático a los Beatles como es, realmente fuera un genuino seguidor de Van Van.

Hay, además, actores, trovadores, jazzistas, rumberos, directores de cine, funcionarios de cultura, personajes de toda laya y, confirmando esa aleación ya fijada en el tiempo entre los Industriales y Van Van, hay una lista nada despreciable de ilustres beisbolistas de La Habana: Carlos Tabares, Javier Méndez, Lázaro Vargas, Rey Vicente Anglada, Alexander Mayeta.

Los cantantes Jacob Forever y Juan Guillermo -o JG-, dos pepillos de moda, se abrazan con ahínco e intercambian algún número o alguna información desde sus aparatosos celulares. Jacob Forever camina y detrás lo siguen dos mulatas, tomándole fotos o filmándole algún video, y repitiéndose para sí mismas: “!ay, pero qué lindo!, ¡ay, pero qué lindo!”.

Muchos se parapetan detrás de sus gafas oscuras. Otros siguen llorando a chorros. Algunos grupos formados al azar ríen sin demasiado protocolo. Flashean cámaras desde todas partes. Un sordo rumor empantana el lugar, el comentario de todos que es al final el comentario de ninguno.

De repente, erigido sobre un par de tenis Adidas que parecen dos plataformas petroleras, hace entrada Osmany García, reguetonero ilustre de sonado éxito durante los últimos meses tanto en Miami como en La Habana. Detengámonos un momento. García -quien tiene una predisposición especial para dejar claro, cada vez que puede, su absoluta falta de neuronas- es una gruesa cadena de oro con cuello regordete adentro. Hacia abajo el cuerpo macizo de un hombrecillo tosco y hacia arriba una cabeza erguida en la que se dibuja la faz semidistante de alguien totalmente seguro de lo que significa, pero que aún así necesita corroborarlo.

García parece distraído hasta que el fisgoneo de sus ojos lo delata: tiene la certeza de que lo están mirando, camina y respira como si una cámara lo espiara, pero el problema es que la cámara no puede saber que García sabe que la cámara lo sigue. Se hace el muerto para asistir a su propio entierro. Trae en la mano dos rosas rojas.

Predispuestos como estamos, podemos imaginar el flou que pasa por la cabeza de García: “ahora llego a la exposición de las cenizas de Formell, hago una reverencia, dejo las flores, alguien me filma y el gesto queda.” Aunque quizás estemos siendo injustos.

Transcurren unos segundos. Esperamos. García se detiene frente al cofre de madera, se agacha, se besa la mano o toca el suelo (no nos queda claro), alza la vista, mira el bajo, mira el micrófono, demora un par de segundos más, todo bien, hasta que García confirma nuestras sospechas. Busca, en la multitud, la cámara que es suya, la para sí. En efecto, alguien flashea. García asiente satisfecho, con gesto compungido. “Bien”, habrá pensado, luego sigue de largo y se extravía en el fragor.

Son apenas las cuatro de la tarde. La exposición de las cenizas durará hasta las siete de la noche, pero el ritmo de los acontecimientos básicamente seguirá siendo el mismo.

Lele Jr. dice:

-Ahorita alguien me decía que fuera fuerte. Debe ser que no sé serlo y por eso lloro.

Robertón, también cantante de Van Van, dice:

-Formell es alegría. Le agradezco más del noventa por ciento de mi vida.

El oxímoron que forman ambas declaraciones completa un sentido, la contradicción a la que ahora se enfrentan los presentes en el duelo: cómo expresarse ante la muerte de alguien a quien están recordando justamente por lo contrario, por haber levantado un imperio de felicidad.

Después de todo, el lobby de la Sala Avellaneda es un lugar adecuado para despedir a Formell. Hace tres años y medio, a unos pocos metros de aquí, en el cierre del concierto Paz sin Fronteras con Juanes y sus invitados, y al que asistieran más de un millón de personas, Van Van protagonizó una de las mejores actuaciones que recuerden los cubanos y una de las más emblemáticas del grupo.

-Cuando yo salí que vi aquella masa de gente tan grande, yo caí muerto, dije no puedo con esto, esto nunca me había… a nosotros nunca nos había pasado –confesó Formell alguna vez.

Después de un sol terrible, después de cuatro horas de concierto, después de meses de tensión organizativa ante las presiones de los grupos políticos de Miami para que no se llevara a cabo el evento, en medio de aquel ambiente embriagador, ambiente enrarecido y de lucha, ambiente de ansiedad y éxtasis, Van Van comenzó a tocar incluso con el audio roto. Y la gente bailó así.

-Yo tengo mucha experiencia o quiero decir, la orquesta tiene mucha experiencia de haber estado en cosa difíciles. Yo estuve en un festival de la Playboy, con Bill Cosby como animador…

Luego se arregló el audio.

-Cosas así que, cosas duras… de trabajar en escenarios donde la tarima te la viran al revés a los cuarenta y cinco minutos y un reloj así de este tamaño, y entonces tienes que medir bien lo que vas a hacer.

Ya con el audio, un millón y tanto de personas escuchó por primera vez el Chan Chan de Compay Segundo en clave de songo. Formell le pedía a la gente que no se fuera, y la gente no se iba.

-Pero qué va, no tenía nada que ver con nada de lo que me había pasado nunca en la vida.

Mario Rivera, con su casi ronca voz de sonero, improvisó los Versos Sencillos, los intercaló entre estribillo y estribillo. La gente comenzó a bailar, como pudo: en ruedas, a solas, en parejas. La gente es agradecida. Hay un poema de Martí donde Martí dice que sus versos son de un carmín encendido, que su verso es un ciervo herido que busca en el monte amparo.

-Yo entendí que el papel de Van Van era como trascendental. Lo juro de verdad que lo entendía. Van Van ya a estas alturas aquí, tiene que hacer un papel trascendental. Yo tengo que compulsar a ese millón de personas de una forma u otra.

La gente suele conformarse con un poco de eso, un poco de Martí disfrazado de songo. Un dos tres. Un dos tres. En los anales de la Cuba reciente no hay un folio de tapa tan dura, de bordes tan ribeteados en oro.

-Está la bomba –dijo finalmente Formell recordando aquella tarde-, la bomba es lo que te sale de adentro, yo no sé ni qué me salió y, dije cosas, dije: Bueno, ya se hizo.

Hay otro verso de Martí donde Martí dice que cultiva una rosa blanca tanto en julio como en enero, y que la cultiva no para cualquiera, sino para el amigo sincero que le da su mano franca. Lo que Formell parecía extender, con su música, era una imponente mano franca. Y la gente se agarraba de la mano de Formell y bailaba su casino lo mejor posible. Formell eliminó por un instante la vergüenza del no bailador, la existencia del otro en condición de juez.

Y Van Van fue, ya para siempre, un insólito alivio. Peso pesado golpeando en cada músculo durante larguísimos minutos, con mil manos sonoras a la vez.6

Notas:

1-Aquí se inicia esa exquisita veta humorística tan propia de Van Van, y que todavía encontraremos en temas de discos recientes como El travesti, de Arrasando, o La bobería, de La maquinaria.

2-En 1978, después que Irakere se presentara en el Festival de Jazz de Newport, Nueva York, el crítico John Storm Roberts dijo: “Desde hace tres años, el comentario ha sido que cuando oigamos lo que se hace en Cuba, la salsa será liquidada. Está empezando a suceder.” Por lo que sabemos, el descubrimiento quedó en estado embrionario. Esa música cubana que, según los críticos, sin mayores contratiempos iba a tragarse a la salsa, permaneció durante buen tiempo encerrada, desconocida para los oídos del mundo. Un precio que Van Van pagó.

3-El éxito de El buey cansao nos permitirá arriesgar una hipótesis para el resto de la trayectoria de Van Van. Repetida hasta el hartazgo la seguidilla de que Van Van supo como pocos interpretar las claves de lo cubano, parecería más justo decir que Van Van innovó lo cubano. Más que descifrar cómo se bailaba en determinada década y actuar, a partir de ahí, como consecuencia de una moda, lo que Van Van parece haber hecho es otra cosa: proponer cómo se iba a bailar, torcer las manijas cada vez que el impulso creativo de Formell así lo quiso, situarse en un vacío, en tierra de nadie, y levantar en ese vacío una tarima con sonoridad nueva para que luego corriéramos todos a mover la cintura y a erigir, de paso, otro intangible distrito de la nacionalidad. “Bien”, decía Formell, “dejemos esta forma, vayamos con esta otra.” De aquí podemos sacar par de conclusiones. Que lo cubano, como fórmula, no es nada. Es regodeo y estancamiento. Que buena parte de los grupos de timba que se dicen cubanos, y de lo que no es grupos de timba también, en realidad forman parte de esa porción aburrida y conservadora con que cuenta todo concepto de nación, de ese período de asentamiento que, muy prolongado, puede terminar embruteciendo. Formell no fue más cubano porque repitió dos o tres estereotipos, tampoco porque se dio par de golpes en el pecho y se dijo: “sí, yo soy vanvanero y con eso aseguro mi legitimidad sanguínea.” Formell es más cubano porque expande un límite, porque traza con tiza un círculo en tierra infértil, y de ese experimento surge una armonía, y esa armonía conecta, subrepticia pero irrebatiblemente, con un origen. Un origen, por fuerza, alejado de nuestros sentidos inmediatos: la vista, el tacto, el oído. Algo que, y siempre al descuido, solo podría revelarse con la vista de la vista, con el tacto del tacto, con el oído del oído. Lo cubano tiene que pasar por ese origen, por ese trance, que es, al final, una excusa. De ahí que ninguna utilización de ningún tópico, ni la bandera, ni Martí, ni Van Van, ni la guayabera, sea, per se, expresión de lo cubano. No es una puerta que se abra tan fácil como creen los sufridos, estentóreamente cubanos. Lo cubano no existe, hay que inventarlo a cada momento, de cero, sobre, digámoslo así*, el magma intocado del presente, y hay que procurar que ese invento funcione y que parezca de una raza antigua y que, por tanto, conecte con algo que no existe pero que más vale que exista, como la noción de lo cubano. No entender la fragilidad de esa ánfora que es la nación, es lo que nos ha llevado a medirla con estándares absurdos, por eso tenemos muchas veces la sensación –totalmente física- de que la nación es el morral gratuito que un demagogo nos ha soltado en la espalda, y por eso cuando bailamos con los Van Van somos tan sabios y nos sentimos tan ligeros.

*este modismo es un truco para aligerar la carga de grandilocuencia –“el magma intocado del presente”- cuando no nos queda más remedio que ponernos grandilocuentes.

4-Como han señalado muchos, la aparición tardía de Van Van en el escenario internacional hace que todavía no gocen del reconocimiento que ameritan. Un reconocimiento que, aun cuando en muchas zonas del Caribe Van Van sea sagrado, o aun cuando hayan tocado incluso en importantes escenarios europeos, viene más por parte de músicos y entendidos que por el público en sí. También es cierto que sin disqueras, sin patrocinadores, sin los tremendos beneficios de la publicidad, Formell compuso a placer, pero encerrado. Esa falta de retroalimentación lo llevó a apoyarse sobre todo en una realidad eminentemente cubana, con resultados, muchas veces, muy locales a nivel de lenguaje, lo que a la larga dificultó de alguna manera la comunicación con otros públicos. Qué habría hecho Formell si hubiera podido abrirse al mundo desde 1969, es algo que ya nunca sabremos.

En entrevista que la revista Opina publicara hacia octubre de 1985, García Márquez declaró: “Si Cuba tuviera una verdadera divulgación estaría barriendo con la salsa. El Buey Cansao, para poner un ejemplo, hubiera tenido el impacto que tuvo el mambo en su momento. ¿Qué hizo Pérez Prado? Sí, tropicalizó el jazz, le puso los elementos Caribe, pero toda la carrera que hizo el mambo, fue por el esfuerzo de la comercialización. ¿Qué sucede con la mayoría de la música que se está haciendo hoy en Cuba? Pues, la desaprovechan. Y yo no sé por qué le tienen miedo a la palabra comercialización, si lo importante de la comercialización es quién se beneficia de ella.”

Cierto, pero cierto también que, por otra parte, cuando el mercado de la salsa pudo sacar dividendos de Van Van tampoco lo hizo. Quizás fueran, musicalmente hablando, demasiado peligrosos. Y no olvidemos los tejemanejes y las ojerizas políticas. De Van Van nunca podría extraerse una hermosa historia de olvido, desatención y rescate in extremis por parte de un productor extranjero como sí sucedió con Buena Vista Social Club.

5- Mi entrañable amigo Jorge Javier Miranda, oriundo de Sandino, el municipio más occidental de Cuba, tiene una anécdota exquisita. Es Período Especial, y el borracho típico del pueblo, desde el teléfono público de la bodega típica del pueblo, hace una llamada al programa radial de participación, programa típico de las noches en cada uno de estos pueblos al interior de Cuba. Los conductores del programa, obviamente, conocen al borracho. El borracho dice que quiere pedir una canción. Los conductores le siguen la corriente y bromean, le dicen que por supuesto, que pida la canción. El borracho dice que la va a pedir, pero que primero quiere dedicársela a alguien. Los conductores le dicen: dedícala, pues. Yo quiero, dice el borracho, dedicarle la canción a los compañeros del Partido. Ah, qué  bien, dicen los conductores. Y a los compañeros del Gobierno, dice el borracho. Ah, qué bien, dicen los conductores. Y a todas las autoridades que nos atienden, dice el borracho. Ah, qué bien, dicen los conductores, pero bueno, ¿y la canción? El borracho toma aire, hace un mohín de placer y dice: Yo quiero dedicarles, de los Van Van, Que le den candela. Corramos un tupido velo.

6- Este texto fue escrito, a lo largo de dos madrugadas, en compañía de un pomo de aceitunas sin deshuesar; Amanecer en el Valle del Sinú, antología poética de Raúl Gómez Jattin; una película pornográfica donde rubias orgiásticas se dicen cochinadas, o eso creo, en una lengua eslava (película que, al final, terminaría aburriéndome. Sustituida entonces por ciertas escenas de cine mudo). Afuera, más allá de la ventana de mi cuarto, el rotundo cartel del Ministerio de la Construcción que cae como una lápida sobre la noche habanera y reza: “Revolución es construir”. Y siempre, de fondo, incluso con la película porno reproduciéndose, alguna canción de la discografía de Van Van, desde La compota o Qué pista hasta La cabeza mala. Cualquier fallo en el texto habría que achacárselo a mi impericia y al ecléctico catálogo que me hizo compañía. Cualquier acierto es resultado, obviamente, de Van Van, lo cual demostraría que, tanto como Neil Young o Haydn, Van Van, el gran Van Van que amo, también sirve para escribir.

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