Las patrias íntimas del internacionalismo

Foto: Carlos M. Álvarez

Foto: Carlos M. Álvarez

Reinaldo Villafranca –Coqui– debió morir hace diez años, en el paseo principal de Los Palacios, cuando un machorro acomplejado le cosió a puñaladas el estómago. Minutos antes, en el cabaret del pueblo, Coqui le había gastado al homicida una broma de pájara juguetona –quizás un leve flirteo o un piropo algo subido de tono–, nada con demasiada maldad.

–Mi hijo siempre fue así –dice Justa Antigua, y revolea las manos en el aire, y las afloja–. Un jodedor.

Permaneció semanas en terapia intensiva, técnicamente muerto.

–Le pusieron tripas plásticas y lo salvaron –dice Alicia Cordero, encorvada y menuda–. Pero después nos empezó a preocupar, porque Coqui tenía que tirarse un pedo, y no se tiraba ninguno. Y todos queríamos que se acabara de tirar un pedo para ver si la operación funcionaba. Hasta que por fin se tiró uno. Hicimos fiesta.

La cuenta es mezquina, pero si hubiese fallecido aquella vez, y no ahora, en enero de 2015, la muerte hubiera tenido sus ventajas. Lo habrían enterrado en el cementerio municipal, a unas pocas cuadras de su casa, rodeado de muchos otros muertos conocidos, no de esos muertos extraños que hoy lo acompañan, y que lo deben volver todo aún más inhóspito para Villafranca.

Aunque hubiese tenido también –la muerte por puñaladas– sus puntos flacos. No habría sido noticia internacional, ni siquiera habría pasado de ser lo que son las muertes en los pueblos chicos: algo de morbo inicial –en su caso, un poco más, dado que se trataría de un asesinato–, algo de bulliciosa nostalgia, y después mucho tedio, hasta que otro muerto viniera a sustituirlo.

Estamos a 28 de enero. Villafranca, en resumen, falleció hace diez días, después de un paludismo con complicación cerebral. Tenía cuarenta y tres años recién cumplidos. Era enfermero, y uno de los 165 miembros de la Brigada Médica “Henry Reeve” que desde inicios de octubre de 2014 el gobierno cubano enviara a Sierra Leona para combatir el Ébola. Es el segundo colaborador que muere, y el primero de los profesionales de la salud.

Por eso yo estoy ahora en la sala de la casa de Alicia Cordero –NO.19ª, calle 28–, donde tantas veces Villafranca ensayó frente al televisor doblajes de canciones en inglés –Cindy Lauper, Whitney Houston–, para luego travestirse y participar de las actividades nocturnas que las autoridades municipales organizaban en el Ranchón de Los Palacios.

Alicia Cordero / Foto: Carlos M. Álvarez
Alicia Cordero / Foto: Carlos M. Álvarez.

–Todo muy legal –advierte Nereida Hernández, Jefa de Circunscripción.

Y por eso estoy cruzando la calle, entrando a un solar, tocando a la puerta NO.16ª, pidiendo permiso para pasar, siguiendo de largo por la sala –muñecas rotas, altar de santería en las esquinas–, los cuartos –hediondos, oscuros–, la cocina –brochazos apurados de un azul turbio–, saliendo al patio –manguera derramando agua, ropa tendida, tanque herrumbroso– y llegando finalmente a la covacha donde dormía Villafranca, separado del resto de su familia; una muy miserienta casucha de madera.

–Te lo dije, esto es un quimbo– susurra Nereida.

Por primera vez, Justa rompe a llorar sin consuelo. Pide que le devuelvan a su hijo. Es lo lógico, pero me asombra. Justa se ha pasado la tarde diciendo que hay que conformarse con lo que Dios determina. Y que si Coqui salió de muertes mucho peores, y vino a morirse ahora, de repente, era porque así estaba escrito. A mí me pareció que una ecuación tan despejada ––muerte imprevista de un hijo-decisión suprema del Todopoderoso-resignación de los mortales– escondía una poderosa dosis de crueldad, y bastante poco amor. Pero ahora la veo llorar con ese llanto cataléptico tan propio de las madres, y pienso que lo que ha pasado, y pasa a diario esta señora, bien justifica que mantenga una actitud impasible o simplemente reposada ante la muerte, al menos en apariencia.

Intento consolarla y, a un tiempo, mirar alrededor, captar el estado de cosas. Hay una mesa de hierro con un mantel de flores, una hornilla eléctrica encendida, otra hornilla oxidada e inservible, una olla embarrada de frijoles, un trapo grasiento, una cafetera sin tapa, varios pomos de distintos tamaños, una botella de cerveza vacía, hollejos de naranja, y grumos de arroz sobre el mantel. Hay, sobre otra mesa más pequeña, un televisor ruso, al parecer roto.

–Piense que su hijo fue un símbolo para muchos –digo, y me cojo asco. Pero cualquier cosa por aliviarla.

–Eso mismo te he explicado yo –dice Nereida.

La trascendencia de la muerte –que es siempre una grosería si se compara con la muerte misma–, parece calmarla un poco.

Paso al cuarto. Dos ventiladores rotos y ropas viejas: una gorra de visera doblada, un pantalón remangado. En el closet, un bulto de prendas entremezcladas, como si el closet fuera la guarida de algún perro. Hay cajas de madera, jabas, mallas, un lavamanos que no se instaló, una cama empolvada, una cortina ajada con sellos de equipos de MLB. Y en el baño, una taza rota.

Ahora, a todo lo anterior, que, si bien regado, no parece tan alarmante, pongámosle una y hasta dos capas de churre, pongámosle costra, parches de tierra, manchas de grasa. A las ropas, a los ventiladores, a las cortinas, a los manteles. Mucha dejadez, mucha grisura, mucha inopia.

Por más que el aspecto de su casucha se haya deteriorado en estos diez días de luto, no debe lucir muy diferente a la casucha de Villafranca en vida. Creyendo quizás que combatir el Ébola no es, de por sí, lo suficientemente humanitario, la información oficial omite datos sobre la remuneración a la Brigada, y habla únicamente de altruismo, solidaridad, desinterés, grandeza de espíritu. Nos ha quedado claro. Hay muchas formas de obtener dinero sin tener que exponerse al Ébola. Pero si te pagan por exponerte, sería completamente legítimo.

Entonces Justa Antigua comenta algo que nadie se había atrevido a decir, y que resulta elemental:

–Él fue a África para comprarse una casita y salir de aquí. Quería que nos fuéramos juntos. Él quería eso. Pero no viró, y ya le faltaba poco.

No. No le faltaba poco. Le faltaba la mitad de la misión.

Justa Antigua / Foto: Carlos M. Álvarez
Justa Antigua / Foto: Carlos M. Álvarez.

***

Las puñaladas del paseo no son la primera tragedia en la vida de Villafranca. Su madre, además de santera, y de invocar peregrinamente a Dios, siempre ha peinado y planchado pelos. Con cinco años, Villafranca ingiere un líquido para desrriz, que su madre ha dejado en el suelo, y se quema la garganta. Hay que ponerle entonces un esófago de plástico.

Villafranca tiene cinco hermanos. Todos, menos él, del mismo padre. Todos, menos él, consumados delincuentes y convictos. No es de extrañar entonces que desde bien pequeño cruce la calle y se refugie en casa de Alicia Cordero. Allí seguirá yendo durante más de treinta años –hasta que parta para Sierra Leona– a confesarse y a comerse lo que Alicia tenga en los calderos o en el refrigerador: un pollo, croquetas, un batido, un jugo de frutas. Y será él –no otro– el masajista de Alicia, su enfermero particular: quien le toma la presión arterial y quien le da fricciones en la espalda.

–El verdadero luto por su muerte fue aquí –dice Nereida, en el patio de la 19ª.

–Lo único que no hacía en mi casa era dormir– agrega Alicia.

Cuando termina la secundaria, Villafranca decide no estudiar más. Su madre se lo permite.

–Siempre fue muy independiente –dice Justa–, y yo lo dejé, porque él sabía lo que hacía.

Al parecer, sí sabía. Ingresa a la Facultad, para sacar título de bachiller, y la termina. Después trabaja como obrero agrícola en la algodonera de Los Palacios. Después pasa a estibador, en una empresa de agricultura. Y hacia 1997, gracias a unos cursos que ofrece el Estado, comienza a estudiar enfermería, que es lo que en realidad ama. Se gradúa, y luego se especializa en cuidados intensivos: curar úlceras de pie diabético, etc. Trabaja durante un año en la sala de terapia del hospital provincial “Abel Santamaría”, de Pinar del Río. Luego lo trasladan al policlínico de San Diego –a unos veinte kilómetros de Los Palacios–, y allí se queda.

Sigue pasando cursos de la salud y cursos de inglés. Superándose, como dicen. Atiende también a los vecinos de la cuadra (una práctica común entre los médicos y enfermeros cubanos, trabajar incluso fuera de horario). Siente predilección por los pacientes de la tercera edad. Colostomías, cánceres. Y siempre, según todos los que lo recuerdan, muy jaranero, muy divertido, repleto de facundia. No esconde su homosexualidad. Se mete con los vecinos y bromea. Es libre, quizás hasta demasiado libre para un pueblo tan pequeño. Parece bastante probable que haya sido, Villafranca, una pájara cumbanchera, primorosa. Tiene un amigo de juergas: Hanói, enfermo de VIH.

–Pero Coqui siempre estaba buscando preservativos– aclara Alicia. Y Nereida asiente.

Nereida Hernández / Foto: Carlos M. Álvarez
Nereida Hernández / Foto: Carlos M. Álvarez.

A veces, sin embargo, Villafranca llora. Si intentamos un breve perfil sicológico, podemos conjeturar que se ríe a carcajadas para olvidar la violencia doméstica, que se vuelca a la calle para borrar los fantasmas que lo acosan en su círculo íntimo.

–No hace mucho –dice Alicia– llegó aquí con un piquetazo tremendo en la cabeza, botando sangre como un animal. Tuvieron que darle cuatro puntos.

El piquetazo no es otra cosa que el colofón de una disputa con uno de sus hermanos.

Alicia comienza ahora un conteo de todos los atracos a los que Villafranca fue sometido por sus familiares. La lavadora y el juego de baño que le robaron, las ropas, los perfumes y las zapatillas que le quitaron, el guanajo al que solo le dejaron las plumas, el lechoncito que tenía antes de irse para África, y que se lo vendieron en cuanto trepó al avión.

Pero no hace falta que Alicia se esmere. Basta con pasar examen, hoy mismo, a la situación de algunos de los hermanos de Villafranca.

Tomás Zayas fue deportado de Estados Unidos por delitos legales. A Manteca, el mayor de todos, hace poco le trocaron la cárcel por reclusión domiciliaria, dado que padece un cáncer terminal, y estas son las horas en que Manteca robó a otros dos hermanos suyos y desapareció, nadie sabe dónde está. Mayeya, otra hermana, cayó presa porque en las visitas a su hijo le pasaba tabletas de parkisonil camufladas dentro de la comida. El hijo, a su vez, cumple condena por haber matado a dos personas en el reparto de Los Palacios.

Por supuesto: ninguno respeta a Justa Antigua. Justa Antigua no respeta a ninguno. Lo único que le quedaba a Villafranca era su madre. Y para quien único importaba Justa, a sus setenta y nueve años, era para Villafranca. Su hijo menor significaba la última posibilidad real que le quedaba a esta mujer para salir del antro donde vive.

Pero esa posibilidad se fue. El paludismo se la robó.

***

En la foto –posiblemente de pasaporte– que les toman a los colaboradores antes de volar a Sierra Leona, Villafranca muestra una seriedad impostada. Calvo, rostro ovalado, ojos nobles, piel negra y abrillantada, labios gruesos, boca apretada. Todo como congestionado y a punto de estallar. Como si Villafranca tuviera ganas de decirle al fotógrafo: “Ay, chico, anda. Termina ya, por tu vida”.

Algunos en el pueblo rumoran que, previo a la salida, Villafranca siente un poco de miedo. Sin embargo, ni Nereida, ni Justa, ni Alicia lo confirman. Ninguna, también es cierto, es de fiar en ese sentido. Quizás crean que el miedo, si existió, podría restarle méritos. Están acostumbradas a escuchar que todos los que mueren en una misión de la Patria han muerto sin temor alguno, sin titubear, más convencidos e invictos que una roca. No están dispuestas, pues, a que el Coqui pase a los anales como el único cobarde.

Por otra parte, en uno de los reportajes de la televisión nacional, que filman antes de que los colaboradores partan de misión, Villafranca aparece, y ahí muestra su jovialidad habitual.

–¿Tú has escuchado la bulla cuando el equipo de Pinar del Río da un jonrón? Bueno, esa fue la bulla de todo el pueblo cuando apareció en el noticiero: ¡Mira al Coqui! ¡Mira al Coqui! –dice Nereida, agitada, enjugándose las lágrimas.

Por su facilidad para comunicar, su dominio del inglés e incluso algo del portugués, Villafranca ya pasa los últimos días, en el Centro de Tratamiento al Ébola de Kerry Town, alejado de los pacientes, más centrado en cuestiones protocolares y de otra índole. Lo que, evidentemente, no lo exime de riesgos.

En la mañana del 17 de enero, presenta los primeros síntomas diarreicos, y en la tarde lo asalta una fiebre de 380 C. Le hacen la prueba de Malaria. La prueba da positivo. Le inician tratamiento antipalúdico por vía oral. La fiebre sube. Pierde el sentido del tiempo y el espacio. Lo trasladan al hospital de la Armada Británica. Allí lo ingresan. La prueba de Malaria vuelve a dar positivo, y la prueba de Ébola, negativo. Le aplican la última generación del tratamiento antipalúdico por vía endovenosa.

Durante la noche y la madrugada, el cuadro clínico se agrava. Presenta dificultades respiratorias, toma neurológica. Lo acoplan a un equipo de ventilación pulmonar. Pero no responde al tratamiento, y horas después fallece.

–Yo estaba haciendo un desrriz –dice Justa–, y veo que empieza a entrar gente con batas, y gente y gente, y me da un brinco el corazón.

Son las autoridades municipales y provinciales de Salud Pública. Pero Justa no puede dejar el desrriz a la mitad, porque se quema el pelo y se deshace el moño. Aún así, la plancha se le cae de las manos. Justa desfallece. Nunca nadie de Salud Pública ha venido a su casa. Este es el tipo de noticias que no es necesario comunicar. La sola presencia del emisario lo expresa todo. Cuando Justa termina de planchar el pelo, alguien le dice lo que ya ella sabe.

Un día después, en la Galería de Arte de Los Palacios, tiene lugar el homenaje póstumo a Villafranca. Velan una foto suya, la foto del pasaporte. Asisten Viceministros de Salud Pública, las autoridades políticas del municipio y la provincia, compañeros de trabajo, personal de salud, gente que lo conoce, y gente que no lo conoce pero que se solidariza.

Justa, convencida por Nereida, asiste a última hora. Quien sí no asiste es Hanói, su compinche de correrías. Cuando toco a su puerta, Hanói me dice:

–Perdona, pero yo no estoy en condiciones de hablar. No tengo nada que decir. Lo llevo adentro –se pone la mano en el pecho–. Él siempre estará conmigo. Eso.

***

El cuerpo, o casi seguramente las cenizas, no regresan hasta pasado mínimo tres años. El dinero de la misión se pagará, lo que no se sabe todavía a quién: ¿qué nombre testamentó Villafranca? Nadie se atreve tampoco a comentarlo explícitamente. Alicia se hace eco de los chismes que la señalan a ella como beneficiaria. Pero lo sugiere como si fuera un problema.

–Eso sería una mierda de su parte. Yo no quiero ni pensar en eso. Si mira lo que ha pasado con el teléfono.

Una sobrina de Villafranca anda exigiendo el teléfono asignado a su tío por colaborador. Pero Villafranca ordenó que pusieran el teléfono en casa de Alicia.

–Un teléfono cuesta más de quinientos dólares –dice Nereida–. Si lo llevan para la casa de la familia, lo venden.

La mezcla de muerte y cuestiones materiales es siempre una bomba de tiempo. A Alicia le preocupa el tema, pero no quiere que su preocupación indique falta de amor. Bien mirado, después de asumir a Villafranca por décadas, Alicia tiene derecho a preocuparse o a prestarle atención a lo que quiera: incluso a las cuestiones más prácticas, incluso a un teléfono.

La última vez que habla con su muchacho, lo hace desde la sala de su casa. Es 30 de diciembre. Villafranca la llama y le desea feliz año. Dice Alicia que estaba contento, porque habían salvado tres niños. Y que era pura carcajada, con ese amaneramiento suyo tan peculiar.

Reinaldo Villafranca
Reinaldo Villafranca.
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