Noche en Las Vegas (II)

Ahí estaba, dos metros más allá de la puerta, tan detenido, tan tieso, que inspiraba lástima. Si uno no va a una discoteca con su novia, si no va con sus amigos, si no va en plan de conquista, ¿entonces a qué va? Tenía que dar otro paso, estaba claro, pero no sabía cuál. No vamos a una discoteca a ponernos metafísicos. Vamos a fisgonear, a juguetear con nuestros cuerpos, con los cuerpos ajenos. Entonces, porque fue lo que se me ocurrió, empecé a sonreír. Sí, eso fue justo lo que hice. Me pegué una máscara de contentura en el rostro, me di ánimos de forma violenta, como si fuera a saltar a un ring de boxeo y no a un estridente club de homosexuales, y luego me acodé en la barra y pedí, con la mayor suavidad posible, un Cubalibre, si fuera tan gentil. L andaba ya por alguna parte.

En las paredes, destacaban varias fotos de travestis, los fulgurantes artistas de la semana. Imperio, por ejemplo. Así se llama una. La bruma de aquel sitio, la luz mortecina, las movedizas sombras, las mesas dispersas, algunos chillidos, algunas risas aisladas y estentóreas, todo se confabulaba para que yo me viera transitando por uno de esos esquemas típicos que las películas del viejo oeste, o de las zonas bajas de algunas ciudades norteamericanas (Baltimore, Detroit), han infiltrado con sutileza en nuestra psique. Forajido que llega en la noche, que pide una línea de ron o de whisky, y que luego, casi por casualidad, termina en el centro de la escena, aceptando un desafío, vistiéndose de héroe, mostrando su ingenio o su valor.

Alguien, nunca supe quién, me apretó una nalga y prosiguió. No quise averiguar. Pedí por pedir, en medio del nerviosismo, otro Cubalibre. Miré tan fijo al dependiente, tan desconcertado, que de seguro pensó le estaba flirteando. Una sustancia candorosa me subía desde los glúteos por el espinazo, daba una vuelta, rodeaba el gaznate, lo apretaba, me hacía tragar en seco y luego ascendía finalmente para pulsear con mi máscara de contentura y provocarme una mueca tragicómica fuera de encuadre, como un retrato que de golpe el viento ha descolgado. La sustancia se solidificaba, y mi rostro quedaba así, apretado entre el disimulo y el bochorno, levemente coqueto. No era que me hubiesen acariciado la nalga, era que alguien me había pellizcado con la misma fuerza con que una madre molesta le aprieta y le retuerce el cachete a su hijo malcriado y sucio. Hay pocas cosas tan inexplicables como que sea a uno a quien le invada la pena, cuando la víctima de la frescura ha sido uno. El dependiente me preguntó si quería algo más, pero no podía seguir oponiéndole mi bolsillo a la cobardía, porque iba a terminar arruinado.

Salí en busca de L. Bajé unas escaleras. Bordeé unas mesas dispuestas sin orden ni concierto. Al fondo, trepada en un escenario de cemento, bajo una bola plateada que giraba sin mucha velocidad y refractaba distintos colores, Margot se contoneaba, cerraba los ojos como una faraona voluptuosa víctima de alguna yerba o de algún opio exquisito, o como si un obrero bien dotado la estuviese penetrando, y doblaba con toda intensidad un tema de Rudy la Scala. ¡Qué pegajosas son esas canciones! ¡Qué dulzonas! ¡Con qué gusto nos desgarramos bajo sus efectos y besamos el cuello salado de nuestra pareja, o le husmeamos y le amasamos algunas hebras sueltas del cabello sudoroso, y lo padecemos hasta el éxtasis, hasta la última gota de sangre, quebrados de dolor, apretando un puño y llevándonoslo al pecho, llorando sin llorar! “¿Por qué será”, decía Margot, “que cuando hacemos el amor nos comemos vivos?” Bueno, ¿quién podría responderlo?

El aspecto de Las Vegas resultaba deprimente. Acritud. Penumbra opresiva. Cabos de cigarros aplastados, sin barrer. Manchones de alcohol. Partículas ingrávidas flotando entre las luces. Por alguna razón, quizás por la arquitectura, me recordaba los círculos sociales que hay en cada municipio de Cuba, en cada pueblecillo recóndito, adonde religiosamente acuden las familias los domingos en la tarde, el hombre con su guayabera o su camisa de cuadros, la mujer con su vestido de algodón y sus tacones de un negro brilloso, la niña con su lazo violeta y una blusa de encajes, el niño hiperquinético con sus zapatillas deportivas y un pulóver de Spiderman; el núcleo en pleno que disfruta la actuación del cantante local o de algún eventual humorista de la televisión que viene de pasada y les hace reír con chistes sobre nuestra miseria o con insinuaciones vulgares sobre el tamaño del sexo de los hombres, o incluso con la confusión (y el desenlace repleto de aspavientos) que en algunos recién llegados de provincia provocan los travestis de 23 y Malecón.

No hay travestis humoristas, o al menos no los conocemos. Sería cuando menos justo, aunque también gracioso, escuchar la versión de un travesti, cómo prepara su treta, cómo comprime su sexo entre los muslos y nada le cuelga y todo lo que puede vislumbrársele es el triángulo que antecede al centro del deseo, y cómo camina en puntillas hasta que apaga la luz, se desviste y pide desaforado que de entrada se lo hagan por atrás. Y se lo hacen. El tipo, ya ciego de tanta suerte, se lo hace. Hay materia hilarante ahí, sin dudas. El ardid coronado, la astucia que finalmente alcanza su premio. Nosotros queremos creer que el hombre recién llegado de provincias a última hora se percata del engaño, pero es bastante probable que nunca se percate, o que se percate y se haga el desentendido, y que lo disfrute y luego quiera que lo sigan engañando.

Un travesti que le dice a otro, remarcando en el folclor tal como les apetece: “Ay, hermana, sí, ni cuenta se dio, el muy zorro. Yo untándome la lidocaína con disimulo y él echando espuma por la boca. Un potro.” O este bocadillo, que yo escucharía tiempo después, por los alrededores del Hotel Nacional, no aquella noche en Las Vegas: “El bollo es para vivir. El bollo es libertad.” Los travestis hablan como si tuvieran bollo, pero, lo sabemos, no lo tienen. El bollo, para algunos, como el paraíso perdido, como el objeto ansiado, la cura de todos sus males. Y, por supuesto, la asociación inmediata con la libertad, que es siempre una posposición o una imposibilidad.

Incluso me atrevo a decir que a veces no hablan del bollo como órgano sexual, sino como actitud o como asunción o como pelea. Algunos contra la biología y otros simplemente contra la moral y las leyes. Los travestis contra la moral y las leyes y los transexuales también, pero, primeramente, contra la biología o contra la naturaleza o contra la reputa madre de Dios, que los metió en un cuerpo extraño, un cuerpo que es un enemigo, y aquí se me ocurre una idea.

Imaginen cuando decimos: se nos metió adentro un cuerpo extraño, y nos referimos simplemente a una astilla de madera, la punta de un lápiz, un clavo. Imaginen entonces que todo lo que tengas metido adentro sea un cuerpo extraño, que todo tu cuerpo te sea tan ajeno como lo es para nosotros, los heterosexuales o los estrictamente homosexuales, una astilla de madera, la punta de un lápiz, un clavo. Imaginen que tú, el ser, el estar, todo lo que puedes tocar de ti, todo lo que puedes palpar para cerciorarte de que eres -el torso, el sexo, los pómulos, los pies, una axila, un diminuto poro-, no son más que piezas de un cuerpo que no te pertenece, y de un cuerpo que quisieras cuanto antes expulsar de ti, echar a un latón de la misma manera que otros echan un vestido roto, o una astilla de madera, la punta de un lápiz, un clavo. Pero lo cierto es que no puedes echar fuera de ti todo lo que hay en ti, porque entonces también te estarías echando tú, íntegro, y no te estarías liberando de nada. Tú eres tu cárcel, y es algo así como que pretendieras liberar no al preso, sino a la prisión.

El bollo, en suma, como parábola del alma.

Salir de la versión móvil