Pies descalzos

Pablo Milanés cantaba en Medellín, en la Plaza de los Pies Descalzos, y era el tironazo de una cruda nostalgia ya perdida. No queremos acordarnos que tenemos que acordarnos. Pero a veces Pablo canta. Y a veces asistimos. Y entonces recordamos.

La lluvia conspiró con los entusiastas pregoneros para que todos luciéramos puntiagudas capas de nylon blanco, como una legión de sacristanes en misa. Fue una hora. Nunca arreció lo suficiente como para espantar al auditorio. Nunca escampó. Es probable que la lluvia viniera de nosotros mismos.

En el teatro sutil que fue el concierto, todo parecía acompasado al ritmo curvo y suave con que los goterones se deslizan. Mi impulso nacionalista, el afán de creer que como cubano tenía derecho a cantar más que nadie, rápidamente fue aplastado por la euforia general. Mezcla de éxtasis con repentinos silencios.

No puedo decir que estábamos en Colombia. Estábamos solo donde teníamos que estar, en una ciudad que es un valle, ligeramente frío en la noche, custodiado por cerros. A veces Latinoamérica es una patria que se esfuma y a veces es una Patria subterránea y hermosa, terriblemente cándida, en la que nos reunimos entre balbuceos, asombrados, porque verdaderamente existe y porque con suerte podemos acceder al lugar con el que tantos politicastros se llenan la boca. Una vez ahí, confirmamos entonces que ellos nunca han estado donde dicen estar.

Cuba había desaparecido, pero esa justamente venía a ser la confirmación de su presencia. Que Pablo Milanés fuera cubano, y que Pablo Milanés fuera capaz de ser más que eso, era la confirmación de que, como sea, habíamos sobrevivido. Y de que habíamos sobrevivido, insisto, a pesar de los que no se cansan de repetirlo.

Rodeado de latinoamericanos, no tengo la menor idea de qué película íntima acompañaba, por ejemplo, el coro de los venezolanos presentes, o el coro de los colombianos, o el coro de los mexicanos o los argentinos. Pero debía ser, por el fervor, una película tan inescrutable como la mía.

Estábamos unidos en nuestro desconcierto. Había muertos en la Plaza de los Pies Descalzos. Había cosas truncas. Astillas. Éramos como cristal molido. No parece casual que Pablo haya armado su repertorio sobre la base de siete u ocho cantos a la nostalgia, al tiempo perdido, a la aviesa serenidad con que los días suelen transcurrir. Pablo sabe que de alguna manera él ya no es él, y que es lo que nosotros decidimos que fuera.

Yo me acordé de mi país. Me acordé de que al final traficaron con todo y de que hubiera querido que las cosas hubiesen sido de otra manera. Me acordé también de escenas que evidentemente no eran mías, que no tenían cómo serlo, pero que seguían buscando cobijo.

Luego el concierto terminó. Luego algunos amigos nos fuimos a bailar, a fumar, y luego amanecimos en el cuarto de un hotel donde los huéspedes se quejaban y hacían llamadas a carpeta para que apagáramos la música.

Par de días después, nuevamente en La Habana, vuelve a no quedarme otra que mi cinismo y recelo, pero algunos sitios y momentos saben bien que yo busco con furia la bondad.

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