Steinway & Chucho & Lang Lang

Foto: Roberto Ruiz

Foto: Roberto Ruiz

Demasiado hincapié se hizo en el piano que Ronald Loesby, a nombre de Steinway & Sons, donara al Instituto Cubano de la Música, después de que el pasado viernes, en la Plaza de la Catedral habanera junto a Chucho Valdés, Lang Lang hiciera gala de su galante virtuosismo y su pícara lozanía.

Además de disfrutable, el concierto reafirmó subrepticiamente que tanto las más encumbradas élites del arte, como los principales íconos de la cultura pop, pretenden dejar su firma en la ciudad del momento.

Se le dio tanta importancia al Steinway & Sons que, en vez de un piano, parecía un cargamento de barriles de petróleo chavista. Pero está bien que así suceda. Los Steinway son la realeza en la corte de los pianos, un ejemplar como el que acaban de donarnos vale cerca de 170 mil dólares, y viene de Nueva York.

Para todo lo que vendrá de Estados Unidos en los próximos años un piano parece poca cosa. Pero ese piano es también, si se quiere, la prueba definitiva de que el proceso es ya irreversible, y de que al menos tendremos instrumento de lujo para tocar nuestro réquiem o nuestro aleluya.

La televisión nacional, que suele reaccionar tardíamente, se apresuró en trasmitir el tan publicitado concierto, y en menos de un fin de semana ya los cubanos de provincia tenían de fondo en sus televisores el barroco potente y fibroso de la Catedral. Cierto que olvidaron pasar algún cintillo con los datos de las piezas en ejecución, pero al fin y al cabo, dirán los productores, la referencia es lo menos importante. Lo trascendente es la música, venga de Tchaikovski o de Lecuona.

Como guiño irónico, pero justísimo, el concierto abrió con la Obertura cubana de George Gershwin, gringo que, los que no somos eruditos en la materia, conocemos por Summertime, esa aria de Porgy y Bess que luego cantaron, entre tantos monstruos, Janis Joplin y mi siempre predilecta, por encima del resto de los mortales, Nina Simone.

Hubo momentos para la improvisación y, cuando las cámaras enfocaron las manos de Lang Lang o las de Chucho, pudimos comprobar la diferencia entre unos dedos de treinta y tres años y unos de setenta y cuatro.

El chino era atrevido y revoltoso. Chucho discurría, sereno. El chino era un niño atribulado, que no martillaba demasiado ninguna tecla, porque parecían hincarles, y Chucho se deslizaba sobre ellas, como si las domesticara o como si las embriagara con algún conjuro afro. El chino era un asiático vigoroso y casi caribeño, en la flor de su maestría y de su edad, soberbio y trepidante, y Chucho era un santo altivo, oriental en su energía, con manazas de demonio surrealista, haciendo breves guiños mozartianos al entusiasmo colectivo.

Después de todo, yo espero que algún bienpensante con el suficiente poder haya llevado a la plana mayor de Telerebelde al concierto del viernes, para que Rodolfo García, por ejemplo, no haga más esos sonoros papelazos y quizás, si en el próximo mundial de atletismo, antes de la carrera de los 100 metros, alguien toca el piano en 9.58 segundos, no vuelva a decir con socarronería que de dónde habrán sacado a ese chinito, porque ese chinito –el Usain Bolt de lo suyo– era nada menos que Lang Lang.

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