Wendy Guerra: “Yo soy un objeto de mucho peligro.”

Wendy Guerra.

Entre la muerte de Santiago Feliú y la de García Márquez, hay para Wendy Guerra un breve momento de felicidad: la primera publicación en Cuba de una novela suya. Posar desnuda en La Habana es el lado B del diario de Anaïs Nin en esta ciudad. Su madre, Rosa Culmell, fue cantante lírica, y su padre, Joaquín Nin, pianista y compositor de prestigio. Guerra escribe lo que el diario no pudo o no quiso contar, maniobra en esas inevitables zonas de silencio, presentes incluso en las confesiones de la joven Anaïs, tan coqueta e indomesticada desde aquel entonces.

Por otra parte, no podríamos asegurar que Wendy Guerra lleve su propia correspondencia íntima, pero sería interesante saber qué esconde una escritora tan performática. Digamos una Wendy Guerra que complemente a la Wendy Guerra de las novelas, a la Wendy Guerra de las fotos desnudas en Soho (aquí hay algunos que dejarán de leer y saldrán rápido a googlear, lo sé), a la Wendy Guerra de las grandes presentaciones en las más importantes ferias del libro de Hispanoamérica, en fin, a la Wendy Guerra traviesa y exitosa, la femme fatale de los rumores.

Parece una muchacha de veinte años. No es alta. No tiene una libra de más. El fantasma de su madre –Albis Torres, poeta muy querida en La Habana- la persigue. Hay, en su agitación, una quietud de muñeca. El corte preciso de su pelo lacio, el cerquillo de colegiala, sus rasgos mínimos, esbozados con sutileza, delineados de una vez y para siempre. Desde determinados ángulos, sus ojos negros se enternecen. Mucho. Pero Wendy Guerra no es tierna. Disfruta, deliberadamente, confundir.

Hace años ya, presentaba y conducía en la televisión cubana, dentro de una mañanera revista de actualidad, una breve sección infantil. Ahora esos niños, ya mayorcitos, pasados los años de la pubertad, la pueden leer sin tapujos, travestida en la piel de una francesa avant-garde con raíces criollas: por demás bígama, bisexual e incestuosa.

Tal como Poe enseñara, la mejor manera de esconder algo es dejarlo en la superficie. Todo lo que hay que entender de Wendy Guerra, yace en esa contradicción etimológica. Un nombre de novia de Peter Pan y un apellido bélico. Decir Wendy y decir Guerra es como decir sol oscuro. El mismo sol oscuro del que, dixit Borges, hablaron alguna vez los alquimistas. Detrás de su impetuosidad se esconde un desamparo y puede incluso que hasta una inocencia. No hace daño, pero asusta.

 -Al principio, trabajabas en televisión, estudiabas cine, y a la par llevabas una carrera como escritora. ¿Cuál es el momento en que Wendy Guerra se decide por un solo camino y elige la literatura?

-Hay dos momentos en uno. Mi madre pierde la memoria y conozco a García Márquez en la Escuela de Cine. La generación de mi madre era muy macondiana. Era borgiana, era cortazariana, pero también era muy macondiana. Más que garcíamarquiana era Buendía.

Entonces resulta que empiezo a pasar noches con Gabo, hablando, y un día cuento una anécdota de mi infancia. Leí un fragmento de mi diario personal de niña, y él dijo que no debía hacer cine, que lo mío era concentrarme en escribir diarios.

Le hablé de Posar desnuda en La Habana, pero él no le hizo mucho caso, porque Anaïs Nin es un personaje difícil para los hombres escritores. No es que no sea respetada, pero sí que la toman con algunas reservas. Yo amaba a Anaïs Nin, tenía el espíritu de Anaïs Nin reencarnado. Y ese cruce sobre el Niágara, bueno… si no me daba cuenta que me estaban mandando una señal del cielo, fuera yo muy estúpida.

Después de la muerte de mi madre, decidí contar las cosas. Sentí que fue el momento más importante de mi vida porque hice una especie de catarsis ficcional, lo que hoy le llaman la autoficción.

 Posar desnuda en La Habana es tu proyecto más trabajado, el que más tiempo te tomó. ¿Cuándo empieza, cuál es la génesis de esa novela?

-Está en la generación de mi madre también, ¿no? Otra vez ella. Está en todas estas mujeres escritoras, Marilyn (Bobes), Reina (María Rodríguez), Daína Chaviano también. Son mujeres que trataban de encontrar la casa de Anaïs Nin. En muchos de los libros que leímos en el Centro Alejo Carpentier, había referencias retrospectivas de su vida en La Habana, su matrimonio, o su fiebre tifoidea de niña.

Hay hasta bromas de personas que mandaban postales desde España, amigos que se habían ido. De parte del hermano de Anaïs Nin le mandaron una postal a Reina, creo. Había un juego con encontrarla. Pero no podíamos.

 -¿Sobre qué año es esto?

-En los 90. Hasta que empezó a escasear la comida, la luz, el agua, y en los archivos sobraba el tiempo. Abiertos, sin aire acondicionado, era muy fácil colarse allí. Fui también al cementerio, y encontré, por el certificado de defunción del padre de Anaïs, los certificados de matrimonio y la casa donde había muerto, justo en el registro civil donde está asentado el matrimonio de Eliseo Diego con Bella (García Marruz), en Arroyo Naranjo. El día que llegué, llovía a chorros sobre los grandes libros.

 -¿Qué ves tú en Anaïs Nin como escritora que no ves en otras autoras?

-Creo que ella es una artista visual, como lo fue Ana Mendieta en su tiempo. Es la primera performista, una mujer que hablaba de la menstruación, que hablaba de los objetos y los pegaba en un diario, que troceaba las ropas y las pegaba en un diario, que tiene mucho de gesto, la literatura para ello era gesto, no era solo el texto escrito, iba más allá del texto.

Su literatura también fue psicoanálisis, y también a veces forzaba las cosas con su cuerpo para hacer literatura, buscaba en el cuerpo de un hombre las respuestas literarias a la obra de ese hombre, como es el caso de su relación con (Henry) Miller. Era la más contemporánea de sus contemporáneas.

 -¿Te parece que es una autora más viva que otros autores de su generación, como Miller, digamos?

-Ella está tan viva como Henry Miller, porque yo creo que los dos hicieron lo suyo. Podríamos analizar Sexus, Plexus, Nexus, que cambiaron la literatura erótica de su tiempo, pero lo que yo creo es que Henry no contaba realmente todo lo que vivía, y ella sí llegaba hasta las últimas consecuencias.

-A mí, sin embargo, en Trópico de Cáncer, que es lo que he leído, Miller me parece un escritor algo cansón, por no decir que anda a mil años de despertar la líbido. Hay libros que crean revoluciones en su momento, y ese quizá sea el mayor peligro, que su vitalidad se debe únicamente a ese momento.

-Yo creo que cuando tengas cincuenta o sesenta años y hayas hecho todo el sexo que te falta por hacer, lo vas a evaluar de otra manera. Yo pienso eso. Revísalo. Ya no estaré viva, pero revísalo.

-Yo voy a poner eso en la conversación.

-Por supuesto.

 -O sea, ¿tú crees que yo no entiendo a Henry Miller porque me falta experiencia sexual?

-Lo que no estás entendiendo de Henry Miller…

-Anjá…

-…lo entenderás luego, con la experiencia.

-¿Una experiencia práctica, no de lecturas?

-Claro, porque él es un tipo muy práctico. Es un americano, su experiencia sobre el sexo es muy práctica.

-¿Entonces cuándo viniste tú a captar a Miller?

-Yo no necesito captar a Miller, sino a Anaïs. Pero igual, siempre lo digo. La literatura es como el ballet clásico, y hay que saber interpretar a los autores. Yo creo que Miller hace como un adagio, y lo de Anaïs es danza contemporánea, es más fuerte. A mí me encanta Miller, esos tejados americanos, esas mujeres espiando, esos pornógrafos detrás del cristal, quizás a lo mejor lo entiendas algún día, en Nueva York. Quizás lo que te falta es ir a Nueva York. Es otra manera de captar la sexualidad.

Tampoco lo veo como algo que me complazca a mí carnalmente, lo veo como una literatura que observa, como los voyeurs de sus novelas, para los cuales, por cierto, él trabajaba y cobraba a dólar la página. Es una manera muy factory de ver el sexo.

-Yo también creo que lo que me falta es irme a Nueva York, pero, aunque no haya ido a Nueva York, ¿el libro no debe valerse por sí mismo?

-Es tu decisión. Igual hay libros que nadie sabe por qué a ti te gustan tanto, y tú me dirás: “Bueno, quizás cuando lo acompañes con el sabor de Matanzas lo entenderás.” Y de verdad, luego llego allí, y me tomo algo allí, y entiendo el libro.

-Vayamos a Posar desnuda… Ignorabas que se iba a publicar aquí en La Habana, algo así declaraste.

-No. Yo había dado todo, hasta la portada, hacía ya año y medio, o dos años. El director del Instituto del Libro tiene todos mis originales. Es una condición sine qua non. Para que una persona quiera ser editada, lo primero que tiene que hacer es entregar sus originales. Se decidió que no fuera Todos se van, que a mí me hubiera gustado por un tema generacional, sobre todo.

De todas formas, Posar desnuda… es mi primera novela-novela, no salió como primera novela, pero fue la primera que escribí. Ahí me digo: “Este es el momento de agradecer. De regalarle el libro a viejitos que me concedieron entrevistas, a costureras, a trabajadores de museos, de archivos.” Pero pasaron meses, pasó un año, año y pico, y yo no sabía, y llamaba a la editorial y me respondían “sí”, “no sé”, “no me comprometas”, “no sé”, y entonces un día me entero por el periódico Granma que ya la novela salía para la Feria, y esa fue mi sorpresa grata.

-¿Y qué declaras tú en ese momento?

-Digo: “Por favor, que me inviten a la feria, que me firmen el contrato.” Quería ser la dueña de las circunstancias, saber que era yo.

-Y finalmente fuiste la dueña

-En veinticuatro horas. Firmé todo, los cheques y las condiciones. Que yo publicaría gratis en mi país, con tal de que los libros fueran leídos.

-¿No puedes negociar una especie de cláusula, como la tiene Padura, por ejemplo?

-¿Cuál es?

-Sus libros salen en Tusquets, y un año después Unión puede hacer una tirada nacional.

-Si a mi país le interesa…

-¿Es problema de Cuba entonces?

-Sí. Yo no creo que nadie haya dado la orden, pero sí que hay un terror colectivo, y sobre todo una banalización del problema. Todo el mundo dice: “Ah, ella es una actriz frívola, que hacía un programa para niños y ahora escribe.” O sea, aquí la gente no puede leer una crítica en Le Monde, no saben lo que pasa todos los fines de año en El País, cuando eres de los mejores libros leídos.

Nosotros hemos estado contra el mercado, abiertamente. Ahora Zuleika (Romay) ha propiciado mesas sobre el tema a las cuales yo he asistido. Quizás haya un coqueteo, un flirteo, pero no un matrimonio con el mercado.

-¿Crees que, por tu experiencia en la televisión, de alguna manera aquí te subestiman como escritora?

-No creo que todo el mundo, porque la gente sabe. Yo, antes de hacer televisión, ya escribía. Había ganado premios muy jovencita. Pero los que controlan son cuadros, estudian como cuadros, no tienen la capacidad ni la delicadeza de acercarse a un original, son personas que te vieron en televisión y no buscan más allá.

-¿Fuera del cerco censor que, digamos, alguna vez tendrá que caer, tú crees que tu literatura va a quedar?

-No lo sé, yo creo que nadie… bueno, yo no lo hago para que quede. Lo hago para que no se nos olviden ciertas cosas, empezando por mí, para conversar sobre temas que aquí no se tocan, cosas que los padres no quisieron conversar porque les pesaba muchísimo, para abrir catacumbas, o sea, para abrir zonas prohibidas.

-¿Te parece que estás rescatando una memoria?

-La mía al menos. Me cuesta mucho hablar en nombre de otros, pero la mía al menos tiene que estar a salvo. Vi a una mujer perder su memoria a los cuarenta y ocho años, una memoria que para mí tenía muchos vasos comunicantes con las memorias definitivas y culturales de este país. Quiero rescatar las cosas que pertenecen a la memoria colectiva, pero desde el presente, en primera persona.

-La relación con tu madre, con la memoria de tu madre, es edípica…

-Completamente movilizadora.

-¿Es tu principal resorte?

-El tema de la familia destruida o unida por un ideal es muy importante para mí. Cuando mi madre pierde la memoria, empieza a hablar con Fidel. Fidel salía en la televisión y mi mamá hablaba con él. Conocía a Fidel, pero a su hija no. Ese momento fue devastador. Hay ahí un símbolo, que ya debo cerrar, pero todavía me faltan dos o tres tópicos.

-¿Has encontrado tú, en la prosa de Anaïs, algo que le venga de los padres? Cierta musicalidad, no sé, algo que podamos definir como cubano.

-Vamos a hablar del lenguaje y vamos a hablar de la procedencia. Una de las cosas más importantes para mí es que nosotros acabamos con el abolengo, con las raíces, con la familia. A cierta actriz le dijeron una vez en el ICAIC que tenía una sonrisa pequeño burguesa.

Cuando yo busco de dónde viene Anaïs Nin, de dónde viene su familia, empiezo a sentir que este país tiene pasado. Nosotros fuimos una generación a la cual le extirparon el pasado. Descubro entonces un abolengo cubano propio, criollo. Anaïs llega a Cuba y la sacarocracia cubana pretende integrarla a una sociedad a la que ella no quiere pertenecer, porque era muy libre, con las alas muy libres para casarse con un azucarero cubano.

Esto provoca un lenguaje (escribe en francés y en el inglés neoyorkino de los años veinte, muy poco en español) que destila rebeldía, física, corporal, y ahí la emparento con el lenguaje de Julio Antonio Mella, de Villena. Anaïs se aleja del canon señorial, quiere desembarazarse, no fue despojada como nosotros. Ella, voluntariamente, intenta desaparecer para empezar de cero. Un viaje al revés. Yo quería ir a París. Anaïs quería venir a La Habana. Nos encontramos en una parada intermedia.

-De alguna manera, por lo que me dices, sea por negación, como fantasma, como enemigo, la Revolución te marca mucho, hay todo el tiempo una lucha contra eso, contra sus símbolos, contra lo que significa.

-También a favor. En mis primeros libros describo la llegada de la Revolución a la Escuela Nacional de Arte. Cómo se hace esa escuela, cómo se detiene la construcción. Hablo muchísimo de los proyectos que realmente valieron la pena. Hablo muchísimo de Celia Sánchez y de lo que significó para un grupo de intelectuales y artistas a los cuales les salvó la vida.

-¿Has luchado para que desaparezca o se diluya la Revolución dentro de tu literatura, o te interesa que esté?

-Es que la revolución es el telón de fondo, inevitable.

-Hay en ti cierta nostalgia por la aristocracia cubana, por la elegancia…

-Sí, y también nostalgia por la época en que desapareció, la época en que los jóvenes tomaron esas casas aristócratas e hicieron espacios colectivos. Seguramente en veinte años tendré mucha nostalgia de este momento donde están sucediendo cosas cruciales que están cambiando la historia. Sobre todo porque los cambios a mí me provocan mucha melancolía.

-¿Te hubiese gustado ser una señorita burguesa de principios de siglo?

-No, no creo, a mí me gusta lo que soy. Me ha costado tanto trabajo llegar a ser lo que soy, que lo llevo con mucho placer.

-Dices: “todos tenemos una Anaïs dentro, unos lo aceptan y otros no…” ¿Wendy la aceptó?

-Sí, por supuesto.

-Entonces yo pienso, inevitablemente, en las cosas que de alguna manera hacen a Anaïs una escritora peculiar: bígama, bisexual, incestuosa, el tratamiento narrativo de estos tópicos. ¿Qué hay de todo ello en Wendy?

-Yo creo que hay un juego con los límites que siempre he buscado en la vida, un afán de ir más allá de lo permitido. No soy bisexual, pero la figura de los hombres mayores, la búsqueda del padre, me es muy familiar. No soy bígama, pero he roto todas las estructuras matrimoniales posibles. O sea, soy otra época, otro modo de ver la vida.

Por ejemplo, muchos críticos españoles hablaron de los desnudos que hice y que salieron en El País. Yo decía: “bueno, y por qué no hablamos de literatura”. Si, está bien, los desnudos fueron una manera de ir más allá de la forma. Quien no vio en eso un gesto cultural, acompañado de un texto, no vio nada. Es un gran sarcasmo. Pero lo que más me emparenta con Anaïs Nin es que yo soy un objeto de mucho peligro, tengo una memoria muy larga, y puedo transformar la realidad, aun cuando siempre asienta a lo que está pasando a mi alrededor.

-Es decir, ¿lo que más te emparenta es que eres igualmente un objeto de mucho peligro?

-Sí, yo creo que sí.

-¿Y eso no suena un poco pretensioso?

-No, no, es mi materia prima, yo trabajo con el peligro, sé dónde están las bombas y sé cómo activarlas y desactivarlas. Trabajo con seres humanos, con conflictos asentados en diarios, situaciones íntimas, secretos, hay que saber cómo exponerlos. Todas posamos desnudas, pero todas no lo confesamos. Mi trabajo es confesar lo que la gente se guarda.

-¿Te ha parecido que en determinada línea, idea o argumento, en un detalle cualquiera de tus novelas, has tocado ese punto en el que se puede trascender al tiempo?

-Yo estoy muy brava con el tiempo y con la memoria. Tengo una pelea por la muerte de mi madre, y tengo mucho rencor con la muerte. Mi pelea diaria es vivir todo lo que pueda. Yo paseo las librerías y las bibliotecas de muchos países y sé que mis libros son solo un pequeño diamante en medio de una marea. ¿Quién los va a encontrar? No sé. El único momento en que soy mi obra es cuando la hago, ya después empieza a desintegrarse. Lo tengo muy claro, y no es modestia, porque no soy nada modesta. Es mi relación con el arte, en realidad es así. Yo vivo en el presente.

-¿Hay agonía en ti a la hora de escribir?

-El primer libro (Todos se van) fue muy agónico. Estuve mal, lloré mucho. Recuerdo que el teclado lo eché a perder porque era moco y lágrimas nada más. La segunda novela (Nunca fui primera dama) fue dura, pero tenía una editora detrás, Ana María Moix. Supe que no estaba hablando de mí, que estaba hablando de personajes. Ya yo era una escritora, o sea, Celia Sánchez es un personaje, mi madre es un personaje.

Y el libro de Anaïs fue una maravilla, como ensayar con la voz de otra persona. Hasta con un cronómetro medí los aires, las comas. Era bailar con el tono de otra autora, meterme debajo y permanecer ahí, sin respirar, dejando que Anaïs respirara arriba. Mi única experiencia homosexual ha sido con Anaïs en este libro, esa es la verdad.

-Tú dices en un momento que Hugo Guiller es Nueva York. ¿Julián es Cuba?

-Quiero pensar que es Julio Antonio Mella. Yo tendría unos siete u ocho años cuando vi, desgraciadamente, fotos de Mella desnudo. Después ningún hombre me pareció perfecto. Bueno, uno sí. Pero los demás… me ha costado mucho encontrar a un hombre perfecto, y traer a Anaïs era darme la oportunidad que yo no tuve de dormir con Julio Antonio Mella.

-¿Y el libro no podría ser un intento de otorgarle a Cuba una trascendencia dentro de Anaïs Nin que en realidad nunca tuvo?

-Después de estudiarla, puedes encontrar muchísimos objetos de deseo de Anaïs Nin que parten de la necesidad de posesión de Cuba. Si eres freudiano, la posesión del padre. Si ves la parte gestual, todo lo que ella estudió de danza española, de danza contemporánea. Sus caderas, su tono era muy tropical, pero no lo sabía. A través de su primo -uno de los hombres que más amó, que era gay, y con quien intentara acostarse-, hay un deseo de aproximación a Cuba.

¿Por qué ella se casa en Cuba, y no en Nueva York? ¿Por qué, cuando decide abandonar a Hugo, para casarse con su segundo esposo, lo hace en el Hotel Nacional? Los puntos de giro más graves suceden en La Habana. Anaïs llegando a La Habana, en busca de su padre. Es muy fálica la penetración del barco en la bahía, para mí.

-¿Qué demonio es más determinante, su padre Joaquín o Henry Miller?

-Si lees las cartas inéditas del padre, y las respuestas eróticas de Anaïs, verás que son fortísimas. Pero Miller está presente en todo. Ambos tienen puntos de contacto muy fuertes.

-Pero parece que el padre absorbe a Henry Miller, que Henry Miller está dentro del padre. ¿Quién es más total?

-Ella misma, que está en la búsqueda del padre, y lo encuentra. Ella tiene un imán para este tipo de hombres. Uno va buscando estos hombres, no aparecen solos. Cuando una mujer se equivoca una y otra vez con un tipo de hombre, es porque la mujer lo busca. Seguramente lo ha buscado en mil cuerpos, en mil libros, en mil colecciones de sombreros. Uno busca los patrones sexuales eróticos familiares hasta en la ropa que se pone, yo soy muy freudiana en ese sentido.

-¿Y los demonios de Wendy Guerra cuáles son?

-Están en mis libros. Para eso hago literatura, para exorcizar los demonios.

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