Estudiar o pagar, he ahí el dilema

Estoy francamente indignado, pero me anima el deber cívico de denunciar el recurso tan infame al que recurrieron en Siguaraya City para vengarse de un reciente fraude académico masivo. Al principio lo creímos otro rumor absurdo, pero indagamos y tristemente es verdad: las autoridades educativas se desquitaron aplicando un nuevo examen que obliga a los estudiantes a… ay… ¡los obliga a PENSAR!

Imagino que ni quieran seguir leyendo, estupefactos ante tan draconiana medida, pero la verdad debe saberse, por dura que sea… ¡Tenemos pruebas de que el temario de Historia fue confeccionado para que los examinados tuvieran que elaborar sus respuestas! Nada de conceptos, nada de ordena cronológicamente de tin-marín, nada de valorar a tal o más cuál héroe, nada que un buen “chivo” no sople, o que un hijo de papá no pueda comprar…

Por ejemplo, esa prueba en particular pedía el nombre del presidente de la Cámara de Representantes en 1897, mencionar los cinco hechos más importantes de 1956, y otros tantos ejemplos del apoyo popular al gobierno durante el Período Especial…

Dígame usted… ¿cómo hacerle entender a esas pobres criaturas que Historia también es lo que ha pasado después que nacieron? ¿Quién les explica, sin freírles el cerebro, que una valoración necesita decir algo más que “fulano fue valiente y honrado”? ¿De qué callada manera les exigimos que tengan un criterio propio y no reciten el versito?

Si esto siguiera así… ¿cómo ingresará a nuestras mejores escuelas esa casta de “triunfadores” que ha compensado con dinero su mediocridad y desinterés por el estudio? ¿Cómo podrá asustarnos el futuro si nuestras universidades solo gradúan a los más capaces? ¿De qué vivirán los profesores corruptos, mal pagados o sin vocación?

El fraude, como todo en nuestra bendita República de la Siguaraya, también ha perdido su inocencia. Antes nos persignábamos mil veces y le jugábamos cabeza al maestro para fijarnos, pedir un soplo o mirar con el rabillo del ojo la prueba del vecino, aunque fuera otra batería. Alguna pista nos daría. Un error razonable siempre era mejor que dejar la pregunta en blanco.

Para mí, bitongo nato, el fraude fue un modo de supervivencia en la Secundaria: nunca tuve problemas con los conflictivos porque prácticamente les hacía las pruebas, y ellos, como buenos pícaros, se equivocaban a propósito para no levantar sospechas.

Eran tiempos de echarse un acordeón de papel en la camisa, o escribirse en el dobladillo de las faldas o las palmas de las manos, o preguntar por la uno o la dos por miradas o por señas, pero ni remotamente pasaba lo que ahora parece cotidiano. Cuando más, algún profesor acosado por el fantasma de la promoción daba un repaso el día anterior con varias preguntas, entre ellas las que irían a la prueba.

El reciente fraude que ha escandalizado a Siguaraya City ocurrió en las temibles pruebas de ingreso a la universidad. Cuando me tocaron a mi me quemé las pestañas, y hasta le pagaba 20.00 pesos mensuales a una repasadora para que ayudara a entender la trigonometría. Era 1997, o sea, hablo de 20.00 pesos Moneda Nacional y no pagaba para que me dijeran la prueba, sino para enseñarme a fajarme solito con Matemáticas.

Que pasa, un estudiante en prueba de ingreso es como un atleta de alto rendimiento, que se mete tres años preparándose y a la hora cero todo puede irse al infierno por los nervios, por un inciso que no viste o porque te bloqueaste y solo te das cuenta de la pifia luego, en el inevitable cotejo, cuando muchos rezan porque los evalúen en base al error.

Siendo profesor, cierta vez una alumna me fingió un ataque de apendicitis en plena pregunta escrita y lo único que me pedía era que le buscara agua. Debí percatarme de que el agua no sustituye una apendectomía, pero en ese momento salí un instante del aula y ella copió lo que quería copiar. Años después, ya graduada, me confesó aquella artimaña de primer año, y la perdoné, entre otras razones, porque el guanajo fui yo.

Como sea, eran trampillas inocentes, para corroborar un fechado y cosas así. Ningún estudiante se me acercó jamás a sobornarme por un aprobado, porque sabían que a mi las cosas sí me costaron mucho, y no precisamente dinero, y con eso no transo.

Existen medidas más efectivas que la vigilancia para conjurar el fraude, y ninguna mejor que la aplicación de exámenes de calidad, concienzudos, preferiblemente a libro abierto y que exijan creatividad y criterio. La prueba más difícil de mi vida fue Teoría de la Comunicación, y podíamos consultar libros y notas de clases. Comenzó a las 9:00 am, entregué a las 2:45 pm y aún así fui el segundo en salir. Hubo gente que oscureció y seguían dándole taller a Mayito Wolf y compañía.

Viendo como están las cosas me pregunto cómo llegamos a esto. Recuerdo de niño que la pieza teatral “Molinos de Viento” causó revuelo porque hablaba de un fraude en un Preuniversitario, en tiempos en que todo era aparentemente inmaculado. Y uno sabía que cosas así pasaban, pero no eran la norma, o al menos había más rigor en el aula, donde se ha perdido la perspectiva: el muchacho no va a la escuela a aprender, sino a aprobar. Aprender parecer ser lo de menos hoy día…

Y así, aunque hace tres siglos un ilustrado presbítero nos alertaba contra la enseñanza memorística, el tiempo y los manuales hicieron del proceso educativo algo esquemático, unidireccional, cerrado, chato, aburrido, en parte por la desidia de la época, en parte porque el maestro ya no es lo que era…

Pero eso ahora no viene al caso… ¿o sí? Ahí se los dejo de tarea: no se fijen…

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