Fernando Alonso: Fundar sin tregua

Si uno lee que en países de poderío económico –España sin ir más lejos- se considera un lujo no siempre logrado ni sostenido, contar con una buena compañía de Ballet Clásico, cobra más relevancia el hecho de que Cuba tuviese una de alto nivel desde 1948.  Se admira un poco más la proeza artística y humana de Fernando, Alberto y Alicia Alonso. Indiscutible el mérito del brillante coréografo y  el atractivo de una de las más grandes bailarinas del siglo XX, pero el talento inicial y central estaba en la gestión y  la visión de Fernando.

Este hombre de la danza y de la cultura que acaba de morir fundó una vez y otra. Cuando estaba en su plena madurez el Ballet Nacional de Cuba del cual fue centro, talento organizativo, Maestro con mayúsculas y también profesor, puntual entrenador del día a día, paciente labrador de talentos en el salón de ensayos; cuando parecía que era la hora de recoger frutos  la vida lo llevó hasta Camagüey y allí volvió a sembrar, a fundar, aglutinar.

Después fue México donde lo adoran y otras plazas del mundo en las que se desempeñó como asesor, jurado, conferencista, cómplice perenne de la creación danzaria.

Fernando Alonso vivió larga e intensamente. El trabajo, el amor, la familia fueron sus divisas. Supo relacionarse con variantes de reescritura de la historia de la danza cubana quitando a su Obra el lugar que le pertenece.  No tenía tiempo –y ese es uno de los ejemplos más diáfanos que nos deja- para rumiar pequeñeces . Su preciosa vocación y su generosidad lo llevaban a  seguir trabajando sin tregua.

Acompañé a Tania Cordero en la larga jornada en que Fernando nos recibió en su casa y se fraguó la premiada entrevista que publicó entonces La Gaceta y ahora reproduce Oncuba. En tantos años de Periodismo me cuesta recordar otro entrevistado más franco, sabio, cercano, cómplice.  Esas más de tres horas en su compañía han sido un regalo cultural inapreciable y también uno de esos recuerdos de las  varias cosas buenas que nos han pasado juntos.

“FERNANDO ALONSO: LA TEORÍA DE LOS OJOS EN LA NUCA”

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Le decían El Príncipe por su elegancia al bailar. A sus noventa, Fernando Alonso conserva esa prestancia que sobrepasó sus dones de bailarín y se desliza en los gestos, y en el tono firme y persuasivo de su conversación. Mira con franqueza, y –manía de viejo maestro– comprueba, con pausas, si se ha hecho entender. Porque toda la historia que atesora merece ser contada: la instauración y el esplendor del ballet en el continente americano tienen en él a uno de sus más activos fundadores.

Nuestra charla es relajada. Al hablar de los años en Estados Unidos su evocación de nombres y obras transcurre en el inglés preciso de los años de adolescencia y juventud. Comenta que cuando cursaba el bachillerato en Alabama unas amigas le enseñaron, dulcemente, el idioma de Shakespeare. También se aventura con algunas frases en ruso. Fernando tararea la música de algún ballet para explicar el movimiento de un personaje, como aquel que interpretó su hermano Alberto, donde cantaba: “pan con queso/ guayaba no”. Oigo una y otra vez a este hombre vitalísimo evocando la criolla picardía del pregón y se revela como una metáfora de la proeza de los tres Alonso y de sus colaboradores. Ellos: Alicia, Alberto, con Fernando como organizador, lograron traer a las circunstancias, al espíritu, a la luz de Cuba, el rigor y la plenitud del ballet.

¿Qué vivencias conserva de sus presentaciones en Broadway? ¿Cuán útiles le fueron para su posterior desarrollo profesional?

Ésa fue una etapa muy intensa. Estábamos trabajando con verdaderos profesionales del teatro. El director de escena sabía de música y dirigía teniendo en cuenta la partitura. Se alcanzaba un ritmo estupendo. Acerca de la utilización del tiempo escénico aprendimos que esas horas no se pierden porque valen dinero. Por otra parte, nos permitía, ya comenzadas las actuaciones, tomar clases con diferentes maestros y practicar, relacionarnos con figuras del arte escénico, verlos trabajar. Todo el día dando clases con Alexandra Fedorova, Anatoli Oboukov, Pier Vladimirov. En esos espectáculos de Broadway coincidimos un grupo de colegas que luego trabajamos en el American Ballet Theatre (ABT), entrañables compañeros por varios años.

¿Recuerda algunos de esos títulos en Broadway?

Cómo no, ya lo creo. El primero fue Stars in yours eyes. Los bailables los montaban distintas personas, siempre asesorados por George Balanchine. A Balanchine lo conocí desde que empecé las clases en la escuela del ABT porque él era el asesor de Lincoln Kirstein que tenía un movimiento para llevar el ballet a Estados Unidos. Era un bostoniano muy rico que le gustaba mucho el ballet y quería desarrollarlo en su país. Fue quien lo trajo del Ballet de la Ópera para Estados Unidos. Balanchine, a su vez, sugirió a estos grandes maestros rusos, compatriotas suyos, para que impartieran clases en la School of American Ballet. Fedorova era la esposa del hermano de León Fokine, quien tenía un hijo de igual nombre que era muy buen bailarín.

Todos nos daban clases. Entre el entrenamiento y la función nos poníamos a hacer piruettes y a competir para ver quién lograba más. Había uno muy simpático que se llamaba Paul Godkin que llegaba hasta diecisiete muerto de la risa. Ponía en el piso el polvo del maquillaje para resbalar más y lo llamaba con una frase en inglés que se traduce como “polvo mágico de Paul Godkin para hacer piruetas”. Con las comedias musicales aprendimos también a bailar tap.

Extrajimos de ellas la formidable organización que tenían. En esas comedias coincidí con Toumánova, una de las célebres bailarinas del Coronel de Basil, bailaba Andrei Eglevski, otro de los grandes de aquellos tiempos. Toumánova tenía tendencia a ponerse gordita y su mamá le gritaba desde los rompimientos: “Tamarochka, Tamarochka, jarachó”. Y nosotros muertos de la risa. En una de ésas se cayó en escena. Los cuatro hombres que estábamos tuvimos que cargarla y cómo pesaba.

George Balanchine fue uno de los coreógrafos con quien usted trabajó. De Fokine interpretó Carnaval y le vio montar Las sílfides en el ABT. ¿Cómo recuerda estas privilegiadas experiencias? ¿Cuál fue su relación personal con los grandes coreógrafos?

Tuve la oportunidad de trabajar también con otros importantes coreógrafos como Anthony Tudor, Jerome Robbins, Agnes de Mille, Alberto Alonso, Frederick Ashton, grandes maestros para mí. Aprendí mucho de ellos, cada uno con sus diferentes estilos e inspiración. Robbins era compañero nuestro y se le vio enseguida que tenía un talento muy especial para la invención de pasos. Se ponía en el espejo a practicar variaciones y conseguía movimientos muy interesantes y bonitos. Tudor tenía la inventiva hacia los ballets sicológicos; Agnes de Mille era más teatral.

La leyenda de Fall River suya fue realmente una obra maestra. Lo ensayó Nora Kaye, pero se enfermó en los últimos momentos y fue Alicia quien lo estrenó. Tudor tardaba muchísimo. Por ejemplo, en Columna de fuego estuvo un año trabajando en privado, en los camerinos, en los cuartos de hotel durante las giras con Hugh Laing, que era su primer bailarín, y Nora Kaye, la bailarina considerada la más dramática del Ballet Theatre. O sea, que cuando él venía a montar con la compañía ya sabía perfectamente lo que quería y cómo lo quería. No iba a improvisar, como hacía Agnes de Milles, más impetuosa en ese sentido. Ella partía de una imagen o un tema y lo iba desarrollando. Trabajaba a la vez en el diseño, en la música. Era formidable desde el punto de vista dramático y por su expresividad. Iba al detalle del gesto, un movimiento de manos, de ojos, todo eso era importante para Agnes de Milles. En Tres vírgenes y un diablo yo hice el diablo. Lo disfruté mucho porque era un diablo que quería llevar las vírgenes al infierno.

También participé en su Leyenda de Fall River. Colaborar con Jerome Robbins era una delicia porque habíamos estado toda una vida juntos. Desde su primer ballet, Fancy Free, obtuvo un éxito rotundo. Robbins y Agnes de Milles lograron la esencia de lo norteamericano que se definiría en un movimiento de cadera, en un paso virado al revés, en un acento musical… Sus creaciones eran típicas del proceso cultural de ese país. Con Alberto conversaba por largo tiempo los temas que iba a coreografiar. Realmente la colaboración entre nosotros tres fue cardinal. Alicia era el conejillo de Indias, la que demostraba cómo danzarían las bailarinas nuestras. Yo la veía a ella trabajando con las demás y me daba cuenta de que lo cubano sobresalía y la distinguía entre todas. Alberto mostraba la vocación de ir incorporando dentro de la técnica del ballet más puro y clásico –muy infiltradito ahí, muy sutilmente– elementos de la danza cubana. Sus primeros ballets eran muy académicos y luego fue soltándose un poquito más.

En Antes del alba, Alicia bailaba y se prendía fuego. Las señoras de Pro-Arte se escandalizaron y protestaron. Sin embargo, era un ballet adelantado para su época. Forma fue otro que causó escándalo. Yo lo bailé con Alexandra Denísova, mi cuñada, que era buenísima bailarina. Fokine se mordía la lengua cuando las cosas estaban bien. Yo no me perdí un solo ensayo de Las sílfides para Nueva York, porque ya lo había hecho en Europa. Era genial cómo movía la escena, cómo lograba darle importancia a lo que él quería a través del movimiento del resto de la gente. Era un verdadero pintor, resultaba extraordinario marcando los pasos, se inspiraba de forma tal que salía uno detrás del otro, sin interrupción. Balanchine y Fokine se distanciaban completamente. Fokine era seguidor de Noverre. Consideraba que el ballet era expresivo, que no debía tener zapatillas de puntas si no correspondía con lo que se bailaba, que no se usaran caretas, etc. Él aplicaba todas estas teorías de Noverre con más amplitud. Por el contrario, Balanchine creía que la danza no necesitaba una historia. Fokine aseguraba que era necesario el argumento contado con el movimiento, los pasos, la expresión corporal, sin explicación en el programa. Debía entenderse sólo por lo que se veía en el escenario. Balanchine aseguraba que la danza en sí era lo suficientemente rica y valiosa, capaz de satisfacer plenamente a un público sin la necesidad de un tema.

Casi todos sus temas son cortos, muy limitados, pero los movimientos sí muy expresivos. Contaba con un sentido plástico impresionante. Él aprendió, debido a la falta de dinero, a suplir la necesidad de diseñadores, o sea, apenas tenía decorados. Pero sí trabajaba con una luminotécnica que era genial y revolucionó completamente la metodología de la iluminación escénica para el ballet. Colocaba las luces de forma tal que siempre se veía claramente al bailarín. Balanchine, resumiendo, apostaba por la abstracción en la danza y Fokine por la fidelidad a la historia. Nuestras relaciones fueron muy buenas. Todavía recuerdo una corrección que me dio Balanchine en una oportunidad. Estaba haciendo double tour y por alguna razón –porque el cuerpo humano es un generador de vicios, siempre se quiere acomodar y al acomodarse cae en errores– yo estaba usando un brazo mal y mientras más trataba de darme impulso con el brazo equivocado más me caía. En ese momento entró al salón Balanchine y me dijo: “Alonso, ¿y por qué está usando el brazo izquierdo de esa forma? Mire, pruebe así”. Enseguida me salió el double tour. Nunca se me ha olvidado y he dado muchas correcciones después basándome en eso que me enseñó Balanchine.

Como maestro, él no nos gustaba porque sus clases eran muy complicadas en cuanto al paso, la música, el contrapunto, cinco pasos en ocho compases, entonces luego se agregaban tres y se iban fuera de música… un sinfín de estudios desde el punto de vista musical y nosotros lo que queríamos era aprender la técnica. Ésa la conseguíamos con Oboukov, que no era un estupendo coreógrafo, pero magnífico en clases, con Pier Vladimirov, uno de los grandes primeros bailarines del Marinsky y estupendo maestro. Daba unas clases preciosas que uno disfrutaba y sentía que estaba recogiendo técnica. Oboukov tenía una manía muy simpática. Poseía un vozarrón tremendo y dividía a la gente: “Company number one, company number two. Company number one, start dance!”, decía a puro grito. Ponía unos adagios preciosos en el centro, que ya no se usan y es una de mis preocupaciones. Uno terminaba y sentía que tenía realmente equilibrio, que estaba bien colocado.

¿Qué ha extraído un hombre tan exitoso como usted de experiencias fallidas o inconclusas como el montaje de Dioné (1940), el grupo La Silva (1942) o su coreografía Pelleas y Melisande?

No creo que hayan sido experiencias fallidas porque extraje enseñanzas. Dioné fue muy elemental. Queríamos algo nacional, pero en bosques y escenarios europeos. La que considero mi primera coreografía fue un ballet que monté para las alumnas becadas del grupo de Laura Alonso, (mi hija), Margarita y Ramona de Sáa, Carmita Prieto. Era un grupito de doce o trece. Divagaciones sobre una clase de ballet era una coreografía interesante y me fue fácil porque estaba montada a partir de pasos técnicos. Con este montaje aprendí que al maestro se le hace difícil ser coreógrafo, pues está uno más constreñido a los pasos académicos y no se puede salir libremente a la creación con nuevas invenciones.

¿No es aconsejable entonces que el coreógrafo esté demasiado tiempo desempeñándose como profesor?

Todo indica eso. No recuerdo a ningún buen maestro que sea a la vez un buen coreógrafo. Me viene a la mente el nombre de Asaf Messerer, uno de los magníficos profesores rusos, y su hermana, dos grandes maestros que no eran coreógrafos. Volviendo a Divagaciones…, tengo que decir que no dejó nada, sólo la experiencia de que trabajando en el ballet me era más fácil ser coreógrafo. Pelleas… la hice cuando creamos La Silva junto al director teatral Martínez Allende. Pretendíamos unir todas las expresiones de las artes escénicas y lograr nuevas obras. Así hicimos varios ballets. Realizábamos una combinación de obras dramáticas con danza y de ballet con teatro. Pelleas… estaba basada en el poema de Pablo Neruda. Por esa etapa Alicia tuvo que dejar de bailar debido a sus problemas visuales, entonces La Silva desapareció.

Se sabe que sus lazos familiares –madre, primera y segunda esposa, hija, hermano, cuñados, suegra– pertenecieron o pertenecen al mundo del ballet. ¿Cómo matiza, facilita o ha complicado su carrera este hecho?

Mi madre fue fundamental para mí. Sin ella no hubiéramos tenido ballet en Cuba. Tan sencillo como eso. Ella era pianista. Estudió con Hubert de Blanck. Hubiera hecho carrera como pianista porque más de una vez la quisieron contratar, pero mi abuelo no se lo permitió. En Pro-Arte Musical sí dio muchos conciertos y tuvo un conservatorio de música. Fue miembro de la directiva de Pro-Arte, después tesorera y más tarde presidenta, desde donde promovió y desarrolló el ballet. Desde que nacimos ella nos dormía con el piano, nos codeábamos con los principales músicos y artistas de la época que se presentaban en esa institución.

Conocí a Vladimir Horowitz, toqué el Stradivarius de Yehudi Menujhin. Mi madre, cuando no tenía clases, me ponía como su secretario. Tuve que acompañar una vez a Horowitz a la playa. Él no se quiso bañar, pero el secretario gozó de lo lindo. Toda esa influencia de mi madre, haber tenido esa vida, ese desarrollo cultural por supuesto que está en mí. Encontré hace unos días el primer pasaporte de mi hermano Alberto, autorizado por mi madre para que fuera a estudiar con el Ballet Ruso de Montecarlo. Había escasez de hombres y no niego que ese factor también influyó en que pudiéramos desarrollarnos profesionalmente. Pasó el curso y Alberto le cayó bien a todo el mundo por allá. Había tres o cuatro bailarinas medio enamoradas de él. Se casó con una canadiense en Australia. Le renovaron el contrato y siguió bailando con todos los grandes coreógrafos.

El hecho de que mi hermano hubiera sido bailarín, mis cuñadas también (las tres veces que se casó fue con bailarinas) convertía al ballet en el monotema de cada uno de nuestros encuentros. La ayuda de Alberto y de Sonia Calero, con sus bailes cubanos tan bien bailados, nos daba un conocimiento cultural amplio y nos unía. Y con Alicia nos llevábamos muy bien, porque hay que ver que Alicia cayó en mis manos siendo una niña que prácticamente formé.

Ella tenía condiciones excepcionales: extensiones, un sentido del salto muy bueno, una expresión magnífica y, a pesar de su juventud, podía interpretar complicados personajes dramáticos que solamente una persona que ha absorbido la vida la puede expresar. A ella le brotaban por la piel todas esas vivencias de manera muy orgánica. Naturalmente conversábamos todo el tiempo de ballet. Yo le explicaba además acerca de la arquitectura, la pintura, sobre todo de música. Cuando ella comenzó a bailar con Igor Youskevitch, un bailarín con mucho talento y elegancia que abogaba por conceptos diferentes a los míos, empezamos a distanciarnos desde el punto de vista profesional. Ella bailaba con nosotros en la escuela y luego se iba por varios meses a bailar con el ABT. Pero la escuela la hice yo.

A pocos días de fundarse ella se fue a bailar a los Estados Unidos y regresó varios meses después con algo de dinero y ropas para nuestra compañía. Luego se volvía a ir. Yo me quedaba dando clases aquí y trabajando con la compañía. Hasta que vino la guerra con Batista. Pero ésa es la historia. Mi hija se unió mucho a mi madre y se adoraban las tocayas. En ocasiones vivieron juntas. Yo he estado toda una vida con un enorme complejo de culpa porque Laura estaba con nosotros en Nueva York y la teníamos que dejar cuando nos íbamos de gira. Una vez, al regresar de una de esas tournées, pregunto por la niña. Me dicen que está con una de las manejadoras en el parque. Me la encontré con el peine de la manejadora en la boca. Entonces decidí que eso no podía continuar. Le entregué la niña a mi hermano Alberto, que pasaba por Nueva York por esos días e iba hasta Miami. Allí se la dio a una primas que venían para La Habana. Ellas la bañaron porque me contaron que llegó hecha una bola de churre, ya que Alberto no sabía atenderla. Mi madre la cuidaba aquí. Esa separación, que sólo la veíamos cuando estábamos en Cuba, aquello de irnos por todo el mundo y sin ella al lado, sin tener a sus padres –como sus amiguitas– en las fiestas de la escuela, yo me la he sentido.

Después en la academia, por ser hija nuestra, la llevábamos bastante recio para que la gente no comentara que la beneficiábamos. Le exigíamos mucho y no la apoyamos lo suficiente. Fuimos demasiado estrictos con ella y no se lo merecía. Era muy buena bailarina. Tenía las piernas igual que su mamá, muy bonitas, no como las de su papá, por suerte para ella. Ha sido siempre extraordinariamente cariñosa con nosotros. Esto de tener la pasión de tu vida y la familia juntas ha tenido muchas ventajas y desventajas.

¿Qué características de su personalidad, de sus relaciones humanas o de su formación artística le hicieron posible aunar tantas voluntades diversas para fundar y mantener durante décadas el hoy Ballet Nacional de Cuba?

Creo que el sentido de disciplina que heredé de la escuela jesuita donde estudié en Alabama me ha ayudado mucho. En todas las compañías que estuve la disciplina era férrea, la de la comedia musical era casi castrense. Como fui gimnasta, los entrenamientos de natación, gimnástica, fútbol americano le daban un orden a mi vida. Además escuchaba lo que me decían para contar con varias fuentes de opinión. El observar, el estudiar sicológicamente las diferentes personalidades que trabajaban conmigo, mi autoexigencia y el tener mucho amor por el arte –algo que me ayudaba a recopilar paciencia– me han servido. He tenido suficiente aplomo para siempre contar hasta diez antes de actuar porque cuando uno está excitado no actúa bien. Es preciso calmarse para poder analizar fríamente y tomar el camino adecuado.

En términos pedagógicos, ¿qué representó su primera visita a la Unión Soviética y su contacto directo con la Escuela Rusa a finales de 1957 y principios de 1958?

Fue muy importante porque ya habíamos estado estudiando con magníficos maestros de la Escuela Imperial del Marinsky, más académicos, y del Bolshoi, más libres. En esa oportunidad fue el encuentro con los cambios de Agrippina Vaganova en la Escuela Rusa. Tuvimos un magnífico intercambio porque me pidieron que impartiera clases según nuestra Escuela en el Marinsky, de Leningrado, y en el Bolshoi, de Moscú. Como que tenía que desentrañar y analizar mi método desde el punto de vista conceptual fue muy retador. Vieron a Alicia bailar y enseguida preguntaron dónde y con quién estudiaba. Cuando supieron que era conmigo me pusieron a las solistas del Kirov a que tomaran la clase.

Recuerdo que Alicia participó también de la clase con ellas. No olvido que entré muy abrigado al salón. Había cuarenta y cuatro grados bajo cero. Miré y vi que el balcón estaba lleno de bailarines y estudiantes de ballet de los últimos años. Abajo estaban los grandes profesores de la Escuela Rusa. Eran mis inicios como maestro, una de esas guaperías mías tremendas. Pero di la clase. Me fui quitando ropa porque empezaba a sudar. Todos se reían. Después Natalia Dudinskaya, quien dirigía el ballet junto a su esposo, me pidió que le diera una clase. Nunca se la di porque no alcanzó el tiempo. Vi a fondo las cosas que me podían interesar de la Escuela Rusa y me imagino que ellos se percataron de lo que podían aceptar de mi Escuela, que tenía también influencia italiana. No olvidemos que estudié con mucho interés la escuela italiana de Veretta con un maestro que se llamaba Enrico Zanfretta.

De la Escuela Rusa, ¿cuáles fueron los conceptos que aprehendió en aquel momento?

Hubo algo que a mí me llamó la atención. Los rusos llegaban al último año de la escuela al tope de su técnica y creían que ése era el techo de sus posibilidades. Las clases que daban después eran para mantenerse. Ése no era nuestro concepto. Pensábamos que uno está aprendiendo hasta que llega al retiro, mientras, todo es susceptible de mejorar. Coincidíamos con la escuela americana y la parisina también. Desde el punto de vista técnico, ya sabíamos que ellos no estiraban el arabesque –el nuestro era muy bonito–, que la attitude era un poquito con la rodilla metida, igual que el de adelante; en las vueltas, por ejemplo, nosotros utilizamos mucho la fuerza centrífuga y la centrípeta para girar, que lo aprendimos de los italianos, al igual que el movimiento de cabeza rápido para dar los giros. Vimos que los bailarines rusos eran magníficos compañeros tomando las clases de dúo clásico, eran fuertes y sabían manejar muy bien a las bailarinas, y eso nos ayudó a nosotros también.

A partir de 1959, con la reanimación del Ballet Nacional de Cuba y el surgimiento de Danza Contemporánea y el Conjunto Folclórico Nacional, ¿cómo se dan los vínculos entre estas tres instituciones? ¿Qué tipo de diálogo existía entre usted y el maestro Ramiro Guerra?

Siempre tratamos de eliminar esa muralla entre danza moderna y el ballet porque considerábamos que la danza en todas sus variantes estilísticas debía ser dominada por los bailarines. Actualmente es así, los estudiantes de ballet reciben clases de danza moderna y viceversa. En nuestra primera escuela pedimos a Ramiro que impartiera clases. Siempre hubo algunas rivalidades que procuramos resolver nosotros, Ramiro y gente como él. Yo le pedí a Ramiro que nos montara ballets. Recuerdo El canto del ruiseñor, una historia muy linda que montó para nosotros. Alberto trabajó para la televisión (El solar, La guagua) y también colaboró con el Folclórico. Arnold Haskell decía que usted parecía tener ojos en la parte de atrás de la cabeza, pues daba veinte lecciones privadas a una clase de veinte bailarines.

¿Qué recursos moviliza el pedagogo para percibir, dotar a cada individualidad de las mejores armas, que a la vez que la potencie, consiga insertarse dentro de un colectivo?

Primero, cuando se va a dar una clase hay que poseer un campo visual amplio para detectar en general dónde puede existir algo mal hecho. Luego conocer bien la técnica, saber de anatomía, kinesiología y descubrir dónde está el error en el desarrollo del movimiento evitando cubrir con otro defecto ese error. Es preciso darse cuenta de que no puedes darle, desde el punto de vista sicológico, la misma corrección a todos. Eso puede destruir a un alumno. Yo he llegado a conocer tan bien a los muchachos que podía indicar un paso, darles la espalda y luego señalarles lo que hicieron mal. A ellos les daba mucha risa porque yo tenía razón. Me habían enseñado a enseñarlos y la comunión era total. Por ejemplo, Loipa es muy sensual, muy técnica. Mirta Plá tenía una gracia tan femenina, tan agradable. Eso había que aprovecharlo sin perder el sentido general de la Escuela Cubana que debían tener todos.

Me sirvió de mucho haber sido atleta y comprender el proceso del desarrollo muscular y la enorme ayuda que recibí de estupendos médicos como Julio Martínez Páez, el doctor que inició los hospitales de sangre en la Sierra Maestra. Era presidente de la Fundación Pro-ballet y muy amigo nuestro. Después con Álvarez Cambras. Por ejemplo, en Rusia se empezaban los ejercicios con grand-plies. Álvarez Cambras me decía que no empezáramos con grand-plies porque forzaba mucho la rodilla. Nos recomendó que iniciáramos una serie de ejercicios para calentar bien la rodilla y así hacemos ahora. Mucha gente lo está copiando ya. En el terreno de la sicología, me ayudaron mis muchas conversaciones con el padre de Loipa y Nara, el doctor Araújo, que era siquiatra.

Ha dicho que prefirió dejar de bailar a los cuarentaiún años sobre todo por razones de edad. Usted que ha estudiado científicamente el tema, ¿cuáles son los límites reales para el comienzo y la despedida en esta carrera?

Bueno, más que por razones de edad, dejé de bailar porque me era imposible llevar la escuela, la compañía, todo, y seguir bailando. Me decían El Príncipe porque bailaba muy elegantemente. Logré en dos años lo que hacen los muchachos hoy en ocho. Empecé a mis veinte a bailar en las mejores compañías del mundo. No digo que fuera un gran bailarín. Sí tenía buena batería, no así los piruettes. Me costaban trabajo, no era natural para mí el girar. Tenía buena línea, sentido dramático y mucho sentido musical. Sabía frasear. Me gustaban los roles de carácter. Jerome Robbins me puso en Interplay, un ballet muy técnico. Entonces no era tan malo, ¿verdad? Yo siempre digo que el tiempo de vida del bailarín depende de sus condiciones físicas, de su ADN, sus normas de vida, su alimentación, su comportamiento social… Decía un gran médico cubano, Cabrera Saavedra: “el hombre tiene la edad de sus arterias”. Pero sí creo que cuando los movimientos en escena ya no tienen la brillantez, ni la rapidez, ni la ligereza que debían tener se debe aceptar el retiro y no llevarlo hasta la tumba.

Tras la ruptura de su matrimonio con Alicia Alonso, muchos interpretaron su presencia en el Ballet de Camagüey como un castigo inmerecido; otros como un acto de humildad del gran maestro. ¿Cómo lo vio usted? ¿Qué resultados fundamentales extrajo de esa experiencia?

Gracias por lo de gran maestro. No creo que lo sea tanto, soy término medio de estatura. Creo que uno de los problemas es que debí haber sido mejor maestro aún y enseñar mejor. Repito lo que genialmente decía un clásico: “Solo sé que no sé nada”. Eso que pasó lo vi como sucedió. Fue una enorme pérdida la separación de las fuerzas impulsoras en el desarrollo de la Escuela Cubana de Ballet. ¿Por qué me fui para Camagüey? Porque me lo pidieron. Cuando nos separamos Alicia y yo, si decía verde, ella decía amarillo. Yo era el director de la compañía, ella la directora artística. Así no se podía trabajar. Eso estaba debilitando la fuerza que teníamos en la dirección del ballet. Yo mismo dije que esa situación había que resolverla. Incluso, la separación de Alicia y mía fue casi un problema nacional.

Cuando salía con Aida Villoch, también bailarina y mi segunda esposa, todos comentaban. Creo que todo el mundo en Cuba supo de esa situación, por demás, perfectamente personal. Alberto se fue. Nosotros nos separamos. Eso le hizo un daño grande al ballet. Dije que aceptaba si la gente del Ballet de Camagüey me tomaba. Yo había sido fundador de ese colectivo. Iba por allá y le daba clases a Vicentina de la Torre. Le enviaba bailarines, a Laura, a Aurora [Bosch], a Silvia Marichal, a Joaquín Banegas. Los saqué de la compañía nacional y los mandé para Camagüey para desarrollarlos.

Me complace haber pasado a ese grupo de la escuela Tassende en el tercer piso, con todos los chicos dando gritos, a dos salones enormes que fabriqué. Resolví, para autoabastecernos de cosas y no tener que depender del Ballet Nacional, un taller de decorados, otro de vestuario, otro de zapatillas. Tenía maquillistas, masajistas, peinadoras. Ofrecimos la oportunidad a todos los que tuvieran inquietudes de que hicieran sus obras porque era fundamental ir desarrollando un cuerpo de coreógrafos. Camagüey sirvió de mucho para mí. Me sentí –disculpe la comparación– como el Ave Fénix. Viví diecisiete años allá. Le cogí mucho cariño a Camagüey, tanto que se convirtió en una segunda provincia para mí, porque quiero mucho a La Habana. También a Pinar del Río, donde he tenido excelentes experiencias. No se me puede olvidar que cumplí mis cuarenta años en la boca de la cueva de la gran caverna de Santo Tomás.

Camagüey me regaló las dos hijas de mi actual esposa y el premio de la lotería que es una gran actriz que ha sido muy importante en mi vida. Cuando dicen que luzco joven respondo que se lo debo a Yolanda. Siempre me ha parecido paradójico que mientras el Ballet Nacional creó y se apropió de un repertorio amplio y variado, este mismo colectivo y otros en el país limiten sus propuestas a unos pocos ballets. Si bien El lago de los cisnes, Giselle, Coppelia, Don Quijote, La fille mal gardée o Las Sílfides son clásicos del repertorio internacional, las obras más contemporáneas apenas trascienden el estreno.

¿A qué atribuye este fenómeno? ¿No cree que este asunto pudiera desestimular a los coreógrafos jóvenes? ¿Cómo valora el movimiento coreográfico de hoy?

Traté en todo momento de darle posibilidades y condiciones a los jóvenes con aptitudes coreográficas. Lamentablemente eso no ha tenido continuidad por razones muy complejas en las que no deseo profundizar. Por supuesto que el movimiento coreográfico se resiente, pues no existen esas posibilidades de desarrollo, que incluye el poder ver las obras de los que se inician para sugerirles correcciones.

En 1992 lo nombran director general de la Compañía Nacional de Danza, de México. ¿Qué resultó de aquellos años?

Yo procuré darles todos mis conocimientos durante los tres años que dirigí el ballet. Hace poco, en agosto de este año, estuve allá en una visita relámpago que hicimos a la compañía. Me encontré con que me esperaban en el salón grande y me tributaban de pie un caluroso aplauso, pronunciaron también unas bellas palabras. Me emocioné mucho. Les tomé gran aprecio durante mi estancia allá y dejamos muy buenas amistades. Luego pasé a dirigir la compañía de Monterrey y la Facultad de Danza Clásica de la Escuela de Artes Escénicas de la Universidad Autónoma de Nuevo León, donde me otorgaron el título de Doctor Honoris Causa, en 1996, y el Premio de las Artes, en 1999.

A los noventa años un hombre inteligente, reconocido y hermoso, ¿cómo se autodefiniría? ¿Acepta compartir las que considera las mayores conquistas de su vida y los peores tropiezos?

Agradezco todos esos lindos piropos que no merezco. Puedo decirle que si volviera a nacer desearía hacer lo mismo que he hecho hasta ahora. Con algunos cambios, desde luego.

¿Cuáles, por ejemplo?

Sabía que me preguntaría. Pero todavía los estoy pensando para no volver a cometer errores en mis próximos noventa años. Sí existen tres cosas que no quiero obviar, que quiero mantener tal como lo siento ahora: mi amor por la mujer, mi amor por la danza y mi amor por mi patria.

¿Cómo ocupa sus días? ¿Qué lugar le concede al disfrute de la naturaleza? ¿Ha podido regresar a la cría de sinsontes, como en su juventud?

Visito con mucha frecuencia la Escuela de Ballet. Desgraciadamente ya no tengo las condiciones para disfrutar de mis escapes espeleológicos, donde disfrutaba de nuestra estupenda naturaleza y mi contacto con los queridos campesinos en las cavernas. En cuanto a la cría de los sinsontes, ahora prefiero que canten libremente en mi jardín del fondo.

Entrevista realizada por Tania Cordero y publicada originalmente en La Gaceta de Cuba

Foto de portada: Gabriel Dávalos

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