Alfredo Zaldívar, alcalde

Alfredo Zaldívar. Foto: Archivo Ediciones Matanzas.

Alfredo Zaldívar. Foto: Archivo Ediciones Matanzas.

1.

Cuando los poetas jóvenes no tenían cómo ni dónde publicar un triste poema, ni siquiera un poema alegre, se encendió una pequeña luz en Matanzas –luz de quinqué o farolito chino– para que existieran líneas de poesía nueva escritas por personas que andaban en sus veinte años. Si no hubiera surgido esa lucecita, olvídate. Por eso muchachos y muchachas con alguna esperanza en sus versos escapaban de sus casas y erraban por ahí hasta que terminaron allegándose a Matanzas –siempre en el desvencijado tren de Hershey–, como en una romería: viajar a Matanzas era viajar hacia Alfredo Zaldívar.

Era él quien “cortaba el bacalao” en las recién fundadas ediciones Vigía. El otro cabecilla era Rolando Estévez, artista desbocado, quien inventó un modo Vigía de plaquette, libro artesanal y dibujó –virtuoso, frenéticamente–, en márgenes, portadas y sobre superficies de cuanto objeto aprovechara como página legible para alegría de la gente, pues para eso era Vigía, no una tienda de suvenires.

No tengo idea acerca de cuándo comencé a llamar a Zaldívar “El Alcalde”. Seguramente fue en los primeros tiempos en que ejercía un precario tráfico de influencias para conseguir migajas de la municipalidad y los gobiernos de la provincia, suspicaces, cicateros por naturaleza: papel estraza, tinta de esgrafiar, esténciles, alguna máquina de escribir, de uso, recortes, estampitas, nadie pidió la luna. Yo me burlaba de El Alcalde con mis amiguetes atribuyéndole poderíos y mayorazgos infinitos sobre la burocracia, aunque sabía bien que muy a menudo triunfaba en sus gestiones de manera milagrosa, por su constancia a prueba de bomba o “por carambola”, para decirlo en jerga billarista.

Antes de que acabara el siglo pasado consiguió cosas inconcebibles, como llenar durante una semana el viejo hotel Louvre con poetas cubanos de todas las edades, ganar para Vigía su primer premio de la crítica con un volumen hecho con recortería –Créditos de Charlot, de Fina García Marruz– o publicar a autores que vivían aquí y allá cuando eso no era muy bien visto. Por ejemplo: cuando El Alcalde juntó en un libro en forma de caja de tabaco escrituras de Gastón Baquero rompió de la maldición que pesaba sobre aquella poesía mucho antes de que se pusiera de moda “redescubrirla” o “recuperarla” extraoficial u oficialmente. Gastón bailó de alegría en Madrid con su librito entre las manos. A los poetas jóvenes de Cuba dedicó sus poemas últimos.

2.

Desde el año 85 Zaldívar había logrado que le permitieran bautizar, a la matancera manera, “Casa del Escritor” a la planta alta del primer caserón de la calle Magdalena. Más tarde tomó el edificio entero. Cuando las ediciones manufacturadas comenzaron ser apreciadas en el extranjero, en lugar de seguir luchando con poetas desastrados como uno, publicaban ya a gente muy famosa, ávida de estímulos intensos como contemplar su inmortal caligrafía impresa sobre papel amarillo de envolver. Por ese camino arribó el dólar con su ritmo fascinante y también pasó de moda ser medio hippie.

Emociones, caminos y pesares que vivió El Alcalde en tiempos de Vigía se pueden descifrar en Papeles pobres, cuaderno que mejor se aproxima a los que fuimos en aquella temporada durante la cual, desde la más o menos disimulada miseria material, se decidía un camino de vida, un modo ético de ser, una postura frente a los continuos timonazos del contexto nacional y ante la escritura, o la cultura, como quieran entenderlo:

 

Pobres papeles simples, traicionados,

rasgados con las manos, con palabras,

con la luz del pincel iluminados

con dibujos, con polvo, con silencio.

 

Simples papeles pobres construyendo

tira a tira una casa de papel,

una bien simple y pobre

historia de papel

en perenne peligro.

 

Que yo sepa jamás ha perdido el tiempo suplicando permisos para editar una página ni esperando improbables mejores condiciones. Ha ejecutado, ha publicado, ha construido. Ha sido y es valiente. Y ha recibido golpes, golpes duros, claro, faltaba más. A su regreso, tras un lapso en Madrid, cuando no le permitieron reincorporarse a Vigía, transformó Ediciones Matanzas en un proyecto dinámico que nada tiene que ver con armatostes editoriales que albergan a una población de “especialistas”, “vacas sagradas” y una fauna oficinesca que si algo no interesa son los libros y sus autores.

Todo el mundo quiere hoy publicar en esa editorial, por algo será. Una buena razón es que portadas e interiores están a cargo del joven artista Johann Trujillo quien no tiene límites a la hora de imaginar y convertir libros hechos con materiales bastos en impresiones hermosas, artísticas, que es, por cierto, práctica vital de El Alcalde y también de su modo de hacer versos, por eso se permite intertextualizar líneas que vienen de la calle, de una guaracha, de un bolerito añejo.

 

3.

Recibió hace unos años el Premio Nacional de Edición y en 2016 el premio de la crítica por su más reciente libro; noticia que pasó por debajo de la mesa, nadie sabe por qué. Por su parte, ha dado lealtad a la grande y a la ínfima poesía matancera; ha prodigado amistad y comprensión a su música y sus leyendas urbanas, desde Seboruco a La China, desde Esperancita Chapela, a Lázaro Horta, a Lien y Rey… Ama a los espectros de la niebla decimonónica, al titiriterismo riente y floreciente, al teatro bueno, a la minúscula ermita de Monserrate y al barrio glorioso de Versalles donde hay un fantasma gris con un mantón verde limón, según cuenta la rumba.

Rumbo al San Juan mis ojos son eternos, dice en un poema y no sé si todo el mundo lo entiende. Yo sí sé que en tiempos duros, cuando muchísimas cosas parecían haber entrado en disolución –aquel horror llamado periodo especial que acabó con casi todo–, siguió (y sigue) con sus ediciones, su poesía y su amistad imaginando la ciudad grande y razonablemente culta, musical, haciéndola vivible.

Su matanceridad es karmática; en este plano terrestre le ha de conducir un ser de luz del tiempo del sombrero de Zequeira. Cuando escribe la ciudad, siempre se trata de Matanzas, como Kavafis nombraba a Alejandría. No se ve en otro ámbito ni en otra circunstancia –me lo ha dicho–, que dándole a la pata entre el San Juan y el Yumurí, por la calle Medio o atravesando el parque de la Libertad hacia su Casa de Letras, convertida en lugar de ocurrencia y concurrencia, como hace invariablemente con cuanto lugar funda, habita, trabaja y hace trabajar.

En la noche que por primera vez visité esa Casa –hoy bajo la advocación de la sombra pizpireta de la poetisa Digdora Alonso– recordé una línea de Lezama: Tener una casa es tener un estilo para combatir al tiempo. La casa provoca siempre la alegría de que es la casa de todos. La pronuncié lentamente y esperé por su reacción. De balde. Con los ojos vagos me dijo Ahhh, sí, qué lindo, y sin darme siquiera un golpecito en el hombro se puso a conversar con otra persona acerca de la necesidad de conseguir ventiladores para la sala de lectura.

Alfredo Zaldívar. Foto: Archivo Ediciones Matanzas.
Alfredo Zaldívar. Foto: Archivo Ediciones Matanzas.

 

4.

Desde que le conozco he tratado de simpatizarle con desigual fortuna: dibujo para él con terror, le he dedicado versos, hablo bien de él, a sus espaldas, lo llamo por teléfono, lo admiro como a un sonero, que para mí es lo máximo. Resignado como estoy a que me considere como a esos primos no muy listos a los cuales uno está obligado a tolerar en las reuniones familiares –cumpleaños, bautizos y velorios–, me basta con procurar enrolarme de vez en cuando en alguna de sus expediciones.

En su poesía he compartido escalofríos de soledad y la rara noción de permanecer lejos de Cuba sin tener claridad sobre regresar o no: ese atroz “no se sabe”, a través de su poema en el cual José Martí aparece en Ginebra y también en un gin tonic. En sus poemas también hay juego, jodedera y siempre un amorío intermitente. Doy fe que a trechos aparecemos algunos, muchos de nosotros como en una fotografía de cámara de cajón: jóvenes extraños que fuimos y seguimos siendo. No hay que esperar que la gente envejezca o coja las de cualquier Villadiego para decirle cuatro cosas con admiración, en este caso, a la obra en letra y vida de Alfredo Zaldívar y Muñoa, alcalde nuestro.

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