Todo comenzó antes

Leonardo Acosta. Tomada en agosto de 2015. Foto: Yoe Suárez.

Leonardo Acosta. Tomada en agosto de 2015. Foto: Yoe Suárez.

 

Para Michi

1.

José Rodríguez Feo me lo presentó una mañana, a su manera, descuidadamente: Mira, aquí tienes al ensayista más brillante que tiene ahora mismo Cuba. Él, muy serio, me extendió la mano: Leonardo Acosta, un amigo. Quedé muerto. Pepe no prodigaba ese tipo de halago, nunca jugaba con eso. Así opinaba y tenía muy buenas razones para hacerlo, entre ellas El barroco de Indias y otros ensayos que Casa de las Américas acababa de publicar. Sucedió en la mitad de los ochenta.

Este caballero –dijo señalando a Rodríguez Feo– editó mi primer libro. Se refería a Paisajes del hombre, de 1967, una serie de cuentos cuyo título le parecía infeliz. Pensé decir, lleno de orgullo: el caballero editó mi único libro también, pero no abrí la boca. Estábamos al borde de la piscina redonda del hotel Rancho Luna, los tres en bañador, cada uno con su cigarrito humeante. Hay días de suerte en esta vida.

Yo había leído El sueño del samurái, su cuaderno de poesía salpicado de narraciones raras. No era usual entonces mezclar prosa y verso, al menos en Cuba. Tal vez por eso pasó más o menos inadvertido. Se trata de un volumen independiente y solitario difícil de encasillar, como gusta hacer a la crítica. Lo escribió mientras tocaba el saxofón, hacía periodismo y andaba por ahí, de rumba, mejor dicho: viviendo.

En ese libro está “La pantera”, página que narra su reencuentro con Benny Moré dos años después de haber él desertado de la Banda Gigante en la cual tocó durante una breve temporada. Dijo Benny a Leonardo poco antes de comenzar el show en “el cabaret más grande del mundo”: Tú fuiste de mi tribu

A mi vez recordé a las tribus perdidas por tantas tierras; a los atapascos, los pawnees, los apache, los olmecas, los totonacas, y a los mandé, a los ewe-fon, los peúles, los kikongos, y recordé los viajes y las jiras, las matinés bailables, los estribillos y mambos y montunos, recordé los festivales maratónicos y la voz elástica de la pantera expandiéndose a los cuatro vientos.

Textos de esta naturaleza deslumbraron al muchacho que era yo. Ignoraba hasta entonces que era posible componer un libro de esta forma, con lo vivido y lo ensoñado, con la música que nos rodea y los poemas de camaradería y de amor de pareja, como aquel hermoso y breve dedicado a su compañera Michi, que transcurre en una playa y profetiza futuras complicidades a lo largo de un camino que arrancó en los sesenta y atravesó medio siglo.

Leonardo Acosta.
Leonardo Acosta.

2.

Leonardo Acosta decía que sus poemas, viñetas y narraciones breves eran “descargas”, como llaman los cubanos a sus jam sessions: cuando intérpretes e instrumentistas se entregan a la improvisación, territorio distintivo del jazz, aunque improvisar –y eso nos lo dejó claro– es tan antiguo como la música misma.

En Cuba se improvisa en el son, en el danzón a partir de los años treinta, en el punto guajiro, y en la rumba, desde luego. Cuando conversaba entre amigos –sus socios– solía relacionar todo con términos musicales porque era músico las veinticuatro horas de cada día, y jazzista de cepa: descargar era su afición primera. Acerca de un ensayo o discurso denso, interminable, podía decir: Es un danzón sin cedazo.

En un fulminante exceso de confianza comencé a llamarlo samurái, y a él le gustaba. Con el trato continuado aquel sobrenombre fue adquiriendo un sentido cada vez más recto: Leo era un guerrero perenne, dispuesto todo el tiempo a desenvainar el sable para descabezar simplezas, conceptos inmaduros, esquemas, mentirillas y superficialidades de las que tanto abundan en manuales y “panoramas” sobre cuestiones artísticas que remachan farandulerías o plagian sin escrúpulo opiniones de este u otro autor. No pocos trabajos suyos nacieron de la polémica, del combate.

Con él aprendí a sospechar de las crónicas de ocasión, de la deificación de algunas vacas sagradas y de presuntas leyes inexorables que encubren muchas veces marrullerías políticas; también de fechas y datos que aporta brumosa o de manera interesada la memoria de un entrevistado pues con frecuencia la gente ante un micrófono procura aproximar la sardina a su sartén. La memoria es selectiva, de acuerdo, también lo es la desmemoria.

En años que en Cuba no se mencionaba siquiera el nombre de artistas que habían decidido emigrar –menos difundir su música–, Leonardo hablaba y escribía sobre maestros de la música popular como Julio Gutiérrez, René Touzet, Ernesto Duarte, Cachao, Chico O’Farrill y Bebo Valdés, mucho antes de que, de pintoresca manera, los medios de medio mundo “redescubrieran” al gran Bebo como pianista de un cantante de flamenco.

Leo, aunque era de convicción marxista, sabía que la historia cultural de un país no se edifica a base de omisiones y porrazos. Mejor: estaba convencido de que la burocracia es incapaz de narrar la cultura. Por esa razón tuvo tantos encontronazos con efímeros caciques en reuniones y congresos, editoriales, redacciones de revistas, empresas discográficas y en –frase suya– la laberíntica televisión cubana.

Nadie que yo conozca ha reído tanto al recordar pasajes del Quijote y párrafos o frases de Paradiso de Lezama Lima, de quien contaba divertidas anécdotas, sucedidas a menudo en la sala de Julián Orbón, el extraordinario músico de Orígenes, profesor suyo de armonía. A Leonardo Acosta le debemos un riguroso examen de la música de Orbón, preterida por décadas, así como comprensiones de otros territorios poco frecuentados de manera seria por la crítica como Móviles, de Harold Gramatges, y ciertas zonas del quehacer musical de Leo Brouwer, Roldán, Caturla y Lecuona.

Entre sus admiraciones y lecturas constantes estuvo la obra literaria y musicológica de su amigo Alejo Carpentier sobre la cual ensayó en varios libros y dedicó el revelador y ameno Alejo en tierra firme: Intertextualidad y encuentros fortuitos, que no por gusto mereció el premio de la Academia Cubana de la Lengua en 2005. Ahí estoy yo, en la antigua Sociedad Económica de Amigos del País, aplaudiéndolo a rabiar, y dos años después también estoy en la fortaleza de La Cabaña, cuando recibe el premio Nacional de Literatura y se ha dejado crecer unos largos bigotes a lo Chan Li Po, como para restarle solemnidad al almidonado acto.

Dijo entonces que el galardón lo sorprendía, entre otras razones porque según sus cálculos, dada la edad de la mayoría de los autores premiados con anterioridad, no “le debía tocar” por lo menos, hasta el año 2020:

La sorpresa prevalece, asimismo, porque los dos artistas que dio mi familia al siglo XX cubano (que para mí es difícil llamarlo “el siglo pasado”), es decir, mi padre José Manuel y mi tío Agustín, permanecen hoy en el limbo del olvido tropical. ¿Será un estigma familiar? Confieso que creo en casi todas las cosas increíbles (…) porque, pensaba yo: si a ellos, que tanto hicieron, los han olvidado ¿cómo alguien me va a recordar a mí, apenas visible en los medios literarios?

Leonardo Acosta fue parte de la banda gigante que acompañaba a Benny Moré.
Leonardo Acosta fue parte durante una breve temporada de la Banda Gigante que acompañaba a Benny Moré.

3.

Algunas ideas que le escuché esbozar en conversaciones se convirtieron más tarde en páginas de sus libros. Antes de ser ensayos y artículos fueron descargas. Mientras lo escuchaba hablar –nunca temeridades huecas sino resultado de estudio, reflexión, asociaciones siempre inteligentes–, sentía que se abrían puertas y ventanas, me invitaba a pensar sin holgazanería, bien lejos de prejuicios y límites heredados: a razonar. Admiraba de Leonardo que atendía, escuchaba, “daba chance” al interlocutor –no importa si era o no muy brillante que digamos–, igual se respetaba su turno. Así es la descarga.

Era un privilegio escuchar un buen disco en su compañía, como me sucedió con el primero de Gonzalito Rubalcaba con Charlie Haden, que recuerdo en especial pues significó una clase magistral acerca del contubernio piano-contrabajo en el jazz, que condujo hasta Frank Emilio-Cachaíto (antes Frank Emilio-Papito Hernández), y me develó al gigante dueto Duke Ellington-Charles Mingus, desde entonces objeto de mi adoración. Por si fuera poco, Leonardo accedió a que juntos firmáramos un libro –Kubamúsica: Imágenes de la música popular cubana–, publicado en España en 2003, que también contiene textos de Bladimir Zamora.

Una tarde en El Palenque nos dijo a varios socios que pronto se ocuparía en demostrar de una vez por todas que ni uno solo de nuestros caminos musicales había surgido un buen día como por arte de magia, sino por sedimentación, relaciones entre músicos, y “el ambiente”. A partir de este concepto, nada de inventores de géneros ni creadores de ritmos –algunos de los cuales no son sino variantes o modalidades–; no había habido un primer bolero, primer danzón ni primer mambo…

Todo había comenzado antes: olvídate de los llevados y traídos “complejos genéricos” que engloban formas musicales que poco o nada tenían que ver entre sí; no existe una “clave cubana”, sino varias; la rumba había permeado más terrenos musicales de los que se decía… Se acabó lo que se daba. Estas y otras ideas suyas, están desarrolladas en Otra visión de la música cubana, cascada de precisiones, desacralizaciones y justicias, publicado en 2004 al que debieran acudir investigadores y musicólogos como a las Escrituras.

La noción, al parecer simple, de que “todo comenzó antes” es meridiana para una ruta de trabajo basada en la vigilia y el desenmascaramiento: todo comenzó antes de la fecha que marca un estreno, una llegada, un desde entonces. Leonardo había encontrado la afirmación en el libro Cuba: dos siglos de música de Gloria Antolitia, quien escribió “Porque todo comenzó más temprano de lo que se cree”, y esa línea lo había deslumbrado, creo que la consideraba una revelación: y repito una y otra vez esta frase que refleja con rara exactitud lo que me he propuesto en muchos artículos y ensayos.

Para no pifiar es sano estar en guardia sobre todo aquello que aseguran y repiten libros, gacetillas o ditirambos orales: busca el antes, piensa por ti, deja el manual en su sitio, vete a la biblioteca Nacional, contrasta lo que lees, pregunta a quien sabe, y entonces, duda de nuevo. Insistía en eso, argumentaba, ponía ejemplos concretos. Su “todo comenzó antes” se grabó en mi mente hasta el sol de hoy, no solo en asuntos musicales, a pesar de que –dicen– Bola de Nieve preguntó una vez: Y la gente, cuando no habla de música ¿de qué habla?

Sus Descarga número 1 y Descarga número 2, que detallan un siglo de jazz en Cuba (1900-2000), son resultados de una pesquisa vehemente, casi contra reloj:

Me percaté de que si no me apuraba a iniciar mi investigación había una historia que corría el riesgo de perderse. Durante cinco años estuve entrevistando a músicos y conocedores de jazz cubanos, cotejando los datos con lo poco a casi nada escrito sobre el tema y con mis propios recuerdos y experiencias. Incluso pude entrevistar a Mario Bauzá y Chico O’Farrill en Nueva York y el total de entrevistas sobrepasa las setenta. Desdichadamente, casi veinticinco de los entrevistados, casi todos grandes amigos, han fallecido sin poder ver el libro impreso.

En algún sitio de internet, mientras buscaba otra cosa, leí que en una poética acepción la palabra japonesa samurái significa “servidor de la idea”. Recordé entonces a Leonardo El Justiciero, siempre listo para un nuevo lance. Pensé llamarlo por teléfono y comenzar con ese pretexto la conversación, pero como otras tantas veces lo dejé para después. Solo que esta vez para después quedó. Lo supe hace apenas unos días, con tremenda tristeza.

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