Un lugar “high”

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Vas sin muchos deseos, pero una invitación a un lugar high vale lo que vale. Antes de ser un edificio enorme frente al malecón –dice un amigo mío que parece un guayo gigante– era nada: un descampado. Vamos, anda, aunque cobren 20 durísimos pesos convertibles solo por trasponer la puerta de cristal y tengas que someterte a varios niveles de comisariato que comprueban que pagaste el peaje.

El primer obstáculo en tu camino es un auto convertible amarillo en medio de una enorme oscuridad salpicada de estrellitas voladoras, de luz, como en una disco de pueblo. Ves en las paredes anuncios de antiguos productos populares: gaseosas, pastillas contra el dolor de cabeza (mejor mejora Mejoral), fotos de gente habanera en el contorno de unas playas; desconocidos, seguramente muertos ya.

Un avioncito cuelga del techo, otros trastes allá y aquí, una victrola de cuerda sin manigueta, inservible. Pero se trata de un lugar high, por eso las personas exhalan perfumes caros, hay aire acondicionado sin la agonía del ahorro y sirven los tragos en vasos de cristal, no plásticos como en los bares donde sueles ir día tras día. Compórtate.

En unas pantallas líquidas está Compay Segundo en sus tiempos de fama mundial musitando y tocando con su guitarra tres (la llamaba armónico) un son montuno que en sus orígenes fue humilde cantinela: la juma de ayer ya se me pasó, esta es otra juma que traigo yo… Se supone que alguien así de famoso dé la bienvenida virtual a quienes llegan desde los cuatro puntos cardinales, que les sea conocido. Me acuerdo cuando iba a verlo a un hotel en Kohly donde llegaba en la parrilla de la bicicleta de su hijo Salvador y cantaba eso mismo, quizás mejor, a la orilla de la piscina cuando nadie nadie le hacía el menor caso. Mira que la vida es rara.

A tientas te conducen hasta la mesa. “Desde aquí van a ver mejor el show” dice, por oficio, un camarero. Cuando los ojos se acostumbran a la penumbra compruebas que hay escasas mesas ocupadas. En realidad daba igual donde te estacionaran pues la “pista iluminada”, como se decía antes, domina el centro del lugar en forma de herradura, como en los teatros coloniales. Entonces sale el animador trabado en un saco azul añil para decir en tres idiomas que has llegado a un sitio extraordinario y que el espectáculo está inspirado en la época de oro del cabaret, es decir, los años fixties, los dorados cincuenta.

Es cuando se descorren las cortinas, aparece la orquesta –un conjunto ampliado, no otra cosa– y emerge no se sabe de dónde una muchedumbre de bailarines y bailarinas “de la televisión cubana”, aclara el animador. Las muchachas están medio vestidas de terciopelo verde, por favor, con este clima.

Se trata de una de las agrupaciones de la saga Buena Vista Social Club, que por cierto cada día tienen menos que ver con el disco de igual nombre y sí con una dura “lucha” que exprime cinco o seis lugares comunes del repertorio musical cubano que todo turista adora –se presume–, de la “Guantanamera” a “Chan chán”.  Cuanto pueda ser simplificado se simplificará, sea guaracha, son o rumba, las mismas “Lágrimas negras” de siempre, con mucha trompeta, flauta, laúd, trombón: aunque tú me has dejado en el abandono, palabras que nadie, empezando por los cantantes, creen una sílaba. Eso se nota enseguida.

No falta, por supuesto, un “cuadro negro” en el cual se danza frenéticamente con atuendo selvático al ritmo de un son-afro-congo. Cada figurante lleva un chequeré entre las manos y viste una faldita de flecos vegetales. El cantante de la orquesta casi deletrea los versos que Arsenio Rodríguez concibiera hace sus buenos ochenta años: yo son carabalí, negro de nación / sin la libertá no puedo vivir / mundele cabá con mi corazón… Parece una secuencia del cine de rumberas, de esos bailes de salvajes en una jungla de no se sabe dónde. En algún artículo cuenta Alfonso Reyes que la primera vez que Sarah Bernhardt tocó tierra americana pidió un carruaje y dijo al cochero “Por favor, lléveme usted a la selva virgen. Posiblemente a una noción semejante de manigua aluda esta coreografía. Sientes que tienes que salir al menos un momento a la calle, como un pez, a respirar afuera.

Algo anda mal, bastante mal cuando hay más personas en escena que en el público, piensas abriéndote paso entre las mesas desoladas durante uno de los tantos tutti de la orquesta. Detrás de la función de esta noche –que se repite varias veces en la semana– habrá directores artísticos, gerentes, evaluadores y otras figuras de la infinita fauna burocrática que medra con “la cultura dedicada al turismo”, población que existe vorazmente en su –parece invencible– chea impunidad. Unas muchachas llegan a la puerta y preguntan dónde ir. Los porteros sugieren “a la Casa de la música, en Miramar, allá hay mucho reguetón y salsa”.

Regresas de fumar y te enteras que el show –porque lo dice el animador, otra vez, en tres idiomas– homenajea a Pérez Prado y a Celia Cruz. Acto seguido los bailarines se entregan a un “Mambo número 8” tres o cuatro veces más veloz que el que un pobre mortal conseguiría bailar, siquiera imaginar bailable. Sucede después un popurrí de éxitos de La Guarachera de Cuba que incluye fragmentos mínimos de “Químbara” y “La vida es un carnaval”, como para salir rápido del trance.

De pronto, los televisivos bailarines se lanzan al público y van de mesa en mesa invitando–conminando a bailar a los impávidos asistentes. “Esta es la verdadera música cubana”, insiste el animador, antes de que el trombonista y director de la orquesta interprete “Over The Rainbow” en tiempo de bolero chá con su hija que también toca el trombón de vara. Un momento de sosiego, de los mejores, pero apenas un momento. Es cuando dices vamos, caballeros.

Sospechas que no está lejos el momento en que alguien desde el micrófono comience a preguntar al público pasmado Where do yo from? y es cuando vas a caer definitivamente muerto de vergüenza ajena mientras eches de menos los momentos prodigiosos que te ha dado la música de tu país, a veces con ese mismo u otro repertorio manoseado, incluso con alguno de esos músicos que ahora están sobre la pista iluminada de este sitio high, entregados esta noche a una lucha sin victoria previsible, sin lograr poner en el empeño un pedacito de lo que antes llamaban filin, alma, acocán o como quiera llamar la gente ahora a eso digamos entrañable que muestra tanto artista de Cuba cuando toca, canta o baila de verdad. Vamos, dale.

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