Herejes: enlaces entre la sabiduría y la nostalgia

No creo haber leído otro libro más literalmente recién salido de la imprenta. El 28 de este agosto Tusquets anunciaba la aparición de Herejes, la nueva novela de Leonardo Padura  y el 29 lo tenía en mis manos. Desde ese mediodía hasta la medianoche de sábado en que tecleo estas líneas he estado invadido por la sensual prosa,  el rotundo humanismo, la madurez literaria del más seguido y comentado de los autores cubanos contemporáneos.

Tengo la certeza de que estoy muy acompañado en la lectura casi inmediata de Herejes.  La editorial advierte que antes de su publicación ya seis países han adquirido los derechos de traducción. La prensa española se hace eco del acontecimiento; para el 16 de este flamante septiembre se anuncia la primera de varias presentaciones en Madrid.

Estamos ante un libro con muchos aspectos dignos de comentario. Como en El hombre que amaba los perros –su anterior novela y todo un rotundo éxito internacional- la Historia de momentos decisivos de la humanidad se mezcla con agudos y formidables primeros planos a la vida personal y familiar de los protagonistas. En Herejes se indaga- como nunca antes en nuestra narrativa- en la visión, la experiencia cubana del tema judío. Tan claro como la vergüenza histórica  de que no desembarcara en La Habana de 1939  aquel barco cargado de cientos de personas que huían de la furia fascista, queda la certeza de lo amable, cotidiana y orgánica que resultó la convivencia de la comunidad hebrea en Cuba.

Sin espacio ni propósito de ahondar en la riqueza de Herejes quiero dejar tres apuntes y ponerme a leer los muchos  análisis que vendrán en los próximos días y semanas.

 I

Si La Habana ha sido espacio frecuentado por Padura con ejemplar mezcla de cariño y de crítica, en Herejes aparece también un retrato singular  de Miami. No es mucho el detenimiento en las calles de la ciudad –durante demasiados años tan cerca y tan lejos de las costas cubanas- pero se establecen con fluidez y robusta veracidad los lazos entre los dos polos de una realidad rica, contradictoria, muchas veces triste.  Uno siente que el narrador capta el transcurrir de las vidas de los personajes que aman, esperan, recuerdan o luchan más allá de prohibiciones o consignas.

 II

Para los que tenemos hijos en los alrededores de la veintena resulta especialmente conmovedor constatar la lucidez, el detenimiento, la ternura cruda pero honda que emplea Padura para iluminar los costados menos evidentes de la angustia existencial o los posibles senderos por transitar de estos muchachos y muchachas de la Cuba del siglo XXI.

III

El Mario Conde que regresa  en Herejes mantiene muchas de sus costumbres y sostiene algunas de sus certezas. El protagonista de toda una serie de novelas de Padura  es ahora  más viejo, socialmente más descreído; fiel al valor de la amistad y con la pasión amorosa a caballo entre la congelación y el reverdecimiento. Sigue siendo ateo pero se permite dudas sobre la imprecisa posibilidad de enlaces cósmicos. Mi tercer apunte viene por ahí. Uno de los amigos a los que Padura agradece en el libro es Jaime Sarusky. De las vivencias del elegante colega, del a la vez libresco y vitalista, del elegante “polaco” Sarusky hay mucho en esta novela. Jaime moría en La Habana el mismo día en que Herejes  salía de la imprenta hacia sus miles de lectores.

Mario Conde –casi al centro de la cincuentena-  ha destilado su melancolía en precisión reflexiva…”Y tuvo la percepción de que el milagro de aquella fascinación capaz de volar por encima de los siglos estaba en los ojos de aquel personaje, fijado para la eternidad por el poder invencible del arte. “Sí, todo está en los ojos”, pensó. ¿O tal vez en lo insondable que está detrás de los ojos? “ (Herejes,  página 513)

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