Holanda se nos repite como farsa

Foto: Getty Images.

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Ya era hora de que Holanda, según el famoso designio, nos ocurriera como farsa. La derrota por K.O. (14-1) del equipo Cuba en el Clásico 2017 es eso, una obra breve de teatro (siete innings) donde abunda el ridículo, el absurdo, lo grotesco. Los mismos holandeses, despiadados en su papel, aceitadas máquinas de jugar al béisbol, fueron este miércoles en el Tokyo Dome ridículos, absurdos, grotescos, porque la estrafalaria actuación de Cuba no podía más que embarrarlo todo.

Se trata, nótese, de una farsa que contiene una inopinable sensatez histórica. Cumple una parábola, cierra un ciclo. Karl Marx –hijo de judíos y cuarto bate que, por suerte, no jugó el domingo en el calamitoso juego Cuba vs. Israel– dijo alguna vez que la historia solía repetirse y que, primero, los hechos acontecían como tragedia para luego regresar como farsa.

Clásico Mundial 2017: Alevosía

Holanda… (Ignoro por qué Holanda. No importa. Desde nuestro punto de vista su equipo ha sido solo un termómetro para medir la temperatura del béisbol cubano en los últimos años). Holanda se dio el lujo incluso de presentársenos al principio como accidente, como rasguño en la rodilla de un béisbol por entonces tan saludable como inocente.

Contra ella perdimos (4-2) en la fase clasificatoria de los Juegos Olímpicos de Sydney 2000 y nadie se enteró de que entonces entrábamos en el bucle neerlandés porque, aunque la fiera del profesionalismo ya estaba ahí delante, nosotros aún teníamos a Linares, a Kindelán, a Pacheco, a Vera, a Lazo, y una autoestima beisbolera erecta como un pino gracias a decenios de abuso en estadios amateurs de los cinco continentes. Pocos días después, un jovenzuelo, Ben Sheets, multiplicó por cero a la ilustre batería isleña e interrumpió la racha cubana de oros olímpicos, pero esa es otra historia.

En la medida en que el béisbol cubano fue bregando en este siglo con sus propias contradicciones, que son en definitiva las de un país al pairo, enemigo a veces de sí mismo, vástago chueco y con un labio leporino de la crisis económica, cierta disgregación social, el asma y la epilepsia políticas, fue apareciendo en la arena internacional un equipo holandés cada vez mejor equipado con algunos europeos, pero sobre todo con profesionales de un par de islas del Caribe oriental, reductos atávicos de un colonialismo que ahora, recombinado con los flujos de la globalización, permitía a la rubia metrópoli contar con potentes y virtuosos súbditos morenos adiestrados en las ligas norteamericanas.

Durante años Holanda ofreció resistencia, protagonizó partidos reñidos (Premier; final de la Intercontinental 2010) contra una Cuba bipolar, campeona en Atenas y subcampeona en el I Clásico, pero cada vez más derrotable y vulgar, en la medida que los beisbolistas de primer nivel se integraban a las competiciones internacionales y progresaba la hemorragia de buenos peloteros desde la Isla hacia, sobre todo, las Grandes Ligas.

Los tulipanes negros de Holanda fueron, por ejemplo, una verdadera tragedia para Cuba en la Copa Mundial de 2011, cuando prevalecieron en la final 2-1; y lo fueron sin dudas en el III Clásico, cuando pusieron dos derrotas a la cuenta de una escuadra dirigida por el vocinglero Víctor Mesa. La segunda de ellas (7-6) bastó, tal y como la ahora sobró, para eliminarnos.

En la tragedia se muere por una o por unas pocas carreras; se cae, para decirlo de ese modo talabartero y remendón que ya es monumento nacional, “con las botas puestas”. Se pierde trágicamente en uno de esos juegos que “no se acaban hasta que se acaban”, en los que el terreno no “dice la última palabra” hasta que cae el out 27.

Foto: AP.
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Esta vez fueron muchos menos outs, y gracias. De tanto gritar a favor de los holandeses el terreno se quedó afónico en el 21.

Después de todas las presiones habidas desde siempre, rituales de abanderamiento y encomiendas del honor patrio, compromisos de dejar la piel en home, sobre el box, en la medialuna y los jardines, ilusiones de fanáticos mal acostumbrados que farfullan ante las cámaras en el Parque Central, urgentes llamadas telefónicas desde La Habana hasta el mismísimo dogout para dar instrucciones, al equipo Cuba tal vez le hacía falta jugar así, con la certeza de que ya nadie esperaba nada de ellos, de que la Patria los contemplaba serena y apenas con una leve mueca de fastidio, aunque alguna gente siguiera acostándose tarde o levantándose de madrugada para ver los partidos, solo por si las moscas, o porque ganarle, digamos, a Israel, aunque no fuera nada del otro mundo, podía tener algún efecto placebo de bienestar que ayudara a enfrentar el jodido día siguiente.

Ese ingrediente, cierta distención, fue la única novedad en la fórmula bufonesca conseguida en la capital nipona. Ya sabíamos que los pitchers nuestros no tiraban 90 millas, ni tenían un repertorio amplio, ni estaban curtidos ante grandes bateadores; y que los bateadores no estaban curtidos ante grandes pitchers, y que más bien podían defenderse, rebelarse con algunas buenas líneas tendidas, a veces más de las esperadas, aunque casi nunca las suficientes, sobre todo si los pitchers contrarios eran pitchers chinos o pitchers de otra nacionalidad, pero en pleno spring training, o pitchers ya en vías de retiro.

También intuíamos –porque el aficionado que solo ve béisbol cubano no tiene por qué saberlo a ciencia cierta– que íbamos cortos de inteligencia táctica en el campo y en la banca, que los reflejos condicionados (o no) en la pelota doméstica podían traicionarnos, y sospechábamos, claro, que la sabermetría –esos números esotéricos, crípticos, incognoscibles que se usan “afuera” – no avalaban a algunos de los jugadores seleccionados en varios aspectos fundamentales del juego y que muchas decisiones, desde un punto de vista objetivo, se tomarían a ciegas.

“Al béisbol cubano le faltan horas de estudio”

En resumen, sabíamos que no va quedando mucha calidad en el arca desfondada que es la Serie Nacional y que íbamos a Japón solo a pasar la primera ronda y a devorar (ellos) algunos kilos de sushi, capitaneados por un manager tan comedido en sus expresiones públicas como en su creatividad estratégica (aunque tampoco tenía demasiadas variantes) y en sus títulos deportivos.

Chiste, chanza, chasco, chascarrillo, chuscada, chirigota, chocarrería… chachachá con spikes fue lo que aconteció este miércoles en que Holanda bailó a Cuba como Cuba bailaba a Holanda cuando yo era niño. Mi abuelo se habría sentido estafado, ultrajado en su alma de fanático humilde y crédulo; sin embargo, muchos de nosotros, a estas alturas, distinguimos una lógica cínica y tersa en este 14-1. Verdadero fetecún, aquelarre, guateque luctuoso del béisbol cubano a nivel internacional tal como lo hemos conocido hasta aquí.

Cualquiera puede decir ahora que un muerto no puede volver a morir, y que el muerto de este miércoles ya lo estaba hace tiempo. Es cierto.

Sin embargo, en el Tokyo Dome hubo algo más, inquietante. Algo como una docilidad gozosa en el último instante de la violación, cierta escabrosa relajación de esfínteres, una sumisión alegre y desalmada a la violenta justicia del juego, a la ley del más fuerte, el más hábil, el más apto. Esa flaccidez, inesperada (porque uno cree que los cubanos, aunque sea por instinto, pueden al menos competir con decencia en este deporte; lo vimos contra Japón), fue quizá una suerte de protesta de los jugadores contra la senectud, la esclerosis a la que parece condenada una actividad tan influyente en el equilibrio espiritual de la nación.

Ante Holanda fue la desidia, la abulia, la desazón; la bola mansa y al medio, el swing displicente, el guante puesto al revés, el tiroteo sin ton ni son; explosión del tedio, exaltación del despropósito. Tal vez, un alegato. La firma del artista en un cuadro donde se ha pintado el agotamiento, la muerte de un modelo. Un réquiem con un palo y una lata.

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