La ciudad de México es un lugar extraño

La típica Rosca de Reyes que se come hoy en México. Foto: blog.mexicodestinos.com

La típica Rosca de Reyes que se come hoy en México. Foto: blog.mexicodestinos.com

La primera vez que vine, la ciudad de México fue para mí una violenta confusión de signos. No caí redondo de milagro.

A la hora de escribir algo, el estupor me dio (no sé bien debido a qué mecanismo interno, a qué semilla cuidadosamente plantada en mi inconsciente) por ponerme pretensioso, enfático, totalitario. Y, además, como a veces ocurre en estos casos, por ponerme caricaturesca y, desde luego, imposiblemente borgeano.

Formulé la evidente tontería de que el cosmos, a falta de otras certezas, es “una urbe infinita, amurallada por lo desconocido, en cuyo centro avanza un hombre que luego escribe y doma esas luces que crepitan ante los rostros fascinados de sus semejantes y otorga concierto al zumbido de millones de autos y ordena alfabéticamente cada inscripción, cada marca de shampoo o cadena de supermercados, cada nombre de artista o político o calle o plaza o estación de metro o taquería, cada variante de chile o de fantasma”.

Juro que escribí eso. Por suerte, no salió publicado. En mi descargo, solo diré que lo hice entre tres borracheras tremebundas; o sea, mientras sorteaba una muy bien ganada y tenacísima resaca de cuatro días a la implacable altura de 2 300 metros sobre el mar.

Con el retorno a México DF y el paso de las últimas semanas, el efecto de extrañamiento e ininteligibilidad se ha ido aplacando. Aún no comprendo casi nada a cabalidad; la ciudad sigue lloviendo torrencial e incomprensiblemente allá fuera. Pero tal vez yo empiezo a parecerme ahora a un boxeador a quien ya le partieron el tabique y le machacaron el rostro unas cuantas veces.

Quiero decir, la confusa violencia de los signos (los bostezos en cascada de tanta gente en el metro, los voluptuosos anaqueles de los malls, los murales de Bellas Artes, las boutiques exquisitas, el olor infinito a comida en cualquier esquina, los libros de autoayuda y los manuales para el éxito, las prostitutas como quelonios nocturnos a la orilla de las avenidas, los rubios mentirosos de la TV, la Virgen, la Coca Cola y el Maíz, el niño anestesiado por el hambre que duerme en las piernas de una vieja que pide limosnas y parece repetirse en cualquier ángulo de la ciudad…), todo eso pudiera comenzar, de un momento a otro, a parecerme un gato doméstico.

No lo sé.

A lo sumo, sé cosas superficiales que sabe todo el mundo como que hay 20 millones de personas dando tumbos por ahí, entre el concreto metropolitano; que el México padece un interminable cáncer terminal llamado corrupción y que el narco y la violencia son especies ya endémicas. Que, no obstante, todo el que puede celebra hoy en esta ciudad el Día de Reyes y come rosca.

No soy creyente y los Reyes Magos solo me parecen una fruslería mistificada y mercantil. Puede que coma rosca pero me dan lo mismo Melchor, Gaspar, Baltasar y su estrella viajera.

Yo crecí en la Cuba militante y famélica de los noventa. Dios no existía (por decreto); en mi familia, el niño Jesús (nombre heredado de otros tiempos) era yo y nadie más que yo; mi abuela escondía rigurosamente la imagen de la Virgen en el escaparate. La magia por entonces era un recurso cotidiano e imprescindible pero solo para sobrevivir; los regalos eran escasos y jamás llegaban por estas fechas; los camellos de carne y hueso se cuidaban mucho de pasar por nuestra isla.

De ahí vengo. La ciudad de México es un lugar extraño.

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