La Habana

Alain L. Gutiérrez Almeida

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida

Algunas tardes y algunas noches he amado a La Habana.

La ciudad transcurriendo, yéndose delicadamente hacia alguna parte, mientras yo me quedaba inmóvil para no espantarla. La ciudad muda, señorial piedra sobre piedra, eléctrica un instante antes de que estalle el aguacero. La ciudad quebrada por la cintura, cimbreante; atravesadas una vez más sus duras cicatrices, sus vitrales rotos, sus orificios enrejados por rayos de sol y polvo. La decrépita hermosura de una esquina iluminada a lo lejos, insultantemente amarilla en medio de la nada nocturna de algún barrio en decadencia.

Algunas veces he odiado a La Habana.

Bajo un aguacero feroz, en la madrugada, creí palpar la ciudad porque la ciudad era frágil y temblaba como un animal mojado. Pero el animal, quien temblaba, era yo. Y la ciudad era solo un paraje inhóspito que yo confundía conmigo mismo. Eso, la confusión extrema, me ocurre con La Habana, y lo odio, porque entonces ya no queda más remedio que buscar una salida, atravesar el mar, perderse un tiempo por ahí, en algún lugar donde preguntes y nadie sepa decirte cómo regresar.

Sin embargo, casi siempre La Habana resulta mucho más modesta. Apenas un lugar en el mundo donde abundan los gestos leves: revolotean las alegres señoritas de la vida triste, meditan los intelectuales, deambulan los borrachos como gatos, maúllan alguna cosa incomprensible los políticos, se conecta algún jonrón, sonríen implacables los niños ante un durofrío, van a sentarse en algún parque los enamorados y los pajuzos, cambia la luz de los semáforos.

Hace unos días, La Habana recibió oficialmente el título y el monumento que la acreditan como “Ciudad Maravilla del Mundo Moderno”, tras una votación internacional convocada por la organización suiza New7Wonders.

Yo, hijo adoptivo y descarriado suyo, me pregunto qué argumento racional justificaría tal elección. Porque en La Habana cada premisa —arquitectónica, social, religiosa o política— siempre puede quedar anulada por su estricto reverso.

El “estilo sin estilo” de la arquitectura habanera, que señalara Alejo Carpentier, es tanto un enorme calendario que permite al caminante atravesar por su orden siglos de historia humana como una prueba inocultable de nuestra crónica falta de previsión, nuestra inconstancia, nuestra subordinación al gusto ajeno. El maravilloso bosque que constituye “la ciudad de las columnas” es también —véase la calle Monte— la sórdida selva donde recostamos nuestra pereza, disimulamos nuestra indolencia y practicamos cualquier engañifa de seis por kilo. Juntas, sobreviven nuestra creatividad y nuestra ineptitud para el desarrollo; nuestra nobleza y nuestra perversión. La Habana le reza a muchos dioses y, en el mismo altar, a Uno solo. Es el último bastión comunista de Occidente y es la liviana capital de una isla resort.

No hay decantación posible cuando se trata de La Habana. Tampoco, creo, existe una razón última y definitiva para declararla “maravilla”. Y no hace falta.

New7Wonders, como era de esperar en una operación de marketing global, llenó su sitio web con postales turísticas de La Habana rigurosamente atravesadas por “almendrones”, que ya no sabemos bien si son un testimonio de nuestro fracaso o un remozado símbolo del progreso, si pertenecen al pasado o al futuro.

El propio Carpentier escribió que “la sensación de lo maravilloso presupone una fe” y surge a partir de “una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu”.

De ahí que La Habana maravillosa sea, a lo sumo, una ciudad inexplicable e íntima. Clandestina.

Cuando yo desando sus calles siempre voy al encuentro de los mismos amigos, que beben ron y se bañan en el crepúsculo del litoral; escucho el tonto rumor de las hojas secas arrastrándose junto a las tumbas del Cementerio de Colón; sé que a última hora de la noche una gata obesa caminará sobre mi pecho, anunciando la próxima mujer definitiva.

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