La ironía en acción

Hay muchas formas de meter a Cuba y Camboya en una misma oración. Esta es una.

Y esta otra: su agente llama por teléfono a Bret Easton Ellis –BEE– y le informa en la página 100 de Luna Park (Mondadori, 2006) –sí, BEE escribe aquí un falso y ya nada escandaloso striptease sobre sí mismo- que Harrison Ford quiere que le ayude con un guion.

“–¿De qué va el tema?”.

“–Tiene algo que ver con Cuba o Camboya. Es todo muy vago”.

“Ya. Y supongo que quieren que yo, el escritor, lo imagine todo, ¿no? –pregunté indignado-. Fuck”.

De modo que estas son palabras de la agente literaria en una estupefaciente (estúpida, hueca, delirante, y tal vez genial) autobiografía ficticia de BEE. Pero BEE sabe lo que escribe. Sabe lo que vende. Sabe que para la América profunda de los años 2000 –no en la costanera de la Florida, no en los médanos de la izquierda política, no en ciertas oficinas de Washington, no en el down town académico, pero sí en el condado de Orange, California, y en el Hollywood de Indiana Jones– Cuba y Camboya son países vecinos.

Todo es muy vago. Y estos – en plena era Bush– no son más que “oscuros rincones”. (Canadá también empieza con “C” pero jamás entraría en una frase así; ni siquiera Colombia).

A nadie se le escapa que una exitosa agente literaria seguramente conoce lo suficiente de geografía –aunque tal vez no algunos lectores de BEE– como para estar aludiendo a otras distancias (culturales, ideológicas, políticas).

Imagino que un lector camboyano de BEE no se extrañaría demasiado al ver colocado a su país en esa otra dimensión, en ese confín del mundo conocido donde tal vez haya alguna misión extravagante para el viejo Harrison Ford. A fin de cuentas Camboya sí queda del otro lado del mapa, es una monarquía budista y tiene esos templos de Angkor como enigmáticos eructos de piedra en medio de la selva.

La obvia ironía –no literaria, sino histórica– es que Cuba juega al béisbol y está a solo 90 millas de Estados Unidos. Una hora en auto sobre las aguas.

Sin embargo, ya lo vemos, cierto imaginario estadounidense –incluso de élite– parece asociar sin demasiadas contemplaciones a Pol Pot con Fidel Castro, al khmer rojo con la Sierra Maestra.

Y aquí estamos ahora sorprendidos de que los medios de prensa –televisoras, periódicos, revistas– hayan salido últimamente en plan boy scout para redescubrir Cuba. Nos sorprendemos de su sorpresa. (Ellos dicen: Wow, los cubanos también usan este corte de cabello…, y cosas por el estilo).

Mientras se izaban las respectivas banderas en las embajadas de Cuba en Washington (20 de julio) y de Estados Unidos en La Habana (14 de agosto) he estado leyendo también otra historia de un autor norteamericano contemporáneo: El libro de la venganza, de Benjamin Taylor  (entre las 10 mejores novelas de 2008, según Los Angeles Times).

Cuba emerge brevemente hacia el final de este relato de formación o aprendizaje (bildungsroman) cuyo protagonista es un joven astrónomo judío gay –casi nada– que escapa del ahogo de la tradición y se incrusta en una familia amorosa aunque perturbada silenciosa y casi brutalmente por los grandes acontecimientos del siglo XX.

Los padres de Gabriel Geismar al fin han muerto y él ha regresado para resolver algunos trámites. En la casa de su infancia encuentra una lata de galletas con retratos suyos de todas las edades, sus dientes de leche, sus proyectos de ciencia premiados en la escuela… Sobre la vida anterior de sus desabridos progenitores apenas encuentra algunas fotos. Entre ellas, una en que a su padre “se le ve atractivo y fornido” mientras su madre “parece una mujer aguda y valiente”. Están en bañadores de época junto a una piscina. Por detrás, dice: “La Habana de Cuba, 1951”.

He aquí otra versión distante de la isla: un lugar donde una pareja judía de clase media se daba el lujo de ser feliz durante algunos días, donde podía estarse en traje de baño bajo el sol aunque luego la única prueba al respecto se sepultara por décadas –lejos de los ojos del hijo– en una prosaica lata de galletas.

No parece casual este pasaje al interior de una novela que reflexiona en sordina sobre las marcas de ciertos sucesos históricos (la amenaza del fascismo, las investigaciones de Proyecto Manhattan y la bomba atómica, la guerra de Viet Nam) en un número reducido de vidas individuales. Lo que vuelve romántica y melancólica una escena vacacional llena de luz tropical como aquella, no es otra cosa que la imposibilidad.

No solo la muerte reciente de los padres, no solo su juventud compartida y perdida hace mucho, y jamás sospechada por el hijo, sino la certeza –lateral pero coherente hasta el ápice– de que todo eso se ubica en un sitio muy lejano, clausurado, imposible.

Una Cuba sobre la que hay que imaginarlo todo, porque ya ni siquiera están los padres de Gabriel Geismar para recordarla.

Ya a estas alturas, ni siquiera están esos autores proteicos y antiquísimos como Gore Vidal, quien en 2006 terminaba la segunda parte de sus memorias (Navegación a la vista) con una reflexión sobre el asesinato de John F. Kennedy y su irónico vínculo –según el volumen Ultimate Sacrifice, de Lamar Waldon y Thom Hartmann– con un supuesto plan del propio JFK y de su hermano Robert Kennedy para asesinar a Fidel Castro en diciembre de 1963.

Vidal afirma que “la ironía nunca lo ha tenido fácil en nuestra versión norteamericana del inglés”, y por eso mismo cierra sus (re)flexiones con un ejemplo de pura y dura “ironía en acción”. O sea, Kennedy muere debido a que su hermano Bobby –a la sazón Fiscal General– declaró la guerra a la Mafia que antes había ayudado a que aquel llegara a la Casa Blanca. Por tanto, es preciso ajustar cuentas.

Los capos –Carlos Marcello, Santos Trafficante y Johnny Roselli- se enteran gracias a sus contactos en la CIA del plan de los Kennedy para matar a FC, así que meten sus manos en la conspiración y logran voltear las piezas contra el Presidente. Tras los estrafalarios sucesos de Dallas en noviembre de 1963, Bobby llega a saber cómo fue la cosa pero no puede revelar la trama porque se habría descubierto la componenda contra el líder cubano y esto, visto lo visto durante la Crisis de los Misiles en octubre de 1962, tal vez habría desatado la ira en Moscú y acaso un intercambio de bombones nucleares antes de Navidad.

Arthur M. Shlesinger Jr. –uno de los asesores del presidente Kennedy– expuso hace algunos años una visión diametralmente opuesta. Pero la teoría de la conspiración de Ultimate Sacrifice es magnífica.

Vidal (1925-2012) resultaba todavía una mente literaria estadounidense capaz de concebir a Cuba en los alrededores del centro del mundo. Cuba como coprotagonista de la mayor “ironía en acción” de la historia contemporánea de Estados Unidos.

Después del 17D, nadie sabe qué lugar pasaremos a ocupar en la corriente central del imaginario norteamericano. Quizá, en un primer momento, seamos algo así como una reserva de caza para ir de safari en busca de ironías galopantes.

Hace unos días John Kerry estuvo por acá solo unas 11 horas y se llevó al menos un par de ellas al hombro.

Una evidente: a la vuelta de más de medio siglo de enemistad, maldiciones cruzadas y bulliciosa incomunicación, Cuba es hoy un mausoleo rodante e infatigable para gloria del capitalismo fordista que terminó de erigir, y consagró en el siglo pasado, al imperio estadounidense. (Uno de los autos que manoseó el cazador Kerry era un Chevrolet Impala, es decir, una suerte de antílope o venado sobre ruedas).

Segunda “ironía en acción”: en la nación presuntamente más antiimperialista del hemisferio Kerry solo recibió aplausos y nadie fue a manifestarse -con la naturalidad con que lo hace la gente en cualquier otra latitud- en contra del Secretario de Estado de una administración imperial que, por ejemplo, “amenaza” a los “amigos” venezolanos, que intervino en Libia y estuvo a punto de hacerlo en Siria, que “se cree policía” del mundo, que hasta hace poco gestionaba con fruición el bloqueo económico contra Cuba, y que ahora –según nos advierten hasta el cansancio– intenta penetrarnos sin el látex de la “guerra fría”.

Aquí florece la ironía, y ese es otro de nuestros atractivos turísticos.

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